Lo que muchos denominan -quizá algo ampulosamente- «proceso de paz», y que no es sino el conjunto de gestiones que habrá de llevar a cabo el Gobierno de España en su decisión, libremente adoptada y mayoritariamente apoyada, de dar pasos concretos para acabar definitivamente con el terrorismo etarra, es estos días cuestión insoslayable en los […]
Lo que muchos denominan -quizá algo ampulosamente- «proceso de paz», y que no es sino el conjunto de gestiones que habrá de llevar a cabo el Gobierno de España en su decisión, libremente adoptada y mayoritariamente apoyada, de dar pasos concretos para acabar definitivamente con el terrorismo etarra, es estos días cuestión insoslayable en los medios de comunicación.
Como por todos es sabido, el abanico de opiniones que se percibe es casi infinito. También es notoria la utilización partidista y preelectoral del proceso, asumiendo unos y otros -quizá sin la suficiente reflexión previa- que si el presidente del Gobierno tiene éxito en su propósito, aunque sea parcial, su partido se eternizará en el poder, y que si fracasa o si ETA renuncia a su anunciado propósito de cesar las acciones terroristas, será la oposición la que obtenga importantes réditos.
No obstante, es casi seguro que los largos plazos inherentes a toda negociación de paz bien encaminada obliguen a modificar tales expectativas y no se pueda asegurar hoy quién o quiénes se verán mañana favorecidos por el posible éxito de las gestiones en curso. Los principales beneficiados, sin duda, seremos los ciudadanos, que dejaremos de padecer esa vieja lacra.
Lo que sí puede afirmarse estos días es que resulta evidente que la desaparición total de ETA supondrá un descalabro para muchos de los que en torno a su existencia y actividad criminal han construido las razones esenciales de su actuación y de su presencia en la política española. ¿A qué se dedicaría entonces la COPE por las mañanas? ¿Qué podrían escribir esos «blogeros», siempre irritados, que desahogan su rencor solitario ante el ordenador? ¿Y qué harían algunos políticos profesionales y sus medios más adictos, al no poder repetir hasta la saciedad mentiras y tergiversaciones, haciéndolas pasar por verdades?
Mentiras que se han escuchado con motivo de la declaración institucional del presidente Rodríguez Zapatero el pasado jueves, tanto en boca de Acebes y de Rajoy como por Barrena y Otegi, malinterpretando ostensiblemente el sentido correcto y los claros límites constitucionales de la citada declaración, para apoyar sus propias percepciones del problema, con lo que contribuyeron aún más a sembrar la confusión en un asunto ya de por sí complicado.
Muchos son también los intereses frustrados por el inesperado vuelco electoral que se produjo en España el 14 de marzo del 2004, y muchos de quienes los defienden no pueden ocultar su esperanza de que el Gobierno fracase en el actual empeño. Las hemerotecas revelan el giro radical del Partido Popular desde que en 1998 Aznar anunciara: «Si los terroristas deciden dejar las armas, sabré ser generoso». Generosidad que ninguno de sus seguidores al frente del mismo partido está dispuesto a conceder, no ya a los terroristas, sino ni siquiera al Gobierno de España.
Convendría recordar que El Mundo titulaba así el inicio de las negociaciones de 1998 entre ETA y el Gobierno: «Otro valiente paso de Aznar hacia la paz». No muestra hoy ese diario un criterio análogo ante la situación actual, objetivamente más favorable para el proceso iniciado porque, entre otras cosas, ETA está derrotada aunque se resista a reconocerlo, como el domingo pasado recordaba en una entrevista una conocida víctima del terrorismo etarra: José Ramón Recalde.
Hay que contar, pues, con este pesado lastre -que hará el camino aún más «largo y difícil» de lo que el presidente del Gobierno advertía en marzo pasado- como un dato más del arduo problema cuya resolución es responsabilidad de los actuales gobernantes, y de cuyo feliz desenlace seremos beneficiados todos los españoles.
Aznar no pudo esquivar, hace ocho años, la conveniencia de dialogar y negociar con los etarras cuando buscaba análogo objetivo al que hoy se ha propuesto el Gobierno. Nadie debería extrañarse por ello. Tampoco los generales aliados, victoriosos sobre Alemania al concluir la Segunda Guerra Mundial, pudieron evitar que ante ellos se presentara para firmar solemnemente el acta de rendición un mariscal del Reich -Keitel- que moriría ahorcado poco tiempo después como convicto criminal de guerra.
Hablar y dialogar con terroristas, asesinos y criminales forma parte de muchos procesos de pacificación, porque es parte inevitable del camino a recorrer cuando se trata de cerrar las heridas del pasado, de tender puentes de entendimiento y abrir perspectivas exentas de violencia para la convivencia pacífica de quienes se han enfrentado hasta la muerte durante algunos decenios.
Podrá discutirse sobre los modos y procedimientos, sobre las mesas de diálogo, las condiciones solicitadas por las diversas partes, los objetivos a alcanzar y los programas para hacerlo, pero está llegando el momento en que cobre realidad lo que desde todos los ámbitos políticos se ha repetido con constancia: sin violencia terrorista, sin una pistola apuntando a la nuca, con los únicos instrumentos de la democracia representativa -el razonamiento y el diálogo, sin más armas que las palabras-, todas las opciones políticas son defendibles en una sociedad madura y desarrollada o que aspira a serlo.