Retamar me invitó a su casa a las 8 y yo creí que me invitaba a cenar. Llegué más bien antes de las 8 y me abrió la puerta masticando un bocado. Lo vi sorprendido de que llegara tan temprano. «¿Ya cenaste?», me dijo azorado. «No, pero no tengo apetito.» Me hizo sentarme a la […]
Retamar me invitó a su casa a las 8 y yo creí que me invitaba a cenar. Llegué más bien antes de las 8 y me abrió la puerta masticando un bocado. Lo vi sorprendido de que llegara tan temprano. «¿Ya cenaste?», me dijo azorado. «No, pero no tengo apetito.» Me hizo sentarme a la mesa de todos modos. Cenaba con sus dos niñitas pequeñas y su suegra, que también era la que servía la comida. Había una croqueta de pescado para cada uno de ellos, una papa para cada uno, un poco de arroz, un pequeño postre, por lo cual yo insistí de nuevo en que no tenía apetito, aunque en realidad sí tenía hambre. Me hicieron comer un poco de todos modos: media croqueta, media papa, el postre. Las niñas me preguntaron si yo era el «curita». Retamar les dijo: «Es poeta y cura.»
La casa de Retamar estaba terriblemente despintada. La pintura se había venido cayendo. En un largo pasillo que había desde la puerta de la calle al comedor, había una gran cantidad de libros hacinados en el suelo por falta de estantes donde ponerlos. El sofá de la sala tenía unos resortes de fuera. Más tarde llegó Margaret Randall y tomamos parsimoniosamente una exigua cantidad de ron que había en una botella. Retamar me dice que las niñas estaban muy emocionadas porque habían conocido al «curita», y Margaret sonríe y me dice: «Contigo tenemos que hacer un reajuste ideológico a los niños. Como yo les había creado una horrible imagen del sacerdote a mis niños, se sorprenden de que seamos amigos, y ahora hay que explicarles que no todos eran así».
Llegaron otros amigos. En realidad era un pequeño homenaje que Retamar me daba, aunque sin cenar y sin tragos -excepto ese tercio de botella de ron que saboreamos a pequeños sorbos. Retamar pone un disco de Carlos Puebla:
«Aquí se queda la clara,
la entrañable transparencia
de tu querida presencia
comandante Che Guevara»
Era una despedida al Che cuando se había ido de Cuba. La prensa capitalista decía que Fidel lo había matado. Los cubanos sabían que se había ido a hacer la Revolución a otra parte aunque no se sabía dónde.
«Tu amor revolucionario
te conduce a nueva empresa.»
El Che decía en la Sierra que él no moriría viejo, que cuando se acabara la guerra iba a seguir peleando. «Cuando acabemos de libertar Cuba, tendremos muchos otros lugares que libertar», dijo a un campesino del Ejército Rebelde. Y otro cuenta que el Che le dijo que cuando acabara la Revolución él iba a hacer más revolución, y creyó que estaba loco. La última estrofa de la canción de Puebla es un presagio de la muerte del Che y de que la despedida es para siempre:
«Seguiremos adelante
como junto a ti seguimos,
y con Fidel te decimos:
hasta siempre, Comandante…»
Retamar cuenta que el Che, poco antes de irse de Cuba, le pidió prestado un libro de Neruda para copiar un poema. Después de la desaparición del Che lo llamaron del Ministerio de Industrias para devolverle el libro y él le preguntó al secretario qué poema había copiado el comandante Guevara: y era el sentimental poema de adiós de Neruda, «Farewell«.
Al despedirme, ya algo noche, tenía una seria dificultad para volverme porque Fernández Retamar, a pesar de la alta posición literaria que ocupa en Cuba no tenía coche. Le dije, unos días después, que unos jóvenes poetas me habían dicho que él vivía con privilegios y que yo había constatado que no era cierto. Me dijo: «Vivo en la misma casa vieja en que vivía con mi madre antes de la Revolución.»
Fragmento del libro En Cuba, de Ernesto Cardenal.