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Censura franquista, censura del mercado

Fuentes:

Desesperado ha de parecer uno, más de uno, para realizar paralelismos entre los tiempos presentes y el nefasto pasado. Al hacerlo, sangra por su pensamiento. Y se deja llevar por la melancolía, por la tristeza. ¿Para llegar a esto luchamos, para constatar semejante situación perdimos tantas cosas en nuestra juventud, sacrificamos años y es posible […]

Desesperado ha de parecer uno, más de uno, para realizar paralelismos entre los tiempos presentes y el nefasto pasado. Al hacerlo, sangra por su pensamiento. Y se deja llevar por la melancolía, por la tristeza. ¿Para llegar a esto luchamos, para constatar semejante situación perdimos tantas cosas en nuestra juventud, sacrificamos años y es posible que formas de vida más cómodas? Y al escribir así no pienso en el resentimiento, sino en la rebelión. Aunque esté lleno de dudas, apenas me reste creencia alguna, grito, pues al menos necesito creer en mi protesta, y que ésta, por limitado que sea su alcance, deje constancia de que yo me declaro insumiso frente a esta mendaz ley del mercado y de quienes lo aceptan como dios único y todopoderoso. Porque de eso se trata: desaparecida la censura del franquismo topamos con la censura del mercado. Y esta resulta más eficaz, en su sutileza; más inhumana, en el rostro que exhibe, lleno de disfraces y guiños grandilocuentes, no desnuda y ajada como aquella; más cruel pues apenas ofrece resquicio alguno por el que podamos colarnos y vulnerarla. Luchar contra esta censura es casi tarea imposible y desde luego no encuentra eco alguno. Pues si la impuesta en tiempos del innombrable era contestada y denunciada de muchas maneras, con voces de distinta resonancia, la de ahora es aceptada como normal, lógica, santificada por los acomodaticios. Luchar contra esta invisible censura es como combatir a los inexistentes gigantes confundidos con las aspas de los molinos de viento. Escribo esto consciente de que yo, personalmente, no pude publicar ninguna novela hasta la agonía de Franco. Recibía notificaciones de los censores ¬cinco para cada obra¬ denegando su publicación. Recientemente una investigadora norteamericana me envió los juicios emitidos. Algunos eran esperpénticos. No faltaba el de un fiscal al que solicitaban informe sobre una de mis novelas, que aducía que el problema no era literario, sino del Tribunal de Orden Público, pidiendo mi encarcelamiento. Denodados esfuerzos de Carlos Barral por publicarla: ni con cambios ni sin cambios. Mas ahora que los libros pueden publicarse, sigo sin embargo sin creer en la libertad. Soy un escéptico absoluto. El mercado que existe, pero carece de nombre y forma humana, me demuestra que la información es sesgada, que la realidad económica impera sobre cualquier otra razón, diálogo, controversia. El mercado es así dictatorial, y encima sonríe. Habla de libertad cuando él la administra conculcando la que no se ajusta a sus fines, que son los de la sociedad del espectáculo. El mercado es un robot que carece de sentimientos o sensibilidad, para el que la razón poética tiene menos valor que la lágrima de un desheredado… El mercado condena a muerte, ejecuta, es decir, reduce al silencio a lo que no se ajusta a sus leyes, a sus normas. Sabíamos contra lo que luchábamos con Franco. Ahora sabemos que no podemos luchar, pues no existimos. Pero los que en el mercado habitan son felices. La degradación, manipulación y deformación de la crítica literaria, del consumo literario, en el espectáculo mediático y siniestro de nuestra cultura actual, de por sabida, nos aburre. Cierto es que la literatura es una creación ética. ¿Mas acaso se valora la ética ya en situación alguna?

En el campo del periodismo, la televisión es Goliat. Ella define el juego: quiénes son o no importantes. De quiénes se debe o no se debe hablar. El resto sigue sus normas: que se vuelven como invisibles consignas, pues al fin unos y otros dependen del mismo patrón y estos patrones son los que ejercen la coacción sobre el mercado de las ideas y la cultura, promocionando lo que les interesa y se ajusta a sus fines, obviando y reduciendo al silencio lo que a ellos se opone. Se fabrican así audiencias, «best-seller», se impone por la violencia de la saturación informativa la contaminación no ya mercantil, sino de la propia conciencia de los ciudadanos, atentos a no ser expulsados de ese sagrado recinto que es el mercado. Y entre los creadores, los en él instalados se vuelven insolidarios, sumisos, censores a su vez. Va así definiéndose la sociedad actual entre quienes pertenecen al pensamiento único ¬los menos, y entre ellos los poderosos, los intelectuales acomodados y sometidos, etc.¬ y la inmensa mayoría, que ya es la del no pensamiento, pues entrega su libertad a quienes los manipulan. Gracias sean dadas, de todas formas, hablamos de literatura, de editoriales, distribuidores, superficies grandes de venta de los productos catalogados como libros, críticos, informadores, por habernos abierto definitivamente los ojos: creíamos que éramos ciegos y ahora comprendemos que los ciegos son ellos. Ciegos a la razón, a la inteligencia, a la creación literaria y artística, ciegos deslumbrados por el brillo de la gran ramera de nuestros días: el éxito, el dinero, el mercado. Malhadadas censuras, aquéllas, malhadadas censuras, éstas. Seremos, como Camus nos enseña, siempre rebeldes.

* Andrés Sorel es Secretario General de la Asociación Colegial de Escritores de España