Cerrar los ojos hasta hacernos impermeables y opacos al dolor ajeno. Hace tiempo que no escucho a nadie preguntar cómo fue posible que la ciudadanía alemana cerrara los ojos ante la barbarie cotidiana de los campos de exterminio nazis. El ex ministro de Cultura Jorge Semprún contaba que desde el campo de concentración de Buchenwald, […]
Cerrar los ojos hasta hacernos impermeables y opacos al dolor ajeno. Hace tiempo que no escucho a nadie preguntar cómo fue posible que la ciudadanía alemana cerrara los ojos ante la barbarie cotidiana de los campos de exterminio nazis. El ex ministro de Cultura Jorge Semprún contaba que desde el campo de concentración de Buchenwald, donde estuvo encerrado dos años, y donde murieron más de 50.000 personas, era posible divisar algunas casas habitadas por lugareños. Semprún los veía absortos en sus quehaceres agrarios y se preguntaba si desde sus ventanas podían apreciar lo que sucedía dentro del campo. Cuando salió de su encierro comprobó horrorizado que sí, que sí se veía. Todo ese tiempo los habían estado viendo.
Los campos de concentración de ahora los tenemos bien cerca de nuestra mirada, al lado de nuestras casas. Y también como los campesinos de Buchenwald cerramos los ojos y dejamos transcurrir nuestras vidas apacibles. Son los llamados eufemísticamente centros de internamiento de extranjeros, donde se hacinan seres humanos sin derechos, sin libertades. Y cerramos los ojos mientras la policía les da caza y captura en las calles de nuestras ciudades, y cerramos los ojos cuando les piden los papeles identificativos en función de su color y procedencia geográfica -ahora toca ir a por los nigerianos-, para encerrarlos hacinados en los centros o acomodarlos en el siguiente vuelo de deportación programado. Y cerramos los ojos cuando el gobierno pretende cercenar su derecho a comunicarse libremente con las familias que han dejado atrás, obligando a la complicidad de los locutorios en su identificación, al mejor estilo de la Gestapo.
Porque no hace falta irse hasta las zonas fronterizas, donde las alambradas rasgan la piel negra de los africanos, y donde se exponen en el mercado de la muerte la carne roja y las heridas gangrenadas de los que saltan a las rejas sin ser auxiliados. Porque sencillamente hemos instalado nuestras propias alambradas en el alma, y allí dividimos ciegamente lo admisible de lo inadmisible, lo tolerable de lo intolerable. Es comprensible que ya nadie se pregunte cómo fue posible que el pueblo alemán cerrara los ojos ante el exterminio nazi.
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