A José Cuéllar, in memoriam La historia que vas a leer, lector amigo, tiene mucho de fantasía y quizá poco de realidad, porque se basa en el recuerdo, que no es sino pura reconstrucción a la medida del deseo. Es una historia que mezcla de manera confusa imágenes de la niñez con lecturas de adolescente […]
A José Cuéllar, in memoriam
La historia que vas a leer, lector amigo, tiene mucho de fantasía y quizá poco de realidad, porque se basa en el recuerdo, que no es sino pura reconstrucción a la medida del deseo. Es una historia que mezcla de manera confusa imágenes de la niñez con lecturas de adolescente y praxis política actual. Se inicia poco antes de las nueve y media de la mañana en el patio de un colegio, donde un enjambre de niños que aún no han cumplido los diez años aguardan el sonido del timbre para ponerse en fila y entrar ordenadamente en el aula. Uno de ellos, Ernesto Ortiz Arteaga -¿qué habrá sido de él?- le cuenta a otro las noticias escuchadas por la radio la noche anterior. Tratan de un conflicto lejano en la isla de Cuba, donde alguien llamado Fidel Castro está librando una guerra quién sabe por qué. Otro nombre surge en los labios de Ortiz Arteaga y el amigo de éste sonríe al escucharlo:
-Che Guevara.
Hay palabras que despiertan sensaciones, olores o relieves de montañas.
-¿Es valenciano?
-No, argentino.
El niño que acaba de hacer la pregunta está habituado a la palabra che. Su padre viene de Valencia, donde esa extraña interjección se oye a diario, y suele repetirla como coletilla de lenguaje. En Granada nadie la usa. El plano mental se ensombrece entonces como en un fundido de película y pasa gradualmente a una nueva escena, en la que el niño abre la puerta de su casa, situada en el número 22 de la calle Álvaro Aparicio del barrio de Cartuja. Unos segundos antes ha sonado el timbre (los timbres son como el gatillo del revólver que dispara la memoria). El recién llegado es Pepe Cuéllar. Sonríe, acaricia los cabellos del niño y entra.
Don José Cuéllar -pero los vecinos de la calle se tutean entre sí, son todos jóvenes, recién casados y con hijos pequeños- vive en el número 26, dos casas a la derecha. Es alto, gallardo, se peina el pelo hacia atrás con brillantina, a la moda de entonces, y sus ojos chispean tras los gruesos lentes de montura marrón. Dibuja con soltura a lápiz y a plumilla y es un portentoso contador de chistes, aunque se gana el pan como secretario del Granada Club de Fútbol.
-Hola, Pepe -le dice el valenciano que dice che.
Pepe entra, saluda al matrimonio y se acomoda en una silla a charlar un rato mientras le llenan un vaso de vino. Se dirige al niño:
-Tengo una sorpresa para ti.
Le tiende una foto del equipo con las firmas de todos los jugadores y un boleto de palco para el partido del domingo.
-Quiero que vengas conmigo a ver una maravilla de argentino que se llama Carranza.
Nuevo fundido encadenado en la memoria. El siguiente plano se ilumina en el estadio de Los Cármenes, donde el Granada juega con su tradicional camiseta a rayas blanquirrojas. Carranza, la maravilla de argentino, está en el centro del terreno de juego. Detiene con el pecho un balón rebotado, que cae mansamente a sus pies. Luego, dribla a tres contrarios, uno tras otro, y se dirige como una flecha hacia la portería. Ya está al borde del área. Hay en ella una tupida red de defensas, pero nadie puede frenarlo. Es su momento de gloria. Tira un cañonazo que se cuela por la escuadra. El estadio explota. Cerca de donde se encuentran Pepe Cuéllar y el niño, un espectador que levita en pleno delirio exclama con todas sus fuerzas:
-¡Che Carranza, qué grande eres!
Carranza sólo ha necesitado treinta segundos para convertirse en un protagonista imborrable de las evocaciones infantiles de ese niño habituado a escuchar la palabra che.
Ha pasado el tiempo, es el verano de 1968. El colegio del bachillerato dio paso a la Universidad y el niño -que ya no lo es- está ahora en Ginebra, trabajando durante las vacaciones estivales como garçon de cuisine en un bar del aeropuerto de Cointrin. Un domingo de agosto, mientras pasea junto al lago Lemán, compra un libro en una mesa de izquierdistas que reivindican ruidosamente los recién controlados disturbios de París. El libro -prohibido en España, lo cual aumenta su valor- se titula Souvenirs de la guerre révolutionnaire, es una traducción del español publicada por Maspero y lo firma un hombre que poco antes ha muerto tiroteado en la selva boliviana, Ernesto Che Guevara. El círculo de recuerdos que se inició en el patio de un colegio diez años atrás y continuó su andadura en una casa de Cartuja y en las gradas de un estadio acaba de cerrarse en la ciudad de Rousseau.
Este relato de Manuel Talens pertenece al libro colectivo Pidiendo la hora, 75 años de pasión rojiblanca, publicado en mayo de 2006 por la Editorial Comares y el Ayuntamiento de Granada (España), en homenaje al Granada Club de Fútbol en el septuagesimoquinto aniversario de su fundación. Selección y presentación de Martín Domingo. Prólogo de José G. Ladrón de Guevara.
Manuel Talens nació en Granada en 1948. Es novelista, traductor y articulista en la prensa y en los medios electrónicos de lengua española. En la actualidad prepara la edición de su tercera novela (La cinta de Moebius). Le aburre el fútbol y su sitio web es www.manueltalens.com.