Los casos Penta, Soquimich y Dávalos (Caval) han tenido, al menos, la virtud de demostrarnos al conjunto de la sociedad chilena que la corrupción constituye un elemento fundamental de ella. Que la colusión entre los grandes grupos económicos y la dirigencia política duopólica (Alianza-Concertación) está completamente institucionalizada desde hace muchos años. A tal grado, que […]
Los casos Penta, Soquimich y Dávalos (Caval) han tenido, al menos, la virtud de demostrarnos al conjunto de la sociedad chilena que la corrupción constituye un elemento fundamental de ella. Que la colusión entre los grandes grupos económicos y la dirigencia política duopólica (Alianza-Concertación) está completamente institucionalizada desde hace muchos años. A tal grado, que los políticos y empresarios ¡ni siquiera son capaces de darse cuenta de la anormalidad del fenómeno! ¡Lo toman como algo natural!
De este modo, parlamentarios de la UDI como Ena von Baer e Iván Moreira han señalado que no han hecho nada indebido. Este último llegó incluso a decir que él no hacía nada distinto de lo que hacían la mayoría de los candidatos a parlamentarios. Asimismo, el «penta-empresario» Carlos Eugenio Lavín comentaba escandalizado que de las acusaciones de la Fiscalía se desprendía que ellos podían ser vistos como mafiosos del estilo de Al Capone…
Por otro lado, respecto del Caso Dávalos, el vocero del Gobierno, el ministro de Justicia José Antonio Gómez, señaló que no había nada «ilícito»; esto es, nada ilegal o inmoral en el asunto. Y la propia Presidente ni siquiera interrumpió sus vacaciones o dijo algo cuando estalló el caso. Ni menos interpuso su gran capacidad de liderazgo para lograr que su hijo revirtiera (¡todavía estaba a tiempo!) el negociado anunciado.
En realidad, la sociedad chilena se «ha hecho la lesa» respecto del tema desde hace mucho tiempo. Es evidente que uno de los elementos claves del modelo impuesto por la dictadura fue la ola de privatizaciones completamente inmoral efectuada a fines de los 80. Así, connotados gerentes a cargo de dichos procesos quedaron finalmente como dueños de gigantescas empresas. Y la dirigencia concertacionista que como opositora lo criticó duramente, ya en el gobierno se hizo cómplice y no hizo nada por revertirlo.
También convalidó la elite concertacionista los multimillonarios gastos reservados que había dejado la dictadura para diversos ministerios y para las FF. AA. Gastos que no tenían que justificarse ante ninguna institución del Estado. Incluso, han surgido estimaciones de que la mayor parte de la fortuna amasada por Pinochet la obtuvo después de 1990, a través de la apropiación de gastos reservados y de coimas obtenidas en las numerosas compras de armas que él personalmente gestionó en el extranjero en el período 1990-98.
Es cierto que en la conformación del «duopolio» jugó un papel clave el viraje ideológico del liderazgo de la Concertación que la llevó a una «convergencia» con la derecha (proceso reconocido crudamente por el principal ideólogo de la «transición», Edgardo Boeninger); viraje que puede ser perfectamente definido como de corrupción ideológica y política, pero que en sí mismo no configura un fenómeno de corrupción económica. Sin embargo, como se ha revelado con los últimos escándalos, está quedando claro que el duopolio Alianza-Concertación ha excedido permanentemente los marcos legales o éticos en su rol político subordinado a los grandes grupos económicos. Ya la lista de los episodios conocidos clásica y restrictivamente como de «corrupción» es, desde comienzos de los 90, interminable. Pero a ellos hay que sumarle múltiples conflictos de intereses o decisiones políticas o administrativas que, más allá que pueden haber sido «legales», han configurado un cuadro de creciente colusión entre los poderes políticos y económicos de nuestro país.
Lo anterior es lo que permite entender el casi insuperable desprestigio en que se desenvuelven los grandes empresarios y ejecutivos, por un lado; y la «clase política» por el otro. Desprestigio que ha llegado a grados tales que en espectáculos públicos y en la propia televisión ha pasado a ser de sentido común mofarse de «los políticos». Difícilmente puede ser mejor ilustrado aquello que con un programa de concurso infantil en que aparece la propia animadora del Festival de Viña preguntando a varios niños: «¿Dónde están los ladrones?»; para recibir la respuesta de una pequeña: «En el Congreso»…
Desgraciadamente gran parte de este itinerario de latrocinios está legalmente prescrito o está cubierto por no haber sido «ilegal». No obstante, si aspiramos a moralizar nuevamente nuestra vida pública tendremos que enfrentar esa realidad de modo que aparezca claro un juicio crítico del conjunto de la sociedad chilena y de sus instituciones hacia ella. Quizá el mejor inicio de esto sea la conformación de una Comisión -análoga a la Comisión Rettig- formada por personalidades de reconocida solvencia moral que estudie en un plazo de uno a dos años las diversas modalidades que ha adquirido en nuestro país la nefasta colusión entre los poderes económicos y políticos; y proponga orientaciones profundamente rectificadoras para el futuro.
Y, en este sentido, el reciente Consejo Asesor Anticorrupción nominado por la primera mandataria -que ha sido cuestionado por moros y cristianos- podría justificar su precaria y corta existencia con solo proponer al país una iniciativa de envergadura como una nueva «Comisión Rettig».