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Ciencia y tercera cultura en la obra de Francisco Fernández Buey

Fuentes: Rebelión

Madrid, FUHEM-Ecosocial, 15 de diciembre de 2012. «Comprender, luchar, amar: la vida y el pensamiento de Paco Fernández Buey».


Para Óscar Carpintero, Jorge Riechmann, Nuria, Santiago Álvarez Cantalapiedra, Javier Gutiérrez y el resto de amigas y amigos, que diseñaron y prepararon un encuentro inolvidable

1. Buenos días. Bon dia. Bo dia. Egunon.

Si esto fuera una comunicación o un artículo, tomando pie en unas recientes declaraciones de Paolo Taviani, debería empezar del modo siguiente: «[…] Para retomar lo que comentabas sobre el uso que hacemos de la tradición, siempre tenemos presente una frase de Gustav Mahler a la hora de trabajar y entender el mundo del arte: ‘la tradición no es venerar las cenizas, sino mantener viva la llama».

Este nudo, esta forma de entender la tradición, este mantener viva la llama de siempre, ha sido esencial, siempre fue esencial, en la vida y en la obra de Francisco Fernández Buey.

A continuación debería proseguir con un paso de una de sus últimas entrevistas. Se la hizo el amigo Jaume Botey para Iglesia viva, a principios de 2011. «La única vez que a mi me han echado de clase -recordaba Paco- fue en la asignatura del Espíritu Nacional. El profesor, el falangista de turno, nos decía que nuestra civilización fue diferente de la de los ingleses, porque «nosotros llevábamos el evangelio». Con mis trece años le dije: «Oiga, lo que los españoles hicimos fue liquidar a un montón de gente» y «zas, ¡vaya usted a la calle!».

¡Con trece años, en la España palentina de 1956! ¡No está mal, nada mal! Este era Paco también. Apuntaba maneras. ¿No les parece?

2. Como no es el caso, como esto no es un artículo o una ponencia, no puedo empezar así. Lo intento de nuevo.

Buenos días. Muchas gracias por la invitación. Es un todo un honor, todo un honor estar entre ustedes. Como estamos en la mesa muchos hombrecitos, déjenme que me inspire en nuestro maestro y amigo y permítanme que me presente, como él mismo hiciera en alguna ocasión a propósito de un debate sobre la izquierda y la derecha, como Salvadora López Arnal. A él, le hubiera parecido justo y razonable. Espero que a ustedes también.

Hoy, 15 de diciembre de 2012, es un excelente día para vernos y concelebrar este homenaje tan merecido. Hace unos años, preparando un breve currículum para un programa de radio que dirigía y presentaba Guillermita Mota (quien, junto con Joan Manuel Serrat, tuvo un papel destacadísimo en la preparación del encierro en Montserrat de 1970), FFB escribió una nota -«COSAS DE MI RIDICULUM VITAE». ¡Qué cosas que decía Paco!- en la que recordaba que había nacido en Palencia en 1943, de padre gallego y madre castellana; que tenía dos hermanas; que entre 1952 y 1960 había estudiado el bachillerato «de letras» en el Instituto Jorge Manrique de Palencia; que había tenido allí dos profesores excelentes, José Rodríguez Martínez (que «había estado haciendo estudios en Alemania y de allí vino enamorado del joven Marx y en 1959 y en una fiesta de Santo Tomás nos soltó un discurso sobre el materialismo y el Marx joven que sorprendió a todos en aquella Palencia dormida») y Xesús Alonso Montero (un crítico literario, galleguista y comunista); que entre 1961 y 1966, proseguía, había estudiado Filosofía y Letras en la Universidad de Barcelona [«de eso lo sabes casi todo» le recordaba a G. Mota, habían sido compañeros de Facultad] y que en 1962, hace ahora medio siglo, había ido a su primera manifestación, en solidaridad con los mineros de Asturias.

La segunda, dos años más tarde, una se la jugaba en aquellos momentos, fue para protestar por el asesinato de Julián Grimau. Manuel Sacristán, «Manolo» como él le llamaba (así llamaba también a otro Manolo que está entre nosotros, a Manuel Monereo), había sido uno de los responsables políticos del PSUC -¡ese gran partido, olvidado, marginado y menospreciado hasta la infamia en la Catalunya de hoy (y no sólo por unionistas-convergentes), ese partido de resistentes, luchadores, asesinados y torturados en el que yo nunca he militado y al que tanto debemos (y no sólo allí por supuesto)!-, Sacristán, decía, era uno de los dirigentes comunistas que más empeño había puesto en aquella convocatoria quimérica, alocada, irresponsable, como algunos dijeron tiempo después. Algunos, no todos. No, desde luego, Josep Fontana, ni Pilar Fibla, ni tampoco, por supuestísimo, Paco. Él no estaba hecho de esa pasta de sabelotodos que dan lecciones urbi et orbe tan del gusto de los mandamases del sistema.

Convendrán conmigo probablemente que como bautismo político en asuntos de lucha, rebeldía y solidaridad, y de ethos, de cultura en sentido amplio, el de Paco no estuvo nada mal. Es la base de ese «comprender, luchar, amar» el magnífico lema que da título a nuestro encuentro.

Entro ya en materia, en asuntos de ciencia y tercera cultura, si bien, desde mi punto de vista, un punto de vista no estrictamente lógico por decirlo a la no-Quine, lo que les he contado es ya parte integrante del asunto y de ningún modo una simple parte contratada y marginal del núcleo sustantivo.

3. Por si me extravío y ustedes se aburren y les tienta una cabezadita, hipótesis que en absoluto debería descartarse, las cosas que voy a intentar explicar pueden ser resumidas del modo siguiente: para muchas personas, cada vez menos afortunadamente, ignorar que fue Picasso quien pintó el Gernika es imperdonable, un horror, una prueba lamentable de ignorancia, de incultura académica (mis padres, por ejemplo, no lo sabían). Pero creer, afirmar o escribir que debemos a Galileo la demostración de la redondez de la Tierra -o a Newton la ley de los números impares en la trayectoria de la caída libre- no es error esencial, sino mero descuido, tontería disculpable, desliz de seguidores un quark desinformados de los autores de los Discorsi y los Principia.

Sin embargo, para FFB -quien, por supuesto, jamás hubiera usado el término «inculto» para hacer referencia a personas sin formación académica que desconocieran el nombre del autor del Gernika o incluso la misma existencia del cuadro antifascista-, la consideración anterior no le parecía ni justa ni razonable. A la misma altura que la poesía de Brecht, del Fausto de Goethe, del cine de Theodopoulos, del Capital de su Marx sin ismos o del Chevengur de un admirado Platonov, a la misma altura, decía, estaban conquistas culturales (o científico-culturales) como el descentramiento de nuestro planeta como punto nodal del Universo, el establecimiento de la edad de la Tierra a partir de la radioactividad o la teoría de la evolución en alguno de sus estadios y variantes. Todas estas aportaciones también han constituido etapas decisivas en la historia de la cultura de los seres humanos, conozcamos nosotros o no particularmente sus mecanismos fundamentales (de los citados, yo ando bastante pez en más de uno), de la misma forma que podemos comentar y disfrutar de «La flauta» mozartiana teniendo serias dificultades prácticas para distinguir un DO de un SI bemol o para diferenciar las estructuras musicales de un adagio y un allegro.

Hay algo más. FFB solía recordar un comentario del periodista científico Vladimir de Semir. El siguiente: «Hemos de luchar activamente para evitar que consiga cuajar la tercera cultura que se nos quiere imponer, la acultura basada en lo superficial y en la mediocre uniformidad de la circulación circular de las ideas enraizada en el pensamiento único y dirigido». Lo anterior no implicaba de ningún modo que todo lo que habían escrito gentes como John Brockman cayera bajo el rótulo de la acultura mediocre, menos aún lo que habían escrito algunos de los científicos y pensadores que colaboraron en el libro más emblemático de ese autor y empresario.

Pero FFB apuntaba en una dirección algo distinta de abordar el problema, y, en cierto modo, más clásica: las dos culturas debían confluir no en una tercera cultura, sino en la cultura, es decir, en una cultura sólida, y no sólo teórica, basada en el pensamiento crítico, que era la única que nos podía permitir «ser auténticos responsables de nuestra evolución para convertirnos en ciudadanos competentes en sociedades cohesionadas y más justas».

El saber científico, que desde luego es falible, provisional y casi siempre probabilista cuando no sólo plausible, ayudaba, podía y debía ayudar, en las decisiones que conducían al hacer. Ayudaba también a la intervención razonable de los nuevos humanistas en las controversias públicas de este nuevo siglo, aunque por lo general la ayuda se produjera por vía negativa: indicando lo que no podemos o lo que no nos conviene hacer. FFB recordaba en este punto una reflexión de Maquiavelo: «Conocer los caminos que conducen al infierno para evitarlos«.

Mis prolegómenos finalizan aquí. Acabo este apretado resumen con un regalo, poético por supuesto.

Además de los autores que les he citado antes, entre los gustos declarados de FFB estaba el hablar de cine y poesía. Y no sólo hablar sino también hacer: las prácticas sociales y los asuntos de la filosofía de la praxis eran consustanciales en su caso. El poema que voy a recitarles, a decirles más bien, ejemplo de ese hacer, se llama «Paradoja» y está entre los cuadernos que Paco guardaba en su despacho-santuario de la UPF. Dice así:

Cuando yo era joven

los jóvenes a quienes trataba

lo tenían todo claro.

Si uno decía «no sé, no sé»

le llamaban vacilante y caga dudas.

Ahora que empiezo a ser viejo

y creía empezar a saber algo de algo,

los jóvenes a los que trato

me dicen:

«No sé, no sé, el mundo es muy complejo».

Tal vez por eso

hoy me gustan los jóvenes de ayer

tanto como ayer

me gustaban los jóvenes de hoy.

¡Qué hermosa paradoja y qué hermosísima resolución! Entro en materia con algo más de detalle. ¡Por fin pensarán ustedes con razón!

4. En una entrevista, por el momento inédita, con el economista mexicano Miguel Ángel Jiménez González, FFB recordaba que había sido en su juventud cuando se acercó «a la literatura y a los novelistas rusos del siglo XIX, a Tolstoi, a Dostoievski, y también a Shakespeare y Goethe». Entre los primeros filósofos que leyó, proseguía el autor de «Amor y revolución», estaban Camus y Sartre. Después empezó a leer a Marx y «posteriormente tuve afición por Bertrand Russell» apuntaba. Afición es aquí palabra a retener1.

Luego -soy yo quien habla ahora- vino su viaje a Barcelona y su estrecha colaboración durante más de veinte años con su maestro, amigo y compañero Manuel Sacristán, alguien que, como ustedes recuerdan, fue crítico literario, crítico musical, autor teatral, lógico destacadísimo, filósofo amante de las ciencias, excelente conocedor de Heidegger, Sartre, Goethe y Heine, traductor de Brecht y Marx, y también de René Taton y Newman, comentarista agudo de, entre otros, su amada Simone Weil, Pedro Salinas, Mann, Rafael Sánchez Ferlosio, Joan Brossa, Camus y Raimon, ecologista con amplios conocimientos de ecología, traductor y conocedor de la obra de Quine, buen conocedor de la obra de Galileo y Russell y, en fin, un activista antinuclear, como su amigo FFB, que no desconocía los puntos esenciales de la física del átomo.

Con estos memes, con estas influencias decisivas, con ese abuelo campesino que emigró a Brasil y ese abuelo materno amante de la poesía, ¿alguien puede pensar de manera coherente, sin que el cerebro no le estalle en 1917 trozos, que en la obra y en las preocupaciones de FFB no está de manera nada marginal un asunto tan decisivo como éste de la tercera cultura? ¿No había escrito el gran sociobiólogo Edward Osborne Wilson, un autor que también él transitó, estudió y admiró, que la mayor empresa de la mente siempre había sido y siempre sería el intento de conectar las ciencias con las humanidades?

No parece que pueda haber dudas sobre todo ello. Prueba complementaria de lo que intento señalar por si tuvieran alguna duda: los regalos que nos ha dejado.

 

5. Entre ellos, un nuevo libro que incorpora nuevos trabajos y reelabora materiales escritos con anterioridad, algunos de ellos presentados en conferencias, seminarios y congresos. El título: «PARA LA TERCERA CULTURA».

Su índice provisional, no detallado exhaustivamente, del propio Paco, es el siguiente:

1. Humanidades y tercera cultura

1.1. Ideas en torno a una tercera cultura

1.2. Sobre tercera cultura y nuevo humanismo

2. Cuatro lecturas para la tercera cultura

2.1. Sobre la medicina hipocrática

2.2. Galileo visto por Bertolt Brecht

2.3. Los árboles del Paraíso en la visión de John Milton

2.4. Newton y Goethe en la ciencia moderna

3. Ciencias sociales y tercera cultura

3.1. Las ciencias sociales entre formalismo y literatura

3.2. Economistas y humanistas

4. Conclusiones

Debería haberme leído todo este material para preparar la comunicación que les estoy presentando. Debo confesarles con algo de vergüenza (Paco jamás hubiera cometido esta descortesía) que no he podido finalizar mis deberes. Por ello deberían tomar estos apuntes como unas notas también provisionales (como el índice y el título de este inédito) sobre un tema básico, nuclear en mi opinión, en la obra de este inmenso filósofo gramsciano autor, además, de un excelente libro de epistemología en sentido amplio, La ilusión del método, y de dos ensayos sobre uno de los grandes científicos y filósofos del siglo XX que transitó y estudió hasta el final de sus días, Albert Einstein.

Con una cita de este último abría precisamente su apuesta por un racionalismo bien temperado -«Un científico es un cruce de mimosa y puercoespín»- y también con otra de Alexandr Zinoviev. De esta segunda, si me permiten, un breve apunte al final de la exposición.

Entro definitivamente, con algo más de detalle y sin más preámbulos ahora sí (de nuevo anuncio lo anunciado. ¡Qué plasta!) en materia terzo internacionalista… Perdón: tercio-cultural quería decir. ¡En qué estaríamos pensando Paco y yo!

6. FFB recuerda en el libro que les he citado que hace unos años, con motivo de una conferencia que pronunció en la Cátedra Ferrater Mora de la Universitat de Girona (la que dirige el profesor Josep Maria Terricabras, el filósofo analítico que cerraba la lista de ERC por Girona en las elecciones del 25N), George Steiner ofrecía esta declaración llamativa: «Hasta que los estudiantes de humanidades no aprendan seriamente un poco de ciencia, hasta que la gente que estudia lenguas clásicas o literatura española no estudie también matemáticas, no estaremos preparando la mente humana para el mundo en que vivimos. Si no entendemos algo mejor el lenguaje de las ciencias no podemos entrar en los grandes debates que se avecinan. A los científicos les gustaría hablar con nosotros, pero nosotros no sabemos cómo escucharles. Este es el problema».

FFB creía que era posible que Steiner, «el gran Steiner» escribía él, decepcionado ya de lo que habían sido en el siglo XX las humanidades clásicas y de lo que se ha llamado alta cultura humanística, exagerase un poco en su vejez «al poner todas sus esperanzas en lo que en esa misma entrevista él denomina la moral implícita en la metodología científica». Tendía a identificar ahora la alegría que solía acompañar a la investigación científica en acto -«solía» es aquí expresión un pelín optimista- con la gaya ciencia nietzscheana. Tal vez exagerase otro poco, matizaba FFB, al declarar también gozoso que, «finalmente, las matemáticas, la computación y el cálculo han venido a ocupar el lugar que ocuparon las humanidades y al confesar que él mismo se encuentra hoy mucho más a gusto entre los colegas científicos dedicados a la demostración del teorema de Fermat, o a explicar por qué la máquina Deep Blue pudo ganar a Kasparov, que leyendo la enésima tesis doctoral sobre Shakespeare o Baudelaire» (Entre paréntesis, ahora que nadie nos escucha: yo no logro ver a Steiner siguiendo paso a paso la demostración de Andrew Wiles del teorema de Fermat. Es, por supuesto, una limitación mía, de mi escasísima imaginación).

Para poner en su lugar las esperanzas del sabio y viejo humanista decepcionado de la alta cultura de los «letreros» y esa percepción externa de la gaya ciencia, de la alegría con que se comportaba el investigador científico, bastaría tal vez, conjeturaba FFB, con recordar la forma en que uno de los grandes físicos de la segunda mitad del siglo XX, Richard P. Feynman, se había referido «al estado de ánimo del investigador científico en una de las más alabadas exposiciones de la física contemporánea» (Creo que Paco estaba refiriéndose a Seis piezas fáciles, a El carácter de la ley física o a El placer de descubrir).

El coautor, junto con Jorge Riechmann, de Redes que dan libertad recordaba la siguiente anécdota. Citaba aquí al físico norteamericano: «Uno de los descubrimientos más impresionantes fue el del origen de la energía de las estrellas, que hace que sigan quemándose. Uno de los hombres que lo descubrió estaba con su novia la noche siguiente al momento en que comprendió que en las estrellas deben tener lugar reacciones nucleares para hacer que brillen. Ella dijo: Mira qué bellas brillan las estrellas. Él dijo: Sí, y en este momento yo soy el único hombre en el mundo que sabe por qué brillan. Ella simplemente le sonrió. No estaba impresionada por estar con el único hombre que, en ese instante, sabía porqué brillan las estrellas. Y bien, es triste estar solo, pero así son las cosas de este mundo».

Feynman es bastante especial, lo digo suavemente, algo así como Cristiano Ronaldo pero en ciencias físicas (Fue también amiguete o científico cortesano de Ronald Reagan, como fue admirador de éste, de uno de los grandes responsables de la criminal contra-nicaragüense y de varias invasiones, el padre de CR). El electrodinámico cuántico, que dirían los guionistas de La Bola de Cristal, el admirado Premio Nobel, uno de los científicos más inteligentes y penetrantes que yo he leído nunca, era alguien capaz de escribir cosas como la siguiente: «La filosofía de la ciencia es tan útil a los científicos como la ornitología a los pájaros para enseñarles a cantar». ¡No sólo no se le caía la cara de vergüenza por una tontería de estas dimensiones al gran Feynman sino que, probablemente, pensaba que con ello había dicho una verdad de enfant terrible, abono excelente para arrojar a los epistemólogos fariseos fuera del gran templo de la Ciencia, que, desde luego, él regía y dirigía por supuesto casi en minoría de uno.

Paco, ustedes lo saben mejor que yo, no estaba hecho de esa materia engreída y bastante ridícula. Vuelvo al tema.

7. Más allá de las exageraciones, FFB reconocía que Steiner no era el único humanista grande del siglo XXI que estaba diciendo cosas así. ¿A qué vértice estaba señalando el autor de Albert Einstein. Ciencia y consciencia? Al siguiente. «Al afirmar que si no entendemos algo mejor el lenguaje de las ciencias no podremos ni siquiera entrar en los grandes debates públicos que se avecinan», Steiner estaba apuntando a un problema real de nuestro tiempo. Si se quería hacer algo en serio a favor de la resolución racional y razonada de algunos de los grandes asuntos socioculturales y ético-políticos controvertidos, en sociedades como las nuestras en las que el complejo tecno-científico había pasado a tener un peso primordial -un punto éste que desarrolló durante años en cursos y seminarios y especialmente en Ética y filosofía política. Asuntos públicos controvertidos-, no cabía duda de que los humanistas iban «a necesitar cultura científica para superar actitudes sólo reactivas, basadas exclusivamente en tradiciones literarias».

Había que añadir, como solían hacer algunos de los grandes científicos contemporáneos, también ellos desde las alturas de la edad, que tampoco había duda de que «los científicos y los tecnólogos necesitarán formación humanística (o sea, histórico-filosófica, metodológica, ética, deontológica) para superar el viejo cientifismo de raíz positivista que todavía tiende a considerar el progreso humano como una mera derivación del progreso científico-técnico». ¡Más madera, mucha más madera! ¡Más tecnología, mucha más tecnología! y de ahí, casi como en una milagrosa creatio ex nihilo, más justicia, más libertad real, más bienestar social, más igualdad y un mejor vivir. ¡Menudo cuento falsario, que diría su admirado León Felipe! A pesar de ello, en este alienante e indocumentado mantra seguimos estando o nos quiere seguir ubicando. Los ejemplos, ustedes lo saben muy bien, se agolpan a codazos en este saco incomensurable de la infamia.

Este es el motivo de fondo, concluía en este punto FFB, por el que en los últimos tiempos, y desde perspectivas diferentes, científicos sensibles y humanistas comprometidos estaban dando tanta importancia a la indagación de lo que podría ser una tercera cultura.

¿Qué estaba, por tanto, en el fondo de la preocupación de humanistas como Steiner (y como FFB)? Lo siguiente:

8. La mayoría de los asuntos públicos controvertidos en las sociedades actuales solían incluirse académicamente, recordaba FFB, bajo los rótulos de «ética práctica» y «filosofía política». Tal era el caso de las controversias sobre aborto y eutanasia, sobre los problemas derivados de la crisis medioambiental, sobre los avances de la ingeniería genética y el uso de algunas de las nuevas tecnologías o sobre los choques culturales, el racismo, la xenofobia y el multiculturalismo. También era el caso de algunos debates sobre el concepto de democracia y su adecuación a las democracias realmente existentes o sobre lo que debía entenderse por justicia social. Eran éstos, asuntos discutidos por igual -Paco era aquí muy pero que muy generoso- «en la calle y en los parlamentos, en los movimientos sociales y en los departamentos de filosofía moral y política de todas las universidades».

Las implicaciones éticas, jurídicas y políticas de estos asuntos controvertidos apuntaban hacia la necesidad de una filosofía pública o civil, en el sentido en que habían empleado estas expresiones Norberto Bobbio y Salvatore Veca. Este último, en un libro que llevaba por título Una filosofia pubblica -que yo, se lo confieso, no he leído- y que trataba fundamentalmente de asuntos socio-políticos, describía así su proyecto: «Mi idea es que hemos de hacer frente a genuinos problemas filosóficos y que éstos no pueden reducirse a problemas políticos, económicos, sociológicos, matemáticos, tecnológicos, eróticos o estéticos […] No creo que la filosofía y tampoco, por tanto, la filosofía publica, nos permita resolver problemas, al menos del modo en que esta resolución parece darse (para los no expertos) en otras actividades o profesiones intelectuales».

Sin embargo, proseguía el filósofo italiano, el argumento filosófico podía permitirnos dar alguna coherencia y un cierto orden a nuestra manera usual de discutir cuestiones que nos parecen importantes. Ello requería «pasión por y compromiso con la claridad, la distinción y la precisión en la identificación de lo que son nuestros dilemas, de lo que es problema precisamente para nosotros […] Con mayor razón, si eso es posible, una filosofía pública tendrá que atenerse a la claridad y a la distinción». No era necesario molestar al viejo Kant para reclamar el núcleo del proyecto ilustrado de la «publicidad» como un deber moral de la profesión (filosófica). Bastaba con tomarse en serio, en la formulación de los argumentos, «el punto de vista de cada cual o de cada uno». Esta última era sólo una condición necesaria, no suficiente, para una buena e interesante filosofía publica.

Sin descartar la permanencia y validez de otros enfoques filosóficos complementarios, a FFB le parecía que se podía decir que éste de la filosofía pública o civil era el enfoque que correspondía mayormente al filosofar de nuestro tiempo. Y que podía resultar productivo para abordar asuntos contemporáneos controvertidos siempre y cuando la defensa, justa, de la autonomía del filosofar respecto de otras formas de conocimiento «no se exagere hasta el punto de dar por definitivo el hiato existente entre ciencias y humanidades». Tanto más cuanta mayor fuera la atención que se prestara a aquellos asuntos controvertidos en el mundo contemporáneo que rebasaran los temas que habían sido habituales de la filosofía moral y política desde la Ilustración hasta las últimas décadas del siglo XX.

¿Qué tenía en la mente y en su alma FFB? Tal vez lo siguiente:

9. El hecho de que, por lo general, la referencia a la ética práctica hubiera surgido, en nuestras sociedades, como respuesta a una serie de problemas que las nuevas ciencias o el llamado complejo tecnocientífico habían creado a los seres humanos del presente conducía a veces a una visión unilateral de la dialéctica entre ciencia y ética. Es cierto que la bioética había venido cronológicamente después del desarrollo de la revolución biológica; que la ética de las ciencias de la salud había venido cronológicamente después del gran impulso logrado en las últimas décadas por la aplicación de los conocimientos científicos a las prácticas médicas, y así sucesivamente. De ahí que en los últimos tiempos, y como consecuencia del gran desarrollo alcanzado por algunas ciencias como la etología, la biología y la sociobiología, a los filósofos de la moral les hubieran salido competidores. E. O. Wilson, recordaba FFB, había escrito a este respecto: «Tanto los científicos como los humanistas deberían considerar la posibilidad de que ha llegado la hora de sacar por un tiempo la ética de manos de los filósofos y biologizarla».

Hacía ya varias décadas que, de hecho, Josep Ferrater Mora había contestado a esta pretensión aceptando en principio un enfoque naturalista en un contexto evolucionista. Su argumento: puesto que las teorías éticas son producciones culturales y las producciones culturales son elementos del continuo socio-cultural, y puesto que este continuo se halla a su vez insertado en un continuo biológico-social y en un continuo físico-biológico, parecía razonable, al tratar de la ética, tener en cuenta los factores biológicos, sociobiológicos o biosociales sin, desde luego, ningún espíritu Inquisidor reduccionista.

Sin embargo, matizaba FFB sin ninguna pretensión de oposición completa, la aceptación de este punto de partida no negaba -o no tenía por qué negar- el carácter autónomo de la reflexión ética o filosófico-moral. De hecho la reforzaba: implicaba, más bien, la necesidad de incorporar la cultura científica a la discusión ética, jurídica y política. Paco quería subrayar que, en su opinión, sin cultura científica, sin la máxima cultura científica de la que una o uno fuera capaz (los todos hegelianos, las totalidades orgánicas universales max-max, son inaccesibles para los humanes o, cuanto menos, para los seres humanos no hegelianos), no había posibilidad de intervención razonable en el debate público actual sobre la mayoría de las cuestiones que importaban a las comunidades. ¿Por qué? Porque la ciencia, en sentido amplio, es ya parte sustancial de nuestras vidas. Buena parte de las discusiones públicas, ético-políticas o ético-jurídicas, relevantes, suponían y requerían conocimiento, el máximo posible, el mayor que nuestras fuerzas fuera capaz de alcanzar, del estado de la cuestión de una o de varias ciencias naturales. FFB citaba las siguientes (la tarea, ciertamente, no se resuelve en un fin de semana ni siquiera incorporando algún puente): biología, genética, neurología, ecología, etología, física atómica, termodinámica y etc, ¡Además, por si faltar algo, el dichoso -iba a decir «bichoso»- etcétera!

FFB, que siempre valoró mucho la concreción en las reflexiones filosóficas y metafilosóficas, nos dio ejemplos significativos para afianzar esta última consideración. Les apunto brevemente uno de ellos.

10. Para orientarse en los debates sobre la actual crisis ecológica, sobre el uso que se hace de las energías disponibles y sobre la resolución de los problemas implicados en ese uso desde el punto de vista de lo que se suele llamar no siempre rigurosamente sostenibilidad, ayuda mucho, apuntaba FFB, la recta comprensión del sentido de los principios de la termodinámica, en particular de la idea de entropía, como mostraron hace ya años, entre otros autores, y desde perspectivas diferentes, Nicolás Georgescu-Roegen y Barry Commoner (y, entre nosotros, añado yo ahora, José Manuel Naredo, Antonio Turiel y Manuel Sacristán), todos ellos autores estudiados y comentados por el traductor de Valentino Gerratana, un marxista, el editor de los Quaderni, que Paco siempre admiró. Iba en serio.

No sólo era eso. Para entender la necesidad de una ética medioambiental no antropocéntrica («o al menos no-antropocéntrica en el limitado sentido de la ética tradicional») ayudaba mucho la recta comprensión de la teoría sintética de la evolución -y no sólo en su formulación darwiniana-, como había venido mostrando el paleontólogo S. J. Gould., autor que el que fuera también traductor de la Historia general de las ciencias transitó largamente a lo largo de los años y cuyas obras comento con detalle y proximidad.

Item más. Para diferenciar, con la necesaria corrección metodológica, entre diversidad biológica, defensa de la biodiversidad y aspiración a la igualdad social (un asunto, señalaba Paco, que había producido y seguía produciendo innumerables equívocos, escribió sobre él en diarios y revistas) ayudaba mucho la comprensión de la genética y de los resultados alcanzado por la biología molecular, como había puesto de manifiesto hace ya años Teodosius Dobzhansky, otro de sus autores de cabecera.

Hay más. Para empezar a combatir con argumentos racionales y documentados el racismo y la xenofobia que algunos veían implicados en los choques culturales del cambio de siglo y de milenio, el autor de La gran perturbación apuntaba que podía ayudar mucho el conocimiento de los descubrimientos relativamente recientes de la genética de poblaciones, como venía mostrando en las últimas décadas L. L. Cavalli Sforza, otro de sus pensadores de cabecera.

FFB, el incansable, no se paraba aquí. Para repensar lo que habitualmente se venía llamando «alma» y «conciencia», base de sensibilidad moral de los seres humanos y objeto durante mucho tiempo de la atención exclusiva de la religión y de la filosofía, ayudaban mucho las reflexiones del entonces recientemente fallecido Francis Crick (murió en 2004), sobre la estructura neuronal del cerebro. Es decir (cito a FFB, yo no conocía este hermoso paso), sobre aquello que Ramón y Cajal había llamado «las misteriosas mariposas del alma».

Ayudaba más aún si leíamos a Crick en paralelo -o comparando lo que él había escrito a este respecto- con las obras de Oliver Sacks, amante de la literatura y en particular del Borges de Funes el memorioso, apuntaba FFB. El, desde luego, los leyó en paralelo y con varios escritos complementarios. Aún más añadía: en general, para replantear el viejo problema filosófico de la relación mente-cuerpo que tantas metáforas había producido a lo largo de la historia de la humanidad, ayudaba al humanista, «más que cualquier otra cosa», el fascinante libro -son palabras suyas- del físico Roger Penrose, La nueva mente del emperador.

No se acababa aquí la tarea del filósofo, del científico, del moralista, del político en serio, del ciudadano o ciudadana que apostara por la tercera cultura, por la cultura ampliada y no demediada. Incluso para entender bien el por qué de la necesidad de una nueva ética de la responsabilidad, que apunta hacia nuestro compromiso con el futuro, y para actuar en consecuencia, ayudaba mucho, señalaba alguien que conoció muy bien la medicina hipocrática (hay mucho de ella en el libro que estoy comentando), el conocimiento preciso de los avances contemporáneos en el ámbito de las ciencias de la vida que fundamentan la medicina contemporánea. Lo había puesto de manifiesto en sus obras Hans Jonas, otra de las referencias del autor de Por una Universidad democrática.

La lista podría ser mucho más larga. ¡Válgame Dios!

Pero, ¿cuál era la moraleja que se podía inferir de los anteriores ejemplos? La siguiente: desconocer que la cultura científica es parte esencial de lo que llamamos cultura (en cualquier acepción seria y razonable de la palabra), despreciar la base naturalista y evolutiva de las ciencias contemporáneas, equivalía en última instancia, y en las condiciones actuales, a renunciar al sentido noble (griego, aristotélico) de la política, definida -esa era la noción que Paco siempre defendió, desde muy joven- como «participación activa de la ciudadanía en los asuntos de la polis socialmente organizada». Tener sentido común, o mejor dicho, hablando a la Gramsci, buen sentido, exigía o reclamaba ese esfuerzo de estudio e información.

11. Por otra parte -y convenía no olvidar esta otra parte, sostenía FFB- si se quería tener una noción clara y precisa de hasta dónde llegaba y podía llegar razonablemente la ayuda de las ciencias naturales en la resolución de problemas éticos-políticos contemporáneos también era evidente que los científicos necesitaban formación humanística. El punto era importante, nunca lo olvidó, aunque él solía hablar para humanistas. Y en esto, razonablemente, seguía siendo leninista (en el buen sentido del concepto que sin duda existe): no se puede decir lo mismo hablando del derecho de autodeterminación y del federalismo cuando uno interviene para y entre las gentes de la gran-nación que cuando uno escribe para la población de la pequeña-nación, aunque ésta esté inyectada en estos momentos de sueños neoliberales a la Padania en algunos de sus corazones y cabezas. Lo mismo respecto a nuestro tema.

La ciencia sin más no genera conciencia ético-política. Del conocimiento científico no se deriva directamente la conciencia ciudadana crítica. Las ciencias de la naturaleza y de la vida dicen poco acerca de las complicadas mediaciones por las que el ser humano pasa de la teoría en sentido propio a la decisión de actuar en favor de la conservación del medio ambiente, en favor de un modo de producir y de vivir ecológicamente fundamentado, del respeto a la diversidad, de la sostenibilidad ecológica, de la superación de la industria nuclear (con sus peligrosos y muy duraderos «residuos radiactivos», las denominadas «externalidades» de este proceso industrial de vanguardia tecnológica).

FFB señalaba que venía aquí a cuento -porque a partir de ella se podía empezar a generalizar sobre la complicada relación entre ciencia y conciencia, entre teoría y decisión (tema nada fácil sobre el que él mismo ha escrito una nota excelente: «Hechos y valores»)- una declaración autocrítica del genetista francés Albert Jacquard. Vale la pena:

«Gracias a la biología, yo, el genetista, creía ayudar a la gente a que viese las cosas más claramente, diciéndoles: Vosotros habláis de raza, pero ¿qué es eso en realidad? Y acto seguido les demostraba que el concepto de raza no se puede definir sin caer en arbitrariedades y ambigüedades […] En otras palabras: que el concepto de raza carece de fundamento y, consiguientemente, el racismo debe desaparecer. Hace unos años yo habría aceptado de buen grado que, una vez hecha esta afirmación, mi trabajo como científico y como ciudadano había concluido. Hoy no pienso así, pues aunque no haya razas la existencia del racismo es indudable».

FFB suscribía esa reflexión y, si me permiten, yo también que, salvando las infinitas distancias, durante años he pensando en términos similares a los que Jacquard critica. Otra de las numerosas cosas que Paco tuvo la paciencia de enseñarme a pesar de mi testarudez y racionalismo no temperado.

Lo dejo aquí si les parece aunque hay mucha, mucha más cera que cortar. Esta ha sido una aproximación muy parcial a lo mucho que el profesor y ciudadano FFB ha aportado en este ámbito.

12. Como resumen final, y al modo del Tractatus; podía servir estas notas:

1. Por grande que sea la simpatía que el humanista de hoy pueda experimentar por la actitud del filósofo, y por mucho que intuya el interés que clásicos como Tolstoi, Goethe o Pascal puedan tener para una diálogo futuro entre ciencias y humanidades, este mismo humanista, literato, filósofo o historiador, tendría que reconocer, apuntaba Paco, que no era nada fácil percibir «cómo se puede componer con ellos, y a partir de ellos, ya sea una tercera cultura superadora del hiato entre las «dos culturas», ya sea la cultura (en sentido propio y restringido) para el siglo XXI».

2. Afloraba en esa crítica uno de los defectos de la cultura literaria, filosófica o no, en su fase actual: «el carácter preferentemente alusivo de lo que se propone como alternativa», dando por supuesto que el lector o lectora «va a compartir inmediatamente lo que hay por debajo de nombres ilustres como, sin duda lo son, los cuatro mencionados».

3. Para hacer llegar con alguna precisión, ya no a la otra parte (a los científicos de la naturaleza y de la vida y a los técnicos), sino a la mayoría de los mortales, señalaba FFB, «la idea hacia la que se está queriendo apuntar con la alusión hay que explicar, explicarse». Por suerte también en este caso, añadía irónicamente, «en auxilio, al menos parcial, del filósofo vienen otros que no son del gremio».

4. Interesante en este sentido era la propuesta de recuperación del punto de vista goethiano en la consideración teórica de la ciencia, una recuperación a la que había dedicado no pocas páginas el historiador de la ciencia de la Universidad de Köln Ernst Peter Fischer, especialmente en su obra La otra cultura. Interesante recuperación por lo que tenía también de lección paradójica, útil para científicos y también para humanistas: «un autor, Goethe, poeta y científico, que como científico se equivocó grandemente en la crítica a la teoría newtoniana de la luz y los colores, sugiere, en cambio, una consideración de la ciencia, y en particular de la forma en que hay que exponer los resultados de la investigación científica, en la que las metáforas cuentan -como cuentan en otros ámbitos del conocimiento- que muchos científicos de hoy preferirían a la aproximación positivista o neopositivista».

5. Aún más interesantes eran las consideraciones sobre la relación ciencia-humanidades que el paleontólogo Stephen Jay Gould había hecho en su libro, póstumo, Érase una vez el zorro y el erizo, dialogando y discutiendo con lo que el sociobiólogo E. O Wilson había escrito en su obra Consilience.

5.1. La comparación de lo que habían escrito estos dos autores sobre la relación entre ciencias y humanidades en el mundo actual era ilustrativa y sumamente interesante para el tema de la tercera cultura. Se trataba de científicos que habían trabajado en ámbitos de investigación muy próximos, en la misma universidad, que tenían un aprecio parecido por Darwin y por la teoría de la evolución y que, sin embargo, contemplaban la superación del hiato entre las dos culturas de maneras muy diferentes, aunque usaran «para ello la idea común de la concepción consiliente del conocimiento».

6. El humanista de nuestra época no tenía por qué ser un científico en sentido estricto (ni seguramente podía serlo), pero tampoco tenía por qué ser necesariamente la contrafigura del científico natural o «el representante finisecular del espíritu del profeta Jeremías, siempre quejoso ante las potenciales implicaciones negativas de tal o cual descubrimiento científico o de tal o cual innovación tecno-científica». Si se limitaba a ser esa contrafigura, el literato, el filósofo, el intelectual tradicional (el humanista) tenía todas las de perder. Podía optar por callarse ante los descubrimientos científicos contemporáneos y abstenerse de intervenir en las polémicas públicas sobre las implicaciones de estos descubrimientos. Sólo que entonces, señalaba FFB, «dejará de ser un contemporáneo».

6.1. Se desembocaría con ello en una paradoja cada vez más frecuente: la del filósofo posmoderno contemporáneo de la pre-modernidad (europea u oriental). Consciente de ello, el humanista de nuestra época podría ser también un amigo de la ciencia, en sentido parecido a como lo eran, a veces, «los críticos literarios o artísticos, equilibrados y razonables, de los narradores, de los pintores y de los músicos». Eso exigía reciprocidad. «La manera de entender la reciprocidad entre lo que se viene llamando las dos culturas, es decir, entre la cultura literaria y la cultura científica, y la asunción compartida del ignoramos e ignoraremos, tal como fue formulada en su tiempo (1872) por el fisiólogo alemán Emil du Bois-Reymond», eran, en opinión de FFB, dos factores esenciales para perfilar el tipo de tercera cultura que se necesitaba al empezar el siglo XXI.

6.2. Habría que añadir a lo anterior, una idea de Gould: «el conocimiento científico no puede ir más allá de la antropología de la moral, no puede decir nada acerca sustantivo de la moralidad de la moral«.

6.3. Si se había hemos de aspirar en el siglo XXI a una tercera cultura, a otra cultura, y a una ciencia con conciencia, el éxito de esta aspiración no dependía ya tanto o sólo de la capacidad de propiciar el diálogo entre filósofos y científicos como de la habilidad y precisión de la comunicación científica a la hora de encontrar las metáforas adecuadas para hacer saber al público en general lo que la ciencia ha llegado a saber sobre el universo, la evolución, los genes, la mente humana o las relaciones sociales.

6.4. Lo anterior obligaba «a prestar atención no sólo a la captación de datos y a su elaboración, a la estructura de las teorías y a la lógica deductiva en la formulación de hipótesis, o sea, al método de investigación, sino también a la exposición de los resultados, a lo que los antiguos llamaban método de exposición«. Marx y algunos prólogos de El Capital están aquí muy presentes. «Si se concede importancia al método de exposición, a la forma de exponer los resultados científicos alcanzados -y parece que nos conviene hacerlo para religar ciencia y ciudadanía- entonces hay que volver la mirada hacia dos de los clásicos que vivieron cabalgando entre la ciencia propiamente dicha y las humanidades y que dieron además mucha importancia a la forma arquitectónica de la exposición de los resultados de la creación y de la investigación: Goethe y Marx».

6.5. Que el humanista o el estudiante de humanidades llegasen a ser amigos de las ciencias no dependía sólo y exclusivamente de la enseñanza universitaria reglada ni de los planes de estudio que acaben imponiéndose en ella. Contaban desde luego. «Pero tanto como los planes académicos y las reglamentaciones podría contar la elaboración de un proyecto moral con una noción de racionalidad compartida». El sapere aude de la Ilustración no era, al fin y al cabo, una mala idea. Sólo que tenía que complementarse con otra, «surgida de la reconsideración de la idea de progreso y de la autocrítica de la ciencia en el siglo XX, la del ignoramos e ignoraremos, que implica autocontención, conciencia de la limitación».

6.6. Si ignoramos e ignoraremos, lo razonable era pedir tiempo para pasar del saber al hacer, y atender, recordaba Paco, «al principio de precaución, que nos viene recordando Jorge Riechmann en su reflexión sobre las gentes razonables que no quieren viajar a Marte».

7. Por lo tanto, sobre lo que es urgente y necesario, lo mejor es hablar, comentar y dialogar. De este modo por ejemplo (cito a Paco): «atrévete a saber porque el saber científico, que es falible, provisional y casi siempre probabilista, cuando no sólo plausible, ayuda en las decisiones que conducen al hacer. Ayuda también a la intervención razonable de los humanistas en las controversias públicas del cambio de siglo. Aunque por lo general esta ayuda se produzca por vía negativa: indicándonos lo que no podemos hacer o lo que no nos conviene hacer. Como escribió Nicolás Maquiavelo: ‘Conocer los caminos que conducen al infierno para evitarlos«.

13. Todo tiene su fin, cantaban Los Módulos hace muchos años. También esta intervención para su fortuna. El segundo texto del que les hablaba al inicio de mi intervención es un chiste, un paso de Cumbres abismales que abre con la cita de Einstein La ilusión del método. Paco lo explicaba con mucha gracia. A mi no me sale ni la mitad de bien; mejor se lo leo:

«De ciencia que, en lo fundamental, proporcionaba ciertos consejos sencillos, la metodología se convirtió en una colección de obras críticas que lo que proporciona son refutaciones complicadas, fundamentalmente negativas, a las soluciones positivas de los problemas. Y cuando los especialistas en metodología dan consejos positivos no se puede evitar compararlos con los consejos de los alquimistas. Al igual que estos vendían gustosamente sus recetas para la obtención de oro sin ponerlas ellos mismos jamás en práctica, también los especialistas en metodología enseñan gustosamente a todos la forma de hacer descubrimientos científicos pero se las ingenian para no hacerlas ellos ni siquiera en su propio ámbito. Se cuenta al respecto la siguiente anécdota: si hay que determinar el sexo de un conejo, el científico caza el conejo y lo examina; el metodólogo lo mira por encima, si es blanco determina que es conejo, y si blanca, coneja».

Yo soy más bien soso. FFB lo sabía y cómo sabía también que me gustaban los chistes lógico-epistemológicos tipo «Pite-Repite», me lo contaba de cuando en cuando. Una de las últimas veces que me lo contó me vio un poco aturdido. Sin risas y casi sin sonrisa, pensativo. Qué te pasa Salva me preguntó, ya no te gusta. Sí, sí le dije, pero… Dime, venga, no te cortes, en qué piensas. Yo me cortaba, desde luego; a mi el autor de Conocer Lenin y su obra me imponía mucho. Paco, como ha dicho Jorge Riechmann, era mucho Paco.

Pero finamente, ¡me atreví! Le dije algo así como lo siguiente: yo no conozco a nadie, de hecho no he conocido a nadie hasta el momento, que toque o intente tocar tanta realidad como tú y, si no recuerdo mal, me sabe mal hacer referencia a estos paisajes del pasado, tú mismo has sido metodólogo, profesor de metodología de las ciencias sociales, y, además, ¡todo un señor Catedrático de Metodología en dos universidades (Barcelona y Valladolid) durante unos veinte años! ¡Nada menos! Y la verdad no te veo cayendo en falacias lingüístico-ónticas tan elementales.

Paco sonrió, con esa risa que tanto nos gustaba a todos. «Es pura dialéctica», me comentó. Añadió: «La vida, deberías saberlo, Goethe nos lo enseñó, no cabe totalmente en nuestras conjeturas por exquisitas y trabajadas que éstas sean».

Y también en esto, el maestro Paco tenía razón. ¿No les parece?

14. Si esto fuera una película, no lo ha sido, lo sé muy bien, habría que pensar en un final. No sería muy difícil.

Títulos de crédito: FFB, el maestro de estudiantes universitarios, ciudadanos y activistas, Paco FB, Paco, nuestro Paco. Después, pantalla negra, como en Dancer in the dark, un musical que le gustaba mucho, durante unos 10 segundos y tras ello, con letras rojas -tipo «Lucida Grande», tamaño 80 por ejemplo-, «Y el género humano, en la senda de tantos científicos y filósofos que FFB admiró y amó: Einstein, Rubel, Giulia Adinolfi, Kraus, Primo Levi, Manuel Sacristán, Javier Muguerza, Korsch, Paolo Rossi, Jorge Riechmann, Naredo, Óscar Carpintero, Gramsci, Simone Weil («de todos los personajes del siglo XX que he leído con pasión son [Gramsci y Weil] los que más me han impresionado», dijo al final de su vida), armados todos con esa cultura comprometida, con mayúsculas y minúsculas, que también Paco abonó y practicó, el género humano, decía, es o cuanto menos debería ser, la Internacional». ¿Estamos también de acuerdo en esto?

La música de este final internacionalista podría ser el «Everybody knows», el «Take this waltz» (Cohen le gustaba), alguna canción de Björk si me apuran o, desde luego, la Internacional. Suena así… ¡y es también tercera cultura, primerísima más bien!

Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría

Notas:

1 En un comentario sobre Huxley que puede verse entre su documentación de la UPF, FFB señalaba: «Estas dos acepciones de la palabra «atención» sirven de entrada para comprender lo que son dos concepciones del mundo y de la vida radicalmente distintas: simple llamada.. y atención profunda (karuna), casi religiosa, a los males y sufrimientos del otro, entre los que se encuentra Will Farnaby. La atención prestada a lo que es el mundo, a los que son los otros y, sobre todo, a lo que es uno mismo acabará identificándose en Pala con un tipo de comprensión simpatética de dimensiones místicas. Atención es, para Huxley, conciencia y fin de la aflicción, del sufrimiento físico y de la angustia moral. Esta atención profunda que impera en Pala recuerda el sentido en que empleaba la palabra Simone Weil en sus últimas obras, relacionándola con la comprensión de la desgracia».

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