Nadie que no sea un desalmado puede alegrarse de que doce payasos sufran prisión, aunque sus chistes hayan provocado una conmoción social y arrasado la convivencia
Los circos ya no son lo que eran; ahora parecen una mezcla de superproducciones cinematográficas y representaciones teatrales. Tuve una ocasión de ver en Montreal el «Cirque du Soleil» y me dejó tan frío como si se tratara de «Ben-Hur», carrera de carros incluida. Todo se hace ahora tan bonito que resulta insulso. Baste decir que la última decisión de la Alcaldía de Barcelona consiste en reducir el número de especies de su Zoo. De 300 pasarán a 11. Es decir que cerrarán el zoológico por falta de animalario. ¿Quién irá a contemplar animales infrecuentes cuando la ciudad aporta una rica variedad en fauna salvaje?
En otras palabras, que los circos se han transformado en vistosas vulgaridades. ¿Acaso abrir expediente a un mosso d’Esquadra por decirle a un manifestante «la república no existe, idiota» puede compararse a los viejos chistes de Tonetti? Aquellos eran para reír, estos son para llorar. Porque los circos ahora son tristes, como los zoológicos que se avecinan.
El proceso a los doce independentistas es el penúltimo número de un circo triste, donde los payasos entraron en la pista exultantes y a quienes la erosión va entristeciendo. Tanto número y tanta exaltación del público ansioso, que pide más espectáculo, acaban agotando. No hay nada despectivo en llamar payasos a quienes habían asumido el papel de profetas libertadores. También se podrían denominar «imanes» o «abades de convento», pero entraríamos en delicadas intromisiones en los sentimientos religiosos.
No es lo mismo vivirlo a que te lo cuenten. Cataluña ha superado una sublevación que no fue pacífica, sin llegar a ser armada, tan ilegal que una parte mayoritaria de la población la entendió como una amenaza a sus libertades. Se declaró una república independiente que duró ocho segundos, el tiempo suficiente para que los payasos se dieran cuenta de que aquello, que a ellos les parecía una fiesta, era la consumación de una rebelión, que se llevaba fraguando desde hacía años y que había llegado al punto de ebullición.
Me hace gracia escuchar a ilustres jurisconsultos que desde el sillón de su casa califican lo sucedido en Cataluña como una broma amparada en la libertad de expresión. Ni rebelión, ni sublevación, ni golpe de estado, sencillamente una «asonada», como las del siglo XIX pero sin otros batallones que la policía autonómica cómplice y aquel ejército desarmado que, en equívoca expresión de Manolo Vázquez Montalbán, estaba constituido por un equipo de fútbol -que por cierto opina más e influye más que el desahuciado Parlament de Cataluña-.
La violencia es un instrumento político que se usa cuando se necesita, tanto para defender la democracia como para acabar con ella. Por fortuna no fue necesario llegar a tanto, pero quedaron las secuelas. No son precisamente las que exhibirán en el circo mediático en el que se ha convertido el juicio en el Tribunal Supremo, sino el enquistamiento de los rencores, la imposición de la censura, ¡nadie habla de la represión mediática que institucionalizó la Generalitat y los fondos para reptiles sin zoológicos! , ni del destierro profesional. Todo eso que te puede convertir en un «no ser» social. Existes, pero en igual medida que el paisaje urbano. Somos, algunos, como esas especies que la alcaldesa de Barcelona ha ido retirando del zoológico.
El desprecio que manifiesta la izquierda española -tanto la moderada como la que se disfraza, cuando toca, de radical- hacia la parte silenciada de Cataluña tendrá consecuencias. Me refiero a la que no sale con banderas ni tiene himnos y a la que los símbolos les importan lo mismo que esa nueva fe en el fútbol, que siempre creímos que era el sucedáneo de disconformidad que concedía el franquismo. Hay una generación española voluntariamente huérfana, por exclusión. La que está hasta los huevos del discurso castrador y de las revoluciones del lenguaje, porque cambiar las expresiones no significa cambiar las ideas sino ayudar a reprimirlas. ¡Benditos idiotas que besan a los cerdos, una transformación de los sentidos que me produce más rechazo aún que los chavales que en los pueblos de mi época se follaban a las gallinas! Ahora los detendrían por violadores.
El empacho de mala literatura es la que convierte los discursos en relatos, por eso los circos de profesionales de la cosa pública abarrotan los espacios. Nadie que no sea un desalmado puede alegrarse de que doce payasos sufran prisión, ni largas penas, aunque sus chistes hayan provocado una conmoción social y tengan un costo en el que peligra la convivencia que ellos arrasaron. No salieron a la pista para proclamar más democracia sino más poder. Eran y son una minoría que amenazó con suplantar un sistema corrupto por otro más corrupto aún. Se propusieron echarnos de nuestros trabajos, hacernos invisibles, como exiliados en tu propio país. Y a fe que lo consiguieron.
Ahora llega la hora del diálogo, dicen. Hasta este momento era una palabra fuera de la esfera de la política catalana: o con ellos o contra ellos, no había lugar para la disidencia. Con la mediocridad de los iguales llegamos a la república de los ocho segundos. La charlatanería de la superioridad, de la fantasmagórica democracia «más antigua de Europa», según enunció Josep Fontana, ínclito y cínico maestro de generaciones de historiadores, la que ahora se exhibe en la pista del Supremo. Va para diez años que clamé por que se fletaran barcos de psicoanalistas argentinos para que trataran a la sociedad catalana que demanda tratamiento. Ya llegan tarde.
Han jodido la convivencia urbana y hasta la ciudadana, cambiaron el metabolismo de los partidos como si se tratara de un forúnculo en el culo, inocuo pero molesto. La izquierda institucional ha perdido los papeles y hasta hipotecado su patrimonio. La que fue ensoñadora aspiración de una república, siempre frustrada, ha sido hollada por unos pijos asentados, funcionarios públicos en su mayoría.
No resulta gratificante la sociedad que dejamos nosotros, junto al barrizal en el que la han metido quienes nos siguieron, pero nunca creímos que llegaríamos tan lejos, o que caeríamos tan bajo, según se mire. Convertir en un circo lo que no es otra cosa que un duelo, -duelo de dolor, se entiende-, no es el mejor modo de afrontar lo que se nos viene encima.
Pasaremos de la payasada irresponsable y del fúnebre duelo, largo de tres meses, a una nueva pantalla, que dicen los modernos. A partir de hoy toca prepararse para la feria de las vanidades y las mentiras. Elecciones inminentes, en la seguridad de que perderán todos, menos los abstencionistas, que ya salen derrotados.
Fuente: https://www.vozpopuli.com/opinion/circo-duelo_0_1218779328.html