Resulta espectacular el cisco que se ha montado a raíz de la aparición del libro Educación para la ciudadanía, democracia, capitalismo y Estado de Derecho, de Carlos y Pedro Fernández Liria y Luis Alegre, publicado por Akal (grupo editorial con el que yo también colaboro, dicho sea de paso). Lo más llamativo es que la […]
Resulta espectacular el cisco que se ha montado a raíz de la aparición del libro Educación para la ciudadanía, democracia, capitalismo y Estado de Derecho, de Carlos y Pedro Fernández Liria y Luis Alegre, publicado por Akal (grupo editorial con el que yo también colaboro, dicho sea de paso).
Lo más llamativo es que la escandalera se ha construido sobre la base de un embrollo que tiene todo el aspecto de ser deliberado: se ha hablado y escrito sin parar sobre ese libro como si fuera un manual que hubiera de servir para impartir clases de Educación para la Ciudadanía, cuando lo cierto es que se trata de un trabajo destinado precisamente a poner en solfa -eso sí, desde la izquierda- el planteamiento oficial de la nueva y controvertida disciplina.
Pretender, como han hecho muchos, que el libro en cuestión refleja «los verdaderos objetivos» que persigue el Gobierno de Rodríguez Zapatero con la implantación de esta asignatura resulta disparatado por partida doble. Es tan injusto con Zapatero, al que atribuyen unas intenciones subversivas de las que el hombre carece por completo, como con los autores, a los que presuponen una devoción gubernamental que les pilla en las antípodas.
El debatido libro tiene un eje que cualquiera que se tome el trabajo de leerlo sin prejuicios comprobará que es de una obviedad palmaria: cuestiona que quepa analizar nuestra realidad social haciendo abstracción de las consecuencias, en tantos sentidos desdichadas, que nos acarrea el predominio del sistema capitalista. A partir de esa consideración, expone las bases de lo que, a juicio de los autores, debería ser una educación ciudadana crítica con el orden social imperante. Nada que ver con los rollos melifluos e inocuos, atiborrados de apelaciones abstractas a lo políticamente correcto, a los que apunta el plan educativo oficial.
«¡Es un libro marxista!», me escribe un lector iracundo. ¿Sí? Pongamos que lo fuera. ¿Y qué? ¿Está prohibido ser marxista? «Sólo sé que no soy marxista», llegó a escribir el propio Marx en un momento de cabreo. En todo caso, ¿qué clase de descalificación es ésa? ¿Es lícito escribir libros tomistas, neoliberales y hasta favorables a Bush, pero no marxistas? Quien no esté de acuerdo con sus argumentos -que los tiene a raudales- que los discuta. Pero sin falsificarlos. Y sin atribuir a los autores complicidades políticas inventadas.
Estamos ante un ejemplo (otro) de cómo se fabrican escandaleras mediáticas en la España de hoy, tan propicia a resucitar el Santo Oficio a la primera de cambio: primero se dice que el contrario ha dicho lo que no ha dicho y luego se le condena sin apelación posible por haber dicho lo que no ha dicho.
A decir verdad: yo, con que no se practicara tan masivamente la mala educación en la ciudadanía, casi que me conformaba.
—oOo—
Un rollo sobre escrúpulos deontológicos
El texto precedente es copia literal del que conforma la columna que hoy me publica El Mundo.
Se trata de una toma de postura que he retrasado más de lo que me habría gustado.
Eso se ha debido a dos razones.
La primera y principal es que soy director de una colección de libros, Foca Ediciones, que pertenece al grupo Akal, editor del libro. Temía que algún listo respondiera a mi defensa de la obra de Alegre y los Fernández Liria acusándome de reivindicar ese libro por intereses personales inconfesables.
En términos generales, como planteamiento previo, no me gusta escribir a favor de ninguna empresa que me pague, porque el lector puede sospechar que lo hago en plan lameculos, aunque la realidad sea otra. Fue por ello por lo que en su día no publiqué en El Mundo ninguna columna defendiendo a Pedro J. Ramírez en relación al asunto de aquel malhadado vídeo en el que aparecía manteniendo relaciones sexuales con una señora. De haberse tratado de alguien con quien no tuviera ningún tipo de relación de dependencia económica, habría escrito muy gustosamente lo que pensaba, que es lo que sigo pensando: que las relaciones sexuales libremente consentidas entre dos o más personas adultas constituyen un asunto privado que sólo a ellas compete. Pero como el atacado era mi jefe, preferí guardar silencio.
Este caso no es igual, ni mucho menos, sobre todo porque el escrúpulo moral que acabo de describir se veía neutralizado por otro del mismo género pero de sentido contrario: no responder a los injustos ataques que está recibiendo el libro que nos ocupa también podía malinterpretarse, porque una parte de esos ataques han procedido de El Mundo. Alguien podría decir que me callaba para no indisponerme con un periódico del que cobro bastante más que de Ediciones Akal.
Al final, y tras dar no pocas vueltas al asunto, la solución que he adoptado ha sido, como puede verse en el primer párrafo de la columna, confesar abiertamente mi condición de colaborador del grupo Akal. Para que, si alguien pretende que actúo por interés, al menos no pueda decir que se trata de un interés inconfesable. Bien confeso está.
La otra razón, ésta mucho menor, que me movía a no escribir sobre el asunto es que nunca he sido partidario de que los columnistas -en particular los del mismo periódico- polemicen entre sí. Y se trataba de responder a un conjunto de infamias, algunas de las cuales aparecieron en El Mundo en forma de columna firmada. Sin embargo, ese criterio, que convertí en norma cuando fui jefe de Opinión del diario en cuestión, me obliga ya mucho menos, si es que no nada, entre otras cosas porque yo mismo he sido ya víctima de ataques directos firmados por columnistas de El Mundo. Si la norma ha perdido vigencia para los demás, tampoco me obliga a mí.
De todos modos, he optado finalmente por no citar el nombre de nadie, para no convertir el debate en una pelea de patio de colegio -uno también debe cuidarse de elegir la categoría de sus enemigos-, y me he centrado en los hechos, que es lo que importa.
En fin, esto es todo. Si el rollo no os ha interesado, lo siento. Me ha parecido que podía tener algún interés exponer algunos escrúpulos deontológicos de los que puede sentir un periodista que todavía tiene escrúpulos deontológicos.