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Poesía

Ciudades secretas, ciudades vividas

Fuentes: La Palabra Itinerante - Cádiz Rebelde

En el libro Sevilla 24 artistas / 24 poetas, editado recientemente por César Sastre, diversos autores contemporáneos vinculados a esta ciudad ofrecen sus visiones de la misma. Son poemas e imágenes que intentan rozar, decir, el corazón secreto de la ciudad. Hay lugares en los que estuvimos vivos, en los que comprendimos profundamente la vida […]

En el libro Sevilla 24 artistas / 24 poetas, editado recientemente por César Sastre, diversos autores contemporáneos vinculados a esta ciudad ofrecen sus visiones de la misma. Son poemas e imágenes que intentan rozar, decir, el corazón secreto de la ciudad.

Hay lugares en los que estuvimos vivos, en los que comprendimos profundamente la vida y deseamos no morir jamás. Estos espacios, unidos entre sí por hilos invisibles, componen en nuestra memoria un decisivo mapa de intensidades y revelaciones.

De pronto sucede que un sitio es realmente sentido, vivido, apropiado por los cuerpos; de pronto una calle -o una esquina, o un descampado- se hace presente, se muestra AHÍ, para nosotros, con nosotros, en nosotros, como si esa fuera su vocación, su razón de ser; de pronto, en una plaza -o en un puente, o en un cuarto compartido- nos encontramos habitando una ciudad secreta.

Hay ciudades secretas dentro de cada ciudad. Las ciudades secretas están construidas por instantes de tiempo encendido, por fugacidades luminosas. Son, pues, fugitivas, y muy difíciles de fotografiar, pero todos las hemos sentido alguna vez: ciertas y misteriosas, alucinadas y poderosamente intensas.

Tratar de nombrar estas ciudades secretas ha sido una tarea no poco frecuente de las búsquedas poéticas. Los creadores han jugado a ser amantes, niños y locos para poder ver, y contar, y cantar, la ciudad transparente y escondida que se oculta, a la espera de aquellos que quieran inventarla, en la piel de cada ciudad.

Veamos tres ejemplos de lo dicho, dejemos que algunos poetas nos cuenten de sus ciudades secretas: «mi ciudad donde tu cuerpo / mi ciudad donde tu alma / y juntos y bebiendo / los refrescos de la niebla» (Luis Hernández); «es la tierra de la felicidad perdida / con nitidez la veo brillar / caminos perdidos por donde anduve / y que no volveré a hollar» (A. E. Housman); o estos versos de Nâzim Hikmet, fechados en una tarde de julio de 1959, que narran probablemente la aparición de una ciudad secreta dentro de una ciudad cualquiera: «entre mis brazos estáis desnudas / la ciudad, la tarde y tú / vuestra claridad ilumina mi rostro / y también el olor de vuestros cabellos», en un poema que prosigue expresando las dificultades para distinguir en ese instante que se pronuncia, pleno de revelación, otra cosa que no sea la comunión de todo lo vivo, que por ser vivo es hermoso: «¿De quién son estos latidos / que baten bom bom y se confunden con nuestra respiración? / ¿tuyos? ¿de la ciudad? ¿de la tarde? / ¿o tal vez son míos? / ¿dónde termina la tarde dónde comienza la ciudad / dónde termina la ciudad dónde comienzas tú / dónde termino yo dónde comienzo?».

Les propongo un juego, quizás útil a la hora de intentar rescatar de la memoria algunas escenas de ciudades secretas. ¿Les apetece? Bien, entonces: ¿qué les parece si buscan en su recuerdo una ciudad en la que hayan estado, y a continuación expresan la primera imagen que se les asome por la mente que puedan reconocer como un espacio y un tiempo habitado con intensidad? Intenten seguir el juego con nuevas asociaciones, prueben a buscar imágenes para nuevas ciudades. ¿Notan cómo les va naciendo de repente de la boca un tiempo aparte: extraño y a la vez conocido? A lo mejor usted pensó en Venecia, pongamos, y no le vinieron a la conciencia paisajes fotografiados ni lugares traídos en una postal, sino, por ejemplo: una mujer que se perdía en la multitud, o una canción milagrosa que alguien cantaba en un puente, o alguien con el alma en los ojos, o un jardín silencioso y solitario. Quizás usted mismo se ha sorprendido de las escenas que salva y resucita su memoria. Tal vez nos hayamos acercado así a nombrar el fulgor de una ciudad secreta.

Como grietas abiertas en los muros de la realidad, como puertas o trampillas a otros mundos, hay en cada lugar del orbe accesos a esa otra ciudad secreta que coexiste silenciosa con el escenario habitual de nuestros días, convaleciente de norma y funcionalidad. Si uno anda despierto, atento (o muy al contrario, descuidado y dejándose hacer por los juegos del perderse y entregarse a la sorpresa, a lo que no se sabe) puede ver en las calles que transita un repentino horizonte, una frágil arquitectura, la que construye el corazón cuando enferma de deseo y de inocencia. ¿Qué une esta esquina con aquel beso, y todos aquellos otros que fueron también el primero? ¿Por qué siempre el tacto inerme de ese escaparate nos sitúa en la derrota de un amor, en una despedida, en una tarde absurda de lluvia y pérdida? ¿Por qué seguimos nombrando este rincón de la ciudad con un nombre íntimo, cómplice, invencible? ¿Por qué nuestros ojos no pueden dejar de ver en ese solar la casa con ropa tendida en la que comenzábamos a deletrear el mundo? En esta ciudad secreta no manda nadie, no hay dueño que dicte el baile de los pies ni de las huellas que se confunden y se pierden ¿Qué cable tenso e invisible, qué imposible electricidad enlaza, anuda, unos pasos con otros pasos, y estos pasos con otros, así hasta trazar una cartografía ebria y celebratoria? ¿Qué asombroso trayecto, qué febril travesía, conduce los cuerpos a la noche de su encuentro? «Cuartos a la deriva / entre ciudades que se van a pique, / cuartos y calles, nombres como heridas» (Octavio Paz).

Les lanzo, si me lo permiten, una conjetura: ¿no podría ser acaso que el tiempo verdadero, la vida en fin, fuera lo que se desencadena únicamente en las ciudades secretas? «Todo esto ocurrió / en la verdad del tiempo / en la verdad de la carne» (Leonard Cohen). ¿No sucedería entonces que en el otro tiempo, en la otra ciudad, el discurrir fuera poco más que antesala, o víspera, o envoltorio, o disfraz, o simulacro? «Ahora, en esta calle que creo pisar, / me resulta difícil verte / con nitidez» (José María Gómez Valero). Asumiendo esta hipótesis, ¿no podríamos afirmar que nuestra vida se dirime en el combate continuo entre la pasión y el decorado, entre la ocasión -la oportunidad- y el vacío, entre lo que palpita, y es capaz de llevarnos a lo vivo, y lo que duerme, mudo? Como dijo una vez Bob Dylan: «Quien no está ocupado en nacer / está ocupado en morir».

Esto cuentan tantos y tantos versos que indagaron en la textura del mundo: nos aguardan a todos -están AHÍ- ciudades secretas. Esperan nuestros ojos abiertos, nuestros pasos a la deriva, nuestra presencia: un estar en la tierra en actitud no rutinaria, no cumplimentadora, sino en estado de atención, de vigilia: «mira, mira, MIRA» (R. M. Rilke), «mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos» (Alejandra Pizarnik).

Son esquivas las ciudades secretas. Las descubrimos en situación de búsqueda ( o bien dejándonos llevar por el azar, abandonándonos) y las vivimos apenas furtivamente. Luego huyen, y sólo perduran en la memoria donde son un tesoro irreducible, un abrigo para el frío de vivir, signos extraños que el prodigio, la pena o el delirio nos cedieron para siempre. Nos dice el poeta Ángel González: «Todo son breves gestos, invisibles / para los ojos habituales. / Y de pronto, no estás. Adiós, amor, adiós. / Ya te marchaste. / Nada queda de ti. La ciudad gira: / molino en el que todo se deshace». Acaso un buen poema, una canción, una certera imagen, no sean más que una posibilidad para hallar, en medio de cualquier parte, esa ciudad dentro de la ciudad, esa comunidad lúcida y hospitalaria, ese territorio compartido y fértil.

En una calle cualquiera, pues, puede esperarnos el hallazgo, el advenimiento de una ciudad secreta. Habrá entonces que estar atentos, propicios al asombro.