Hace poco más de un mes una bomba de ETA mató a Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio, dos inmigrantes ecuatorianos que, ni por nacionalidad ni por voto, tenían la más mínima relación con el conflicto en Euskal Herria. Pocas veces habrá habido dos víctimas más inocentes y un número mayor de personas implicadas […]
Hace poco más de un mes una bomba de ETA mató a Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio, dos inmigrantes ecuatorianos que, ni por nacionalidad ni por voto, tenían la más mínima relación con el conflicto en Euskal Herria. Pocas veces habrá habido dos víctimas más inocentes y un número mayor de personas implicadas en su muerte. Porque, nos guste o no, la inocencia absoluta de Carlos Alonso y Diego Armando ilumina la responsabilidad relativa, en mayor o menor grado, de todos y cada uno de los españoles y los vascos. Carlos y Diego murieron aplastados bajo los escombros -por así decirlo- de la ruina moral, política y democrática de la sociedad en su conjunto. La ventaja de que ETA ponga bombas es que nos hace sentir, por contraste, pacíficos y puros y nos permite aislar en una acción terrible, cerrada al vacío, conexiones que preferimos ignorar y que acusan a todos los ciudadanos y a todos los partidos. En este caso, la inocencia incómoda de Carlos y Diego nos pone las cosas difíciles; son hasta tal punto los únicos inocentes en este asunto que nadie ha sabido muy bien qué hacer con ellos, cómo utilizarlos o desactivarlos. Desde los cómplices del genocidio estructural del Estrecho, donde han muerto 7.000 inmigrantes en el año 2006, hasta los responsables directos del atentado de Barajas, no ha habido nadie que no se haya identificado con las víctimas: «Todos somos Carlos Alonso y Diego Armando». Si realmente queremos paz y democracia, tenemos que empezar por dar la vuelta con naturalidad a esa frase: «Todos hemos matado a Carlos Alonso y Diego Armando».
¿Quiénes somos todos? ¿Quienes hemos ayudado a ETA desde España? ¿Quiénes hemos consentido que ETA matase a Carlos y Diego y qué consecuencias se derivan de nuestra cooperación?
En primer lugar, tenemos al Gobierno del PSOE. Zapatero cree en la magia y yo no. Cree, por ejemplo, que contra la violación del derecho internacional, la ocupación y destrucción de Iraq y Palestina, la intervención en Afganistán, el linchamiento del Líbano o las dictaduras pro-estadounidenses del mundo árabo-musulmán, es mejor invocar la «alianza de civilizaciones» que introducir un poco de justicia. Del mismo modo, cree que para solucionar el conflicto vasco basta con anunciar en voz alta la apertura de negociaciones y cerrarlas en el acto mismo de anunciarlas. No nos engañemos: cuando un Estado y una organización armada negocian es porque han negociado ya. Cuando un Estado negocia con una organización armada es para que se desarme; cuando un Estado negocia con una organización armada es, sobre todo, porque está armada. La magia permite a menudo ganar elecciones si los votantes son como niños, pero cuando se confía sólo en ella para desarmar al enemigo con el que se ha aceptado sentarse a una mesa, cabe siempre temer que una acción imperdonable nos devuelva brutalmente a la realidad. Zapatero puso una piedra y ETA puso una bomba. No justifico la bomba, pero exijo que Zapatero retire la piedra.
En segundo lugar tenemos a la derecha radical del PP, en favor de la cual hay que decir al menos que se han tomado mucho más en serio el sabotaje de las negociaciones que sus partidarios españoles su defensa: han movilizado y movilizan a sus votantes, sus medios de comunicación y sus peones institucionales manteniendo al PSOE a la defensiva, hasta el punto que Zapatero no ha hecho otra cosa que demostrar ininterrumpidamente que no estaba haciendo nada. Inductor complacido del atentado de Barajas, las futuras oportunidades para la paz pasan por aislar al PP y a su entorno a través de la acción combinada de los partidos democráticos, la movilización ciudadana y la labor educativa de unos medios de comunicación libres e independientes. El PP quería la bomba y ETA se la concedió. Si una paz democrática debe conducir necesariamente a la desaparición de ETA, una paz democrática sólo es posible con la desaparición del PP, como representante de una España loca que quiere ser España aunque para ello tenga que sacrificar las libertades, el derecho e incluso a sus habitantes.
En tercer lugar, tenemos a la ciudadanía española y muy particularmente a la izquierda del Estado. Nos hemos acostumbrado a aceptar que el Estado de Derecho tenga sus burbujas y sus zonas de excepción, sin comprender que, de la misma manera que no se puede estar un poco embarazado o un poco muerto, no se puede consentir un poco de dictadura en el País Vasco sin quedar todos, en Salamanca, en Córdoba y en Madrid, potencialmente desprotegidos. Hubo un GAL militar que trató de acabar con ETA al margen de la ley y hay un GAL judicial que pretende acabar legalmente con ETA al margen del derecho. Los salmantinos, los cordobeses y los madrileños deberíamos estar preocupados. Es muy grave que una organización ilegal mate a dos inocentes absolutos; pero es más grave aún que la ley misma mate -o condene irregularmente- a un solo presunto culpable, porque está matando así la forma misma del Derecho, sin el cual ningún ciudadano, por muy inocente que se crea, está realmente protegido. Hay que decir la verdad: la sociedad española tiene muchas más y mejores defensas frente a ETA que frente a sus gobernantes, sus políticos, sus jueces y sus periodistas. La responsabilidad de la izquierda española en este terreno es muy grande. Los mismos que nos indignamos ante la Patriot Act o la Ley de Comisiones Militares, ante la legalización de la tortura en EEUU o ante la ejecución desnudamente legal de Sadam Hussein en Iraq, aceptamos con naturalidad nuestra propia «guerra contra el terrorismo» en Euskal Herria y callamos ante el secuestro revanchista de Iñaki de Juana -al que se intenta mantener un poco muerto y un poco vivo para alegría de Rajoy-, ante las escandalosas irregularidades del sumario 18/98 o ante la sentencia del Supremo que convierte a Jarrai, Haika y Segi en «organizaciones terroristas» (por no hablar de actuaciones judiciales anteriores al atentado del 30 de diciembre). Ningún atentado de ETA puede ya justificarse, pero ningún atentado de ETA puede justificar nuestro silencio ante estas tropelías, con independencia de lo que pensemos de los afectados. La defensa del Derecho exige que nos pongamos interesadamente en el pellejo -porque es el nuestro – de todos los hombres, incluso de los que menos nos gustan o más reprobamos, cuando están indefensos a merced de la ley. Por eso, igual que debemos decir, en el País Vasco y en España, «todos hemos matado a Carlos y Diego» e indemnizarlos con la solución negociada que reclama a gritos su inocencia absoluta, debemos decir igualmente, por imperativo moral y democrático, «todos somos Iñaki de Juana» y combatir este poco de dictadura que amenaza la paz y las libertades de los vascos y de los españoles. Como ciudadano de izquierdas del Estado español, defiendo el derecho a la autodeterminación de los vascos como si Euskal Herria estuviera en Medio Oriente o en Rusia y no junto a los Pirineos, por decencia democrática y respeto al derecho internacional. Pero como ciudadano de izquierdas del Estado español, me preocupa que mis compañeros de lucha, porque Euskal Herria está junto a los Pirineos, se escandalicen más por el ahorcamiento de un dictador en Iraq que por la denegación de la libertad a Iñaki de Juana, sin comprender precisamente que, porque Euskal Herria está junto a los Pirineos, nuestro destino democrático está indisolublemente asociado al suyo.
No perderé un minuto señalando la responsabilidad de ETA y de las fuerzas que la apoyan o se resignan a ella. He expresado en muchas ocasiones mi posición y demasiadas voces en estos días, interesadas o no, se han escandalizado en mi nombre, con el propósito o con el riesgo de obscurecer el contexto. Estoy cada vez más convencido de que «sin ETA lucharíamos mejor», pero no se puede ocultar que el Gobierno que dice querer negociar no deja de mandar a los vascos el mensaje contrario y la izquierda del resto del Estado no deja de guardar un cómplice silencio frente a ese mensaje. ETA puede querer negociar en serio o preferir una dictadura, pero la bomba de ETA (dramática y demencial demostración, a mi juicio, de que quiere negociar) no debería hacernos olvidar ni el derecho de los vascos a decidir su futuro ni el deber de la izquierda de denunciar toda violación, por muy legal que se quiera, del derecho y la democracia allí donde se produzca, en EEUU, en Turquía y, aunque sea más incómodo y arriesgado, también en Euskal Herria.