Ciertas mañanas pareciéramos amanecer ante el colapso de una esfera pública que, en vez de controlar a nuestros representantes, los blinda para que sus intereses privados medren a costa del nuestro: el interés (del) público. Inmunes a la presión popular, los actos y palabras de quienes nos gobiernan les resultan impunes, tras quitarse de en […]
Ciertas mañanas pareciéramos amanecer ante el colapso de una esfera pública que, en vez de controlar a nuestros representantes, los blinda para que sus intereses privados medren a costa del nuestro: el interés (del) público. Inmunes a la presión popular, los actos y palabras de quienes nos gobiernan les resultan impunes, tras quitarse de en medio el contrapoder que los sujetaba. Ocurrió en los tres días previos a las elecciones de 2004. Y si decapitan a Garzón (por sus licencias al procesar al franquismo; no en otras causas) esta «democracia clerical» enseñará de nuevo sus vergüenzas. Si le inhabilitan para impedirle investigar las corruptelas del PP, sus líderes se cubrirán, si cabe, de más oprobio. El funeral de Estado de las víctimas del 11-M sirvió de excusa para un pelotazo de la Gürtel. Mayakovski les escupiría: «tenéis suerte, sobre los muertos no cae vuestra vergüenza». Les traen al pairo, sean los muertos del yihadismo o de la dictadura.
Talibanes y mojigatos achicaron en marzo de 2004 nuestra esfera pública hasta sofocarla. Seis años después sólo el 11-M ha sido recordado por una prensa necrofílica y una clase política aún empeñada en rentabilizar electoralmente a las víctimas. Todo ello coincidiendo con otro intento más de reducir la esfera pública a la nada. Por eso necesitamos, más que nunca, recordar que aquel colapso preelectoral fue sorteado por la desobediencia civil de la ciudadanía, que se auto-convocó con móviles e Internet en la jornada de reflexión. Ya que M. Castells califica aquel 13-M como «expresión de contrapoder» en su último libro (Comunicación y poder), finalmente podríamos admitir que también confirió legitimidad a aquellos resultados electorales. Y, dando un paso más, a lo mejor hasta nos atrevemos a sopesar los costes de no haber regenerado la esfera pública. Eso pedían quienes el 12 de marzo preguntaron «¿Quién ha sido?» y al día siguiente exigieron «Saber la verdad, antes de votar».
Al no haber consensuado todavía una respuesta, germina la semilla más negra de la berlusconización: la degradación electoral, mediática y judicial en favor de los corruptos. Quien desee revisar el trabajo académico que apoya estos juicios puede consultar el libro 13-M Multitudes online, disponible en la Red desde hace cinco años. Los infundios de que el PSOE había organizado las manifestaciones del 13-M iniciaron la teoría de la conspiración: los atentados del 11 de marzo habían sido obra de ETA y/o Al Qaeda y/o el PSOE y/o Marruecos y/o Francia y/o… Una red de medios aliados y cargos del PP voceó y se lucró con estas tesis durante la primera legislatura de Zapatero. Seis años después renuevan tramas y objetivos. Aterra pensar a dónde, contra quién más, pueden llegar, una vez que se hayan quitado de en medio a Garzón. Y el miedo ha sido siempre su mejor munición. La degradación democrática no es inventariable; pero los dichos y hechos de quienes se arrogan representarnos están exentos del contraste con la realidad. Lo saben. Y nos instalan en una suerte de pseudocracia o gobierno de la mentira (en griego: ψευδής).
El sistema político-informativo vigente en 2004 colapsó porque no nos ayudó a votar. Después, sus gestores obviaron o criminalizaron el 13-M. No exigieron rendición de cuentas, purga o reemplazo de las elites. No dimitió ni fue cesado ningún cargo político ni policial. Los talibanes de la conspiración entorpecieron a los jueces: su «periodismo de investigación» no aportó un solo acusado, sólo cuestionó las pruebas contra los condenados. Y la prensa mojigata fue a remolque; desmintiendo la patraña y, de paso, avalando su entidad. Ambos bandos sobredimensionaron a ETA, erosionando al Gobierno en la negociación. Apelando a las víctimas (pero desentendiéndose de ellas y de identificar a sus verdugos) las instrumentalizaron comercial y electoralmente. Identificándose con ellas las dejaron indefensas. Se había cometido la mayor dejación de responsabilidades cuando todo el arco mediático-parlamentario, al unísono, convocó la manifestación oficial del 12-M: una imprudencia temeraria, al día siguiente de un atentado de masas que, con los asesinos aún sueltos, no se repitió. Era, de hecho, un acto electoral en toda regla. Hagamos memoria. Tranquilidad. No es «histórica», apenas «reciente».
El PP había impuesto la agenda preelectoral. Monopolizó la voz de las víctimas del terrorismo y la lucha contra ETA. Criminalizó a la oposición, acusando al Tripartito catalán de connivencia con ETA. Acusó a Carod Rovira de negociar para que no atentase en Cataluña y a Zapatero, de buscar el poder a toda costa. Sin estos precedentes, Aznar no habría acallado los recelos que su (implícita, pero clara) imputación a ETA despertó entre los opositores más acérrimos. Estos se le adelantaron condenando a ETA y se sumaron a las manifestaciones diseñadas desde Moncloa. El lema: «Con las víctimas, con la Constitución y por la derrota del terrorismo». Fue el mensaje hegemónico que al día siguiente inundó la jornada de reflexión. Apelaba a la Constitución, siendo el PP el único partido que prometía no reformarla. Y esa defensa constitucional se ejercía en nombre de las víctimas (de ETA, al principio; de ETA y/o Al Qaeda, al final). Como remate, llamaba a la guerra contra el terror, que el PP decía librar tanto en Euskadi como Irak.
El 13-M salvó la línea de flotación de unas elecciones democráticas. Aquellas lo fueron porque justo antes de votar la ciudadanía logró, a duras penas, abrir el debate que identificaba la mentira y la incompetencia, las sancionaba en público y les exigía retirarse de la carrera electoral. No fue esta la vía seguida. Ni antes, ni después del 14-M. Los primeros perjudicados son los votantes del PP, desde entonces rehenes de unos dirigentes bunkerizados y servidos como «peones negros» a los adláteres mediáticos.
Con recurrencia, nos instalan en la pre-modernidad. La conspiración del 11-M, aunque defensora xenófoba de «nuestra cultura», niega sus pilares. Nombro dos. La navaja de Ockham (s. XIV): la hipótesis con menos suposiciones es probablemente la más correcta. Y la falsabilidad de Popper (s. XX): las hipótesis no son verdaderas ni falsas, sino falsables; es decir, se consideran correctas mientras no se desmientan o corrijan con nuevas pruebas. Contra la lógica científica, los torquemadas del Antiguo Régimen persiguen la Verdad «última», desterrada de la política en la Ilustración. Retuercen hechos, declaraciones y pruebas. Establecen causas infundadas, contradictorias o indemostrables. Apelan a la moral para juzgar hechos: un maniqueísmo que les absuelve de sus errores y estigmatiza al oponente. «La convicción moral» de Rajoy de que ETA había actuado 11-M, justo cuando íbamos a votar, convertía nuestras dudas en inmorales. Su furor antiterrorista le eximió entonces de probar nada y les faculta para seguir dudando… también de Garzón. Derrotados en las urnas, mantienen intacta la moral de ganadores. Seguirán creciéndose ante nuestra mojigata (auto)crítica; rehenes como somos de una corrección política preñada de valores antidemocráticos. Las cibermultitudes se convocan de nuevo, esta vez, promoviendo una concentración frente a la Audiencia Nacional para el día en que sea suspendido Garzón. A las 20h en la calle Génova; enfrente de la sede del PP, justo donde el 13 de marzo de 2004 dijimos que ya bastaba de pseudocracia: «Le llaman democracia y no lo es. No lo es».
Víctor Sampedro es Catedrático de Comunicación Política. www.victorsampedro.net
Fuente: http://www.tercerainformacion.es/spip.php?article14233