Dos meses después de que los miembros de las FARC abandonaran la selva para empezar su transición a la vida civil y política, el Gobierno no está cumpliendo lo pactado. Cientos de guerrilleros viven en cabañas improvisadas sin agua corriente, expuestos al barro y la lluvia y desconfían de que las infraestructuras prometidas lleguen algún día. El retraso en la aplicación de los acuerdos de La Habana, denuncian, es generalizado.
Aunque es temprano y hace frío en la cordillera central colombiana, Güérima Maheche se afana en su higiene. Un pilón de agua turbia le sirve para afeitarse cabeza y barba y para cepillarse los dientes. Lleva haciéndolo así 22 años, desde que tenía 15. Toda una vida con el rifle a cuestas, aunque ahora puede colgarlo. Es uno de los 7.000 guerrilleros de las FARC que ha salido de la selva para concentrarse en una de las 26 zonas veredales donde los insurgentes esperan a ser considerados ciudadanos de pleno derecho.
Güérima deja la guerra sin ningún miedo y sin cansancio, «porque, cuando uno hace las cosas por amor, no se cansa. Hay que dejar las armas porque para eso hemos luchado tanto tiempo, para utilizar la palabra», apunta. Su vida civil se la imagina similar a la actual, trabajando desde la política y junto a las comunidades abandonadas por el Estado para mejorar la calidad de vida de los suyos, explica. Le acompaña Héctor Estiven, su hijo de 12 años, al que hacía cuatro que no veía. En la vereda de La Fila, en la región de Tolima, centro del país, no hay bombardeos ni disparos ni explosiones de minas. Todo eso quedó atrás el 26 de septiembre del pasado año, cuando las FARC y el Gobierno colombiano pusieron fin a una guerra que ha durado 52 años, la más larga de América Latina. Héctor Estiven puede visitar a su padre sin temor, aunque le toque ducharse con agua fría en medio de la montaña. Parece contento, aunque se queje cada vez que Güérima le vierte una cacerola helada encima. Son las alegrías que trae la paz, pero todas las partes insisten en que ésta no se firma, se construye. Y en esas están, aunque el proceso es mucho más lento que el jurado del Premio Nobel, que ya ha otorgado el galardón al presidente Juan Manuel Santos.
Basta con subir un kilómetro desde la feliz escena del baño para comprobar que el Gobierno no está cumpliendo lo pactado. Allí no hay nada salvo un inmenso claro entre árboles que, cuando llueve, se convierte en una ciénaga; y la lluvia es frecuente en las montañas de Tolima. Gracias a ella pueden cocinar, lavar la ropa y los platos, porque aún no tienen agua corriente, ni duchas. Ni siquiera un retrete. Cada paso sin resbalar ya es una victoria, más aún si se carga con varios kilos de arroz o con tu propio hijo de pocos meses. No era lo que esperaban cuando hace dos meses avanzaban en columnas desde la jungla a los puntos de transición para no volver a pegar un tiro.
«Estamos empeñados en la paz, aunque ahora intenten desmoralizarnos. No nos vencieron, no hemos perdido la guerra, tuvieron que sentarse a negociar», recuerda Carlos Alberto, al mando de la tropa desmovilizada en La Fila. El tono que emplea es algo más duro que el de algunos de sus colegas que dirigen las otras 25 zonas transitorias en las que los guerrilleros pasan su particular cuarentena de 180 días. A este paso, puede que sea más tiempo. Quizás hable así porque su vereda es una de las peor acondicionadas por parte del Gobierno. Quizás lo diga porque esa situación ─rodeados de barro y en chozas improvisadas expuestos a todo─ sí parece una derrota ante los ojos de cualquiera.
Allí, a una hora en coche desde Icononzo, la población más cercana, no hay nada más que barro y pequeñas chozas de plástico y bambú que han levantado los propios guerrilleros. La mayoría son para para dormir, algunas más amplias hacen las veces de peluquería, otra es una enfermería y otras sirven para apilar sus fusiles de asalto. Ahí viven como pueden alrededor de 350 personas que no paran de reparar lo que el clima va destruyendo. Tienen 38 enfermos, siete guerrilleras están embarazadas y hay una decena de bebés, enumera el comandante. El baby boom posterior a los acuerdos se ha hecho notar. La mayoría de los guerrilleros entraron a filas a edades tempranas, siendo niños y niñas que, en muchos casos, han encontrado en su compañero de armas a su compañero de vida. Hoy son jóvenes que, con la tranquilidad del cese al fuego, han decidido formar una familia. Los hijos de la paz, les llaman ellos.
Pero denuncian que la asistencia sanitaria que les prometió Santos, al menos en su campamento, brilla por su ausencia. Las condiciones, dicen varios guerrilleros, son peores que cuando estaban en la selva, donde la vegetación les protegía del viento y la lluvia. No están acostumbrados a la fría humedad que dejan las nubes atascadas en la montaña, mucho menos cuando contaban con un techo, aunque fuera básico. Sigue operando su medicina de guerra que, aunque no es mala, ahora adolece de escasez de medicamentos. Las veredas no son un buen lugar para dar a luz, y el hospital más cercano está a varias horas de los campamentos, en un viaje lleno de baches y peligros.
«No hemos peleado 52 años para que ahora nos tiren en cartones, como animales», se queja el comandante insurgente ante el abandono del Gobierno. Pero ya no hay vuelta atrás. La guerrilla está decidida a dejar las armas y convertirse en partido político. Medio siglo de guerra cansa a cualquiera, y más aún si los avances en tecnología militar decantaban la balanza del lado del Estado. En mayo tendrá lugar la conferencia política de la que saldrá su propuesta para las elecciones de 2018. Aquel abrazo en La Habana entre Juan Manuel Santos y Timochenko, líder de las FARC, marcaba una senda sin retorno. El camino hacia la paz es ya definitivo, aunque por momentos se atasque en el barro, como los guerrilleros de La Fila.
Aún queda mucho por hacer, como el desarme total o la amnistía e indultos para muchos guerrilleros presos, que son dos de los aspectos que más preocupan a los medios de comunicación, a los políticos y la población colombiana, sobre todo a la urbana, donde el no al acuerdo arrasó en el plebiscito. «Cumpliremos con la dejación de armas», aseguraba a El Tiempo en una entrevista reciente Iván Márquez, uno de los máximos líderes de las FARC. Ningún guerrillero lo duda, pero lo que está en el aire son los plazos.
Walter Mendoza, comandante del bloque occidental Alfonso Cano de las FARC, afirma que entregarán las últimas armas cuando el Gobierno cumpla su parte del trato. «Cuando se construyan las instalaciones, cuando se aplique la ley de amnistía y de justicia especial para la paz, cuando el último guerrillero preso por delitos políticos salga de la cárcel y, sobre todo, cuando haya garantías políticas y de seguridad para nosotros», enumera. Mendoza, que luce gorra del Che Guevara y una camiseta con un lema por la paz, dirige a los desmovilizados en la vereda de La Elvira, en el departamento de Cauca, 700 kilómetros al suroeste del barrizal de Tolima. Ni siquiera se han colocado aún los contenedores para depositar las armas que debe verificar la ONU, aunque ya se ha anunciado oficialmente el inicio del desarme.
Fuentes de Naciones Unidas que supervisan el proceso aseguran que «los retrasos en los acuerdos existen». «Los sufrimos todos, tanto las FARC como el Gobierno y la ONU. Nos cuesta mucho avanzar y tenemos problemas, pero lo que sí es cierto es que la predisposición a resolver diferencias es total por ambas partes. Discutimos, consensuamos y avanzamos, así se resume el día a día», explica uno de los observadores de la ONU, que achaca a un excesivo centralismo político la descoordinación en los territorios. «Es comprensible, no es una tarea fácil poner fin a medio siglo de guerra. Algunos campamentos que sí están en buenas condiciones», apunta.
Los guerrilleros temen que el dinero para la paz se pierda en tramas de corrupción
La situación es algo mejor en esta región, los insurgentes han podido aprovechar los cobertizos que dejó en el lugar una empresa maderera y el campamento, también precario y levantado por los guerrilleros, se extiende alrededor de una cancha de fútbol sala cubierta. Es de las pocas cosas que ha construido el Estado recientemente para las comunidades de la zona. Algunas excavadoras aplanan el suelo y varios obreros de una empresa contratista esparcen los cimientos de alguna de las futuras casas de los guerrilleros. Falta mucho trabajo, teniendo en cuenta que son casi 300 personas y que ya han pasado dos meses desde que los milicianos de las FARC empezaron a llegar a las zonas de transición. Las infraestructuras deberían haber estado listas etonces, pero no fue así. Temen que nunca acaben las obras y, lo que es más grave, que parte del dinero de la paz se pierda en los cajones de la corrupción, otro mal endémico del país. «Si nos dieran a nosotros los materiales no nos falta disposición ni conocimientos para construirlo todo nosotros mismos», explica Mendoza.
Hasta La Elvira no se llega por casualidad. Hay que subir durante horas por estrechas pistas forestales, rozar precipicios de miles de metros de altura, bordear alguna plantación de coca y tener la suerte de que el batallón del Ejército que «protege» el campamento fariano te deje pasar. Tras dos horas de retención y la bronca pertinente entre un cabo veinteañero y el comandante de la guerrilla Francisco González, alias Pacho Chino, que participa en el Mecanismo Tripartito de Monitoreo y Verificación del proceso de paz, el viaje continúa una hora más esquivando motocicletas con hasta cinco personas encima. Un gran cartel con los retratos de los «guerrilleros legendarios» da la bienvenida al campamento. Alrededor del rostro del fundador de las FARC, Manuel Marulanda, alias Tirofijo, se extienden las de Guillermo León Sáenz, alias Alfonso Cano; Víctor Julio Suárez, alias Mono Jojoy, y la de Luis Édgar Devia Silva, alias Raúl Reyes, cuyo ordenador sirvió al Gobierno colombiano para tratar de vincular a las FARC con el narcotráfico y, en España, con ETA.
La confianza en que esté todo listo en algún momento empieza a decaer, aunque la tropa lo asume con la disciplina militar que les caracteriza. Es el caso de Adán, de 33 años. Entró en la guerrilla a los 14, en la región del Meta, al sur de la capital. «Estaba pelao, había necesidad y no había muchas oportunidades de prosperar en mi aldea», explica. La decisión no fue fácil y llegó muy forzada por la pobreza y por el miedo. Era la época de los «falsos positivos», un eufemismo macabro bajo el que se esconde el asesinato de civiles inocentes que el Ejército hacía pasar en sus informes por guerrilleros abatidos en combate. Podía tocarle a cualquiera que se cruzara con un batallón, porque había compensación económica por estas muertes.
Hasta 2015, la Fiscalía ha investigado más de 3.000 de estos casos, pero la impunidad es el denominador común de la inmensa mayoría. «Para morir y pasar por guerrillero sin serlo, preferí serlo directamente», recuerda. «Mi papá estuvo de acuerdo, mi mamá lloró mucho, pero fue mi decisión y la respetaron», recuerda el joven. No sostuvo un arma hasta pasados los años. Al principio tuvo que instruirse en lo militar y en lo político. Lo primero fue aprender a leer. «Era como trabajar en una finca», detalla.
Pero creció y pasó a ser insurgente en el otro extremo del país. «Hubo una época muy dura, de combates diarios», rememora. Teníamos hasta cuatro frentes abiertos contra nosotros. Los paramilitares por un lado, el Ejército por otro y también los elenos», que no son griegos, sino guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional (ELN), la otra guerrilla que hoy sigue activa en Colombia y se encuentra en diálogos de paz con el Gobierno. Pero ese tiempo quedó atrás y, hoy, Adán puede sentarse a charlar con sus compañeros o recoger los huevos del gallinero del campamento sin miedo a que un avión le tire encima un racimo de bombas. Confía en el proceso de paz, pero sobre todo porque confía sus superiores. Le guste o no, hará lo que le manden, como siempre ha hecho. No cuestiona ninguna acción de la guerrilla, ni admite errores. Pero entre la tranquilidad del campamento, Adán no baja la guardia, recuerda el «engaño» del Gobierno a la guerrilla del M-19, que pasó de las armas a la política en 1990, y vive con «cierto temor» porque está aumentando el número de asesinatos a líderes campesinos, sindicales, ambientalistas y de movimientos sociales. Ellos, los guerrilleros desmovilizados, podrían ser los siguientes.
Temor a los paramilitares
Como no ha llovido, los insurgentes deambulan por la cancha y alrededores, donde varios de ellos representan una obra de teatro con tintes de educación en igualdad de género. No hay mucho que hacer allí más que pasar las horas, charlar en corrillos y esperar al almuerzo. Armas se ven pocas y todos visten de civil. Sólo en la parte norte del campamento, en el final de la zona, tres guerrilleros armados con fusiles de asalto montan guardia. No se fían de la protección del Gobierno y aseguran que las áreas abandonadas por la guerrilla están siendo copadas por los paramilitares, grupos armados de extrema derecha que extorsionan, matan y se lucran con las plantaciones de coca, marihuana y amapola, pero que para el Gobierno son agua pasada. En Bogotá, la capital, los ministros prefieren hablar de bandas criminales (Badcrim), pero los campesinos y los propios guerrilleros no ven ninguna diferencia entre éstas y las extintas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que firmaron su propio proceso de paz en tiempos de Álvaro Uribe, hace una década.
Entre la tropa y el alto mando sobrevuela el fantasma de la Unión Patriótica (UP), el partido político que en los años 80 conformaron sectores de varios grupos guerrilleros, entre ellos las FARC, y que fueron literalmente exterminados por el paramilitarismo. Alrededor de 5.000 personas, entre cargos electos y militantes de la UP, fueron asesinadas por las AUC en connivencia con sectores del Ejército y la Policía, según varias condenas. Un exterminio ideológico que, si el Estado no lo evita, podría repetirse con el partido de las FARC y sus aliados en la perseguida izquierda colombiana.
«La transición hacia la paz no tiene sentido si no garantizamos la seguridad de los desmovilizados, sobre todo de los que se van a dedicar a la vida pública», reconoce el viceministro de Defensa, Aníbal Fernández de Soto. Afirma que es «una prioridad del Gobierno» y pide confianza en un Ejecutivo que ha conseguido lo que ningún otro ha logrado hasta el momento. Fernández, al igual que el ministro, niega la mayor en cuanto al paramilitarismo. «Son bandas de crimen organizado, la página del paramilitarismo ya está pasada en este país», insiste. No quiere una «guerra de términos lingüísticos» porque es «cierto que este crimen organizado busca ocupar el territorio dejado por las FARC cometiendo crímenes, con la extracción minera y con los cultivos ilegales», expone. Es una «gran preocupación» para el Gobierno, pero afirma que se están «redoblando los esfuerzos» para combatirlos. «El paramilitarismo del que se habla hoy no es contrainsurgencia, sólo tiene afán de lucro, no de exterminio político y, lo que es fundamental, no hay permisividad del Ejército con sus acciones. Hoy se les combate y se investiga a los militares al más mínimo indicio de relación con las bandas criminales», arguye reconociendo, de paso, la oscura y atroz época del uribismo en el país.
Respecto al estado de los acuerdos, Fernández de Soto lamenta los retrasos, pero los achaca a la falta de recursos y al esquema de prioridades del Gobierno. «Hay que establecer prioridades porque unas zonas son más urgentes que otras», dice refiriéndose a regiones que han padecido más violencia, donde el único Estado real era la propia guerrilla y en las que hay insurgentes de las FARC disidentes del proceso de paz que se niegan a entregar las armas. Son un 5% de la guerrilla, estima el viceministro. No obstante, insiste en que «el proceso está mostrando sus frutos».
No lo ve así Andrés París, otro comandante de las FARC que recibe a Público a en un edificio cercano al del despacho del viceministro, en Bogotá. La paz también es eso, compartir espacios. París, cuyo nombre real es Jesús Emilio Carvajalino, participó en las conversaciones de La Habana y se encarga de supervisar el estado de las zonas de transición, sobre todo en cuanto a la atención sanitaria. Cree que la esta actitud «dilatoria» por parte del Gobierno responde a una estrategia clara: «Que el partido político que resulte en mayo y sus posibles alianzas en la izquierda nazca sin fuerzas, sin posibilidad de impactar». «Si los acuerdos más básicos como la logística no se cumplen, qué podemos esperar de los fundamentales como la amnistía para los presos o la reorganización agraria que hemos pactado para las áreas rurales e incomunicadas del país», se pregunta retóricamente. La paz está firmada. Sólo falta construirla.
Fuente original: http://www.publico.es/internacional/proceso-paz-campamentos-farc-colombia.html