Dos años antes del nacimiento de las FARC, en febrero de 1962 el teniente general William Yarborough promovió la idea de los grupos paramilitares “entrenadas de forma clandestina para la represión” en América Latina como forma de combatir a los nuevos grupos progresistas y a los activistas sociales sin involucrar ni a Washington ni a los ejércitos nacionales a los que financiaban, ni a los oficiales entrenados y adoctrinados en las escuelas militares de Virginia, Georgia, Panamá y en las propias escuelas militares de los países latinoamericanos.
En Colombia, esta idea de “special forces” prendió rápidamente porque ya existía en la práctica y en la cultura rural desde las dictaduras de la primera mitad del siglo XX. Desde los años cuarenta, los hacendados financiaban sus propias milicias para extender sus territorios en nombre de la defensa de sus territorios y de la propiedad privada. Con un conocimiento limitado y chueco de El Bogotazo de 1948 que siguió al asesinato del carismático candidato Jorge Eliécer Gaitán, el general estadounidense Yarborough recomendó crear en Colombia “una estructura cívico-militar que pueda ser usada para presionar en favor de reformas a través de la propaganda anticomunista y, en la medida de lo posible, pueda ejecutar acciones paramilitares, sabotajes y actividades terroristas contra cualquier simpatizante comunista. Este plan debe ser apoyado por Estados Unidos”. A continuación, recomendó el envío de US Special Forces Trainers (Fuerzas Especiales de Entrenamiento de Estados Unidos) para facilitar una operación a largo plazo. Todo un éxito.
Como observa el activista y profesor de la University of Pittsburgh, Daniel Kovalik, en la primera década del siglo XXI, gracias a los 10.000 millones de dólares transferidos por Washington a Bogotá para la “contrainsurgencia” y la lucha contra las drogas del Plan Colombia, 10.000 jóvenes colombianos pagaron con sus vidas la maravillosa idea nacida en una pulcra oficina de Estados Unidos. En la Frontera salvaje y, en particular, en Colombia, desde hace décadas, la regla consiste en hacer pasar a las víctimas asesinadas por guerrilleros caídos en combate. Los “falsos positivos” no son solo una tradición colombiana, pero en Colombia se dicta cátedra. Cuantos más falsos positivos, cuantos más peligrosos rebeldes asesinados o reportados como inminentes amenazas, más millones de dólares en ayuda es enviada por Washington para apoyar la lucha por la Democracia y la Libertad de las sacrificadas clases dirigentes de esos países. Esta estrategia no es nueva ni nació en Colombia. Es un viejo recurso de la clase dirigente latinoamericana que hunde sus raíces en el siglo XIX y rápidamente olvidó de dónde provenía su pasión y su odio por los de abajo a quienes, más recientemente, se comenzó a llamar comunistas o marxistas sin que ni uno ni otros hubiesen leído un sol libro o un solo artículo publicado en Nueva York por un lejano y complicado filósofo alemán llamado Karl Marx.
Según la ONU, en Colombia la práctica de los falsos positivos es sistemática sólo en 30 de los 32 departamentos colombianos. El 10 de setiembre de 2016, el New York Times detalló cómo un grupo financiado para actividades insurgentes se convirtió en un escuadrón de la muerte que controla la costa norte de Colombia. Desde el año 2000, estos grupos de extrema derecha cometieron cientos de masacres que pasaron desapercibidas por la comunidad internacional. Un día antes de los ataques a las Torres Gemelas de Nueva York, el 10 de setiembre de 2001 el secretario de Estado Colin Powell declaró que, como prueba de la posición contra el terrorismo de Estados Unidos, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) habían sido clasificadas como “organizaciones terroristas”. El comunicado de la Secretaría de Estado reconoció la autoría de 75 masacres por parte de la AUC sólo en un año, aparte de torturas y asesinatos sistemáticos. El golpe moral no afectó de forma significativa las fuentes de financiación de estos (ahora llamados) grupos terroristas. Los paramilitares continuaron secuestrando, torturando y forzando el desplazamiento de miles de colombianos, en su mayoría pobres y sin poder de organización. Un número significativo de desplazados de forma sistemática en favor de las compañías madereras, son miembros de las etnias afrocolombianas de la costa pacífica, mientras más de la mitad de los grupos indígenas se encuentran en el proceso de extinción por las mismas razones. No por casualidad, según diversas ONG como PBI Colombia o la británica ABColombia, el 80 por ciento de los abusos a los derechos humanos de la población colombiana y el 87 por ciento de los desplazados se registran en áreas donde operan las mineras internacionales. Al igual que en otros países ricos en recursos mineros de oro y de petróleo, la población local no solo es desplazada de sus tierras sino que quienes permanecen deberán sufrir de la contaminación de una explotación irresponsable, como el envenenamiento con mercurio. Es el caso de la mina de carbón a cielo abierto de Cerrejón, propiedad de ExxonMobile (luego vendida a Glencore and BHP Billiton), la cual en 2001, con la invalorable ayuda de los patriotas paramilitares, arrasó con toda una comunidad de colombianos negros e indígenas wayú, alguna vez conocida como villa de Tabaco, en La Guajira. Desde entonces, activistas como Francia Elena Márquez (también víctima de atentados contra su vida) han logrado algunas victorias en el Congreso colombiano con el reconocimiento de algunos derechos que no fueron puestos en práctica en su totalidad.
Por décadas, Washington continuó transfiriendo miles de millones de dólares al ejército colombiano para su lucha contra las FARC y el tráfico de drogas sin disminuir y mucho menos terminar con la violencia y las matanzas de pobres. Luego del comunicado de 2001 de la Casa Blanca, en un lapso de apenas diez años, los paramilitares (solo por casualidad, algunos vestían uniformes de los Marines Corps) ejecutaron a más de 100.000 personas en Colombia, en su mayoría activistas, campesinos y pobres. Colombia, sede del mayor sistema de bases militares de Washington en América del Sur, no sólo se ha distinguido por sus carteles de las drogas y sus exportaciones a Estados Unidos sino que, sobre todo luego del fin de las guerras civiles en América central, ha sido la capital del crimen paramilitar en el continente.
Nada de esto ha sido suficiente para cuestionar su sistema democrático, los crímenes sistemáticos y las injusticias sociales financiadas por los intereses de las corporaciones internacionales y el cacicazgo criollo. Para el siguiente año al acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC-EP, de los 321 asesinatos de líderes defensores de los derechos humanos en el mundo, 126 ocurrieron en Colombia. Ese mismo año, el segundo país más peligroso del mundo para los defensores de los Derechos Humanos fue México, con 48 asesinados, el tercero Filipinas, con 39, el cuarto Guatemala con 26 y el quinto Brasil con 23. Todos, tal vez menos uno, son países latinoamericanos protegidos por Washington y con una larga historia de intervenciones de sus trasnacionales. Las cifras se han mantenido más o menos iguales desde entonces. En los llamados países de la “troika de la tiranía”, Venezuela registrará cinco asesinatos ese mismo año, Nicaragua cero y Cuba cero.
Este fermento de violencia paramilitar en favor de las grandes compañías extranjeras y de los hacendados más poderosos, sedientos de nuevos recursos mineros y más tierras para la industria agropecuaria, hicieron popular al presidente Álvaro Uribe, quien también explotó el centenario lema anglosajón de “la ley y el orden” (nuestra ley, nuestro orden) como pocos. Uribe es un poderoso hacendado vinculado al narcotráfico, según la misma embajada de Estados Unidos en los años 90 y según los informes del gobierno de George W. Bush en la década siguiente, lo cual no impidió ser condecorado por el mismo presidente Bush.
JM. Del libro La frontera salvaje. 200 años de fanatismo anglosajón en América latina (febrero 2021)
https://www.barnesandnoble.com/w/la-frontera-salvaje-jorge-majfud/1139378646?ean=9781737171010