El pasado 7 de agosto se cumplieron dos (2) años de la posesión del presidente Gustavo Petro. Se han elaborado balances de todo tipo. El gobierno, la oposición, algunos sectores de la academia y los medios de comunicación hacen sus propias lecturas de los aciertos y errores, de las realizaciones o de lo que no se hizo, de “lo bueno”, “lo malo” y “lo feo”.
Para el gobierno, a pesar del bloqueo institucional y de la guerra mediática que ha soportado desde el primer día, se ha avanzado en realizaciones importantes (ver documento). Para la oposición, es el peor gobierno de la historia, “está destruyendo las instituciones” y “le entrega el país a los delincuentes”. Los académicos resaltan algunos logros y destacan las dificultades y problemas. Y los medios “prepagos” se mantienen en su tarea de desinformación.
Propongo otro tipo de balance relacionado con el fortalecimiento de los movimientos sociales y políticos de los trabajadores y los pueblos. ¿El gobierno progresista que encabeza Gustavo Petro genera entusiasmo transformador entre el pueblo? ¿El espíritu de “cambio” que se pregona ha influido para fortalecer las luchas populares en Colombia? ¿Está en desarrollo una línea estratégica que compartan tanto los dirigentes sociales como los funcionarios estatales?.
Plantear estas preguntas no tiene la intención de desconocer las acciones gubernamentales que se han realizado en beneficio de determinados sectores sociales y populares. Es cierto que se redujo la “pobreza monetaria”, se frenó la desforestación en la Amazonía, no se ha reprimido al pueblo que protesta, se le ha dado la oportunidad de gobernar a personas diferentes a las que siempre han monopolizado el “poder”, se ha intentado aprobar algunas reformas importantes y se ha insistido con un cambio de enfoque tanto en la búsqueda de la paz como del “progreso”.
No obstante, como lo vemos en la experiencia de países vecinos (Venezuela, Ecuador, Bolivia, Brasil y Argentina), no basta realizar grandes obras públicas y reducir la pobreza si no se fortalecen los movimientos sociales y políticos que fueron los que crearon las condiciones para elegir a Chávez, Correa, Evo, Lula y Kirchner. Además, es necesario resaltar que esos gobiernos contaron con importantes recursos económicos provenientes de la “bonanza” de los precios de los “commodities” , situación que ahora no tenemos en Colombia y en América Latina. Por ello, esos avances sociales han sido reversados y las “derechas extremas” están en auge.
Realmente estaba convencido que el presidente Petro había sacado las lecciones pertinentes de ese reciente pasado y que, sin dejar de hacer lo que hace todo gobierno (aprobar su plan de desarrollo y ejecutar el presupuesto), iba a impulsar ‒apoyándose seriamente en la gente‒ otro tipo de dinámicas para convertir la “movilización de calle” que se vivió con el “estallido social” (2021), en una movilización social efectivamente participativa y creadora para, en los hechos y no tanto en las leyes, empezar a cambiar la cultura política y productiva de nuestra sociedad.
La verdad, durante este período, más allá de los discursos y buenas intenciones del presidente Petro, son escasos los hechos y esfuerzos que podrían denominarse como “cambio”. Tal vez, en el área de las relaciones exteriores es donde se ha plasmado una visión diferente a la de la oligarquía entreguista de nuestras riquezas a los EE.UU., aunque con las limitaciones propias de un proceso que todavía no cuenta con efectivas mayorías electorales, y menos, con un pueblo organizado y consciente de nuestra dependencia histórica del imperio estadounidense.
Claro, el problema también debe ser evaluado desde el movimiento social. Se ha hecho evidente que la mayoría de organizaciones sociales, aún antes del ascenso de fuerzas progresistas y de izquierda a instancias de gobierno, no sólo se limitaban a plantear sus reivindicaciones sectoriales (justas pero estrechas) sino que fueron desarrollando una serie de prácticas burocráticas y de carácter básicamente asistencial. Por ello, una vez se posesiona el presidente Petro se presentó una oleada de movilizaciones locales y regionales que reclamaban el cumplimiento de acuerdos firmados por anteriores gobiernos.
Es decir, se juntaron el hambre con las ganas de comer. Las prácticas sectoriales de las organizaciones sociales se encontraron con la visión asistencialista y clientelar del gobierno. Pero lo peor del asunto consiste en que, incluso la “gestión” de muchas de esas reivindicaciones, fue entregada a políticos tradicionales acostumbrados a la politiquería y el clientelismo. Ellos tranzan su apoyo en el Congreso a cambio de burocracia y proyectos de inversión social, lo cual explica que el gobierno haya sido “permeado por la corrupción”, como reconoció el primer mandatario en su discurso del 20 de julio. O sea, no es un accidente o una casualidad.
Los antídotos para enfrentar este problema están planteados en el Plan Nacional de Desarrollo y en el programa político del Pacto Histórico, pero parecen haberse olvidado o no se han discutido y diseñado las estrategias para implementarlos en medio de la práctica gubernamental. Por un lado, se debe priorizar la inversión social en proyectos productivos a fin de impulsar la industrialización de nuevo tipo del aparato productivo (única forma de generar empleo y riqueza), y por el otro, condicionar la aprobación de los recursos a que se desarrolle una efectiva y democrática participación de las comunidades en la ejecución de dichos proyectos.
Seguir la línea de priorizar la entrega de “subsidios improductivos” (que Uribe también aprobó y utilizó ampliamente) no es buena idea. Es una política fracasada en América Latina. Apoyarse en los pequeños y medianos productores, y en los “profesionales precariados” (emprendedores), es una posibilidad real en Colombia, dado que en nuestro país estos sectores sociales y productivos han demostrado no solo “resistencia” sino que por cuenta propia sobreviven y cuentan con avances demostrables en el campo del procesamiento de materias primas.
Mientras tanto, el gobierno a lo largo de estos dos (2) años se ha desgastado lidiando con toda esa casta de políticos en el terreno que más les gusta: el trámite legislativo de las llamadas “reformas sociales”. Y a pesar de que el primer mandatario ha amenazado con el “proceso constituyente” u otras medidas de emergencia (fast-track, decretos), no solo no los ha logrado convencer del “acuerdo nacional”, sino que cuando aprueban alguna reforma (caso de la pensional), lo hacen sobre la base de recortarla al máximo y de promover trámites irregulares a fin de que la Corte Constitucional las declare inexequibles.
Por todo lo anterior, a pesar de los esfuerzos que se hacen por parte del presidente Petro y de algunos dirigentes del Pacto Histórico, el desgaste ya se siente al interior de las fuerzas populares y del mismo progresismo. Como lo habíamos previsto, el “proceso constituyente” quedó aplazado, y ahora, un nuevo intento de “acuerdo nacional” es liderado por “políticos santistas”, que seguramente van a aprobar unas reformas sociales sin ningún filo transformador, “a su medida”, como lo fue el llamado “proceso de paz” con las Farc. Las “líneas rojas” de la oligarquía vuelven a aparecer en cabeza del gobierno progresista. Nada positivo.
Nota: En la política de la “paz total” ocurre lo mismo. Son los grupos armados ilegales, llámense guerrillas insurgentes, disidencias, grupos delincuenciales u otros, los que conocen de cerca a las necesidades de las comunidades mientras el gobierno diseña e impulsa una política que no tiene el apoyo de esas bases sociales. Por ello, después de ires y venires, de mesas de negociación y de ceses de fuego, es la “fuerza militar” la que termina siendo la principal protagonista y enfrentada con las comunidades rurales. Y los “grupos armados” lo saben, fortalecen y expanden su control territorial mientras las “derechas extremas” hacen fiesta y se preparan para colocar el tema de la “seguridad” como el principal problema en la campaña electoral de 2026 (¡que ya empezó!).
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