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Color local y concepción del mundo

Fuentes: Rebelión

Se hace muy difícil entender por qué, a estas alturas del siglo, las más importantes editoriales (comercialmente hablando) se empeñan en lanzar un neocostumbrismo novelístico, que tiene todos los defectos del costumbrismo histórico y ninguna de sus cualidades. Y más difícil de entender resulta todavía que este movimiento retrógrado sea jaleado por la gran mayoría […]

Se hace muy difícil entender por qué, a estas alturas del siglo, las más importantes editoriales (comercialmente hablando) se empeñan en lanzar un neocostumbrismo novelístico, que tiene todos los defectos del costumbrismo histórico y ninguna de sus cualidades. Y más difícil de entender resulta todavía que este movimiento retrógrado sea jaleado por la gran mayoría de los críticos, quienes, como mucho, descalifican la novela española actual en bloque, pero salvando siempre a las individualidades. Lo mismo ocurrió en la década de los sesenta, cuando dominaba nuestro paisaje narrativo la novela social.

Hubo una ocasión -y resulta hasta cómico- en que, en un mismo suplemento literario de El País, coincidieron estos tres titulares: «Antonio Muñoz Molina publica una novela sobre su servicio militar», «Moncho Alpuente escribe sobre la España de Gil y Gil», «Diario de un jubilado, la nueva novela de Miguel Delibes». Dos días después, en el diario, se destacaba que «Fernando Royuela narra en su primera novela las desventuras de un guardia jurado del Prado» y, pasada una semana, que Manuel Vicent acababa de publicar Tranvía de la Malvarrosa. Imagino que escritores como Ray Bradbury o García Márquez se echarían a temblar. Campeones de la imaginación, temerían el acoso de semejante competencia.

Junto a las nombradas y otras de parecido calado «intelectual e imaginativo», están también las incontables novelas que versan, sin ninguna otra aspiración que retratarlo lo más fielmente posible, sobre el ambiente juvenil. En este orden de ideas, alguien ha hablado de «costumbrismo adolescente».

A juzgar por lo que se destaca en las «Noticias Culturales» de los periódicos, parece que la primera obligación que tiene un novelista actual, si se escapa de fotografiar su propio ombligo, es decirnos cómo fue la década de los setenta o la de los ochenta y, muy especialmente, cómo fueron Madrid o Barcelona en esas calendas. Si la descripción, más o menos pormenorizada, de décadas y urbes, urbes y décadas, se adereza con unas dosis de sexo (preferiblemente homo), droga y delincuencia, por supuesto sin trascender, sin elevar nunca las anécdotas a categoría literaria, parece ser que se cumple con la demanda. La apoyatura autobiográfica de todo este material, digamos, novelístico es abrumadora. La falta de aportación personal, de imaginación creadora, ostensible.

Semejante panorama se agrava recordando, como ya he hecho, que prácticamente las mismas cosas hubo que decir -y unos pocos las dijimos- hace treinta y cinco años, cuando lo que se pretendía imponer era la novela social, al fin y al cabo una forma de costumbrismo. Pero la novela social, por lo menos, tenía un trasfondo político, literariamente mal manifestado, pero sin duda bienintencionado y nada superficial. Lo de ahora, en cambio, no parece tener nada dentro, sólo ese afán desmesurado de ganar dinero, que ha llevado a convertir el libro en un objeto de consumo, una mercancía. Ya me planteaba en un artículo publicado hace unos años en la revista Crónica 3 sobre la situación de las artes plásticas, un problema semejante y decía que si se pueden lanzar productos dignos y hacer negocio con ellos, ¿por qué se empeñan en hacerlo con basura? O estamos ante un caso de malas intenciones diabólicas (no creo en ello), una conspiración contra el avance de la civilización occidental, o ante el predominio de una incompetencia y una frivolidad como nunca ha existido, producto de la inversión en la escala de los valores que caracteriza a la sociedad de la posmodernidad.

He señalado en mi libro La novela española desde 1939: Historia de una impostura cómo en nuestro siglo, desde sus principios hasta 1968, la novela acusó en sus formas y en sus contenidos, enriquecedoramente, el hecho de producirse en la época culturalmente más grandiosa de la historia. Ni el siglo de Pericles se le puede comparar. Quienes cumplimos veinticinco años en la década de los cincuenta, convivíamos culturalmente con una pléyade insuperable de sabios -físicos (los más grandes de todos los tiempos), biólogos, psicólogos, filósofos, etc.-, artistas -pintores, escultores, arquitectos, músicos- y poetas, dramaturgos y novelistas, de quienes teníamos contínua noticia en los medios como formando parte de nuestra cotidianeidad: de Einstein a Picasso, de Jung a Hemingway, de Ungaretti a Fleming, de Schöenberg a John Ford… Tómese una historia de la literatura y compruébese qué novelistas escribían y publicaban, sólo en Francia, en la primera mitad del siglo. Y luego hágase la siguiente reflexión: si Montherlant, Malraux, Mauriac, Camus, Bernanos, Julien Green, etc. eran novelistas, ¿qué tendríamos que considerar a éstos (y éstas) que ahora nos asaltan, coronados de laureles, apenas pisamos un gran almacén, abrimos un dominical o encendemos el televisor? La idea que se tenía entonces de lo que era un novelista puede aprenderse leyendo, por poner un solo ejemplo, Los ojos de Ezequiel están abiertos, de Raymond Abellio. La que se tenía de la novela, en Les abeilles d’Aristée, de Vladimir Weidlé. Las (y los) vedettes aludidos ¿admitirían un comentario de sus obras del estilo de los que a aquéllos dedicaron Möeller, Gonzague Truc, Gaëtan Picon, Albérès, Grenzmann, Günter Blocker, etc.?

La profundización en la condición humana, en una posguerra como la que siguió a la Segunda Guerra Mundial; la conciencia de que, por primera vez, el hombre tenía en sus manos armas como para arrasar el planeta y autoaniquilarse dotaron de inusitada seriedad reflexiva y de latido existencial los contenidos narrativos, al tiempo que la nueva física, desplazando la cosmovisión newtoniana, absolutizante, daba paso a otra que, con su nueva visión relativista del tiempo, el espacio y el movimiento, con su devolver al hombre un puesto central en el cosmos, ofrecía formas inéditas a las artes, muy especialmente a la literatura..

Cuanto estoy señalando son conquistas de la cultura, de la humanidad, e ignorarlo o, peor aún, sustituirlo por un regreso interesado a lo que caducó por un imperativo de progreso, un atentado contra la civilización.

Considero todavía válido cuanto, en este orden de ideas, dije en mi libro Novela Española Actual (1967) y en otros muchos trabajos. Y cuanto dijeron Andrés Bosch y Carlos Rojas en ensayos, artículos y entrevistas. Y lo que realizaron en sus novelas los nombrados y otros como José Tomás Cabot, Antonio Prieto, Víctor Alperi, Antonio Risco, José Vidal Cadellans, Manuel San Martín, Alfonso Albalá… Y, no hay que decirlo, los logros de los novelistas franceses antes citados y de Thomas Mann, Hermann Hesse, James Joyce, William Faulkner, John Steinbeck, George Orwell, Raymond Abellio, Graham Greene, Henri James, Olaf Stapledon, Charles Morgan, etc., etc. Y me pregunto: si la novela alcanzó estas cúspides, ¿por qué empeñarse ahora, al menos en nuestro país, en descalabrarla y echarla al fondo del abismo, un abismo, además, en el que nunca había estado? ¿Por qué desertar de las conquistas realizadas? Porque el caso es que si miramos todavía más atrás, salvando un valle de transición, nos encontramos con los Flaubert, Balzac, Stendahl, Thackeray, Dickens, Dostoievsky, Tolstoi, Clarín, Galdós, Baroja, Valle Inclán, Pérez de Ayala, Miró y también etcétera. En la escala de los valores estéticos no cabe ningún relativismo. Si la mayoría de la minoría, que, según la ley de Weber-Fechtner, es la que tiene más probabilidades de llevar razón, ha decidido que Don Quijote, Los hermanos Karamazovi, Guerra y Paz, Rojo y negro, La educación sentimental, La Regenta, Fortunata y Jacinta alcanzan puntuaciones de las más elevadas, por lo que se las declara grandes novelas, ¿cómo se puede, seriamente, emplear la misma expresión con referencia a La pasión turca, Malena es un nombre de tango o cualquier relato de García Hortelano?

El costumbrismo, según lo definió muy bien Cirlot, es un género literario que, entre lo descriptivo, se dedica especialmente a la narración de las costumbres; esto es, a los estilos de vida en lo que éstos tienen de gregario, de persistente y de local. «El costumbrismo no suele operar tampoco en los estratos profundos de los folcklores, sino que se nutre de los aspectos más conocidos que, por consiguiente, le facilitan una temática fluida cuya falta de hondura le capacita para constituir texturas novelescas aptas para la diversión.»

Poca cosa, en verdad, especialmente en una época de crisis como ésta del «puente de los siglos». Aunque, claro, también hay que comprender que si el momento es de crisis, una de las razones es porque la pérdida de valores permanentes, la superficialidad, la frivolidad, el ansia de gozar el presente (un presente aislado, que no hinca sus raíces en ninguna tradición cultural ni se preocupa por el porvenir), la sobreestimación del dinero y la fama, han calado en las mentes y los espíritus de quienes siempre fueron los intérpretes y animadores del espíritu de la sociedad. Nietzsche lanzó un afilado dardo contra quienes hacían una profesión de lo que él consideraba un estado: el de escritor.

Por otra parte, no se trata -al menos, yo no lo trato- de que desaparezca el costumbrismo; cosa imposible, además, mientras haya costumbristas. Tampoco, de condenar la existencia de ese tipo de literatura menor que entre nosotros cultiva, por ejemplo, Pérez Reverte. Yo no lo he leído, pero me dicen que eso lo hace bien. Lo que parece delictivo, porque induce a confusión y es injusto, es que los críticos y los responsables de las páginas literarias de los periódicos más influyentes sitúen a unos y otros, neocostumbristas y neopopulistas, en el mismo anaquel que los que hacen arte literario o, por lo menos, lo intentan.

Si se toman obras filosóficas, teológicas, sociológicas, ensayísticas en general, de los años cincuenta y sesenta, que reflexionaban sobre la condición humana, sobre lo que Nicolás Berdiaev llamó «la destinación del hombre», sobre el futuro de nuestra civilización, sobre el porvenir de la cultura, las encontramos plagadas de citas extraídas de novelas. Y es que los planteamientos y los intereses venían a ser, en lo más profundo, los mismos. Porque, en el fondo, los novelistas -los que abrazan la novela como un estado, no como una profesión- vienen a ser especies de filósofos que, en vez de pensar antes de escribir, piensan al tiempo que escriben. El resultado era, como escribió Andrés Bosch, expresar universales a través de elementos novelísticos puros: diálogos, descripciones, monólogos, personajes, ambientes, argumento, trama, etc. En ningún momento se trató de defender -ni de una vuelta a- la llamada «novela filosófica», ni de negar un principio consustancial a la novela: ser entretenida. La novela que llamamos metafísica era -es- tan novelesca como una de aventuras, sino que pertenece a la obra conjunta de un autor, a la cual subyace una concepción del mundo.

En las mencionadas décadas, tanto los novelistas como los críticos que no estaban ciegos ni se había autocegado, sabían esto y, cada uno en su parcela, era consciente de tener una misión que cumplir. A unos y a otros era más fácil verles en una manifestación, una conferencia o escribiendo artículos que implicaban un compromiso moral, que en un cóctel, un gran almacén o haciendo monadas en televisión.Y es que, como escribió Maurice Nadeau, «por una evolución natural, la novela había pasado de la descripción enciclopédica (del mundo o de las pasiones) a la apropiación moral, poética, filosófica o metafísica de este mundo por un individuo privilegiado: el autor», de quien, «más que su creación, es su visión personal lo que nos importa, la expresión original y verosímil que, a través de su obra, nos da del universo y las relaciones que mantiene con él».

Volver, insisto, como se está haciendo, al relato de peripecias y, además, mediante un vehículo expresivo y técnico obsoleto, cuando, asimismo por la época mencionada, la novela afiló también su forma, adaptada a la nueva cosmovisión, al igual que las demás artes, es atentar contra su dignidad, que es la dignidad del novelista.