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Alzar la valla, solución de cobardes o de mezquinos

Como la hiedra

Fuentes: Rebelión

  Nunca hubo siega sin previa siembra. Los negros que, como la hiedra, se enredan en la valla no han brotado de la nada. Algunos paisanos, pobres insensatos, intentaron alertarnos pero en medio de una complaciente siesta nuestras meninges se abotargaron. El eco de esas voces rechinaba como el runrún de un agorero. La realidad, […]

 

Nunca hubo siega sin previa siembra. Los negros que, como la hiedra, se enredan en la valla no han brotado de la nada. Algunos paisanos, pobres insensatos, intentaron alertarnos pero en medio de una complaciente siesta nuestras meninges se abotargaron. El eco de esas voces rechinaba como el runrún de un agorero. La realidad, de sopetón, nos estalla como una mina mal enterrada. Ahí mismo, a la puerta, se apelmaza la miseria. Hijos de la guerra y el hambre, no sabemos si negros o quemados, pretenden dar el salto que separa la segura muerte de la esperanza. Melilla ya no es un vestigio de la España imperial, es la frontera de una Europa que muere de autocomplacencia y un África sueño de buitres varios, no todos con alas. Es lo que hay, lo hemos visto pero aún no nos desperezamos. Medidas y más medidas para que no vengan menos la única posible: acarrear un poco de esperanza en forma de plan de desarrollo integral.

Alzar la valla, devolverlos -eufemismo timorato de expulsarlos-, supone alejar el problema de nuestra vista, tópica solución de cobardes o de mezquinos. Si mueren cinco en la mismísima frontera es nuestro drama, si agonizan como perros en el desierto es su problema. Mientras hacemos cuentas sobre nuestro bienestar, sobre cuántos podemos asimilar como esclavos.

Lo poco que África produce lo compramos a precio de piratas, lo que su subsuelo alberga lo incautamos y a cambio les armamos hasta los dientes para que desde niños no conozcan otro diálogo que la prosopopeya con el fusil.

Cuando lo lejano nos explota culpamos a Marruecos, el primero de los últimos, por no ladrar como celoso guardián de nuestro bienestar, por permitir que nos despierten de la modorra siquiera por unos días. Tras la Segunda Guerra Mundial, muchos alemanes, al ser cuestionados por su pasiva actitud en la década de los treinta, se justificaban aseverando que no sabían lo que ocurría, que el genocidio se realizó a sus espaldas y que ellos jamás imaginaron que algo así podría acaecer en su país. En el continente azabache, guerras, hambre y enfermedades son el gas que ejecuta a millares de personas a diario. La excusa del desconocimiento no cuela. Los que aporrean nuestras puertas sólo pretenden huir del campo de concentración. Su clamor nos amonesta por ellos y por los que no poseen ni fuerza para llegar. Son la puntita de un iceberg cuyo deshielo puede ahogarnos a todos.