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O la crucifixión del Anticristo o la anti-Hidra: El dilema mitológico de 2025

Cómo llegamos a elegir entre monstruos que nos devoran de maneras distintas

Fuentes: Rebelión

Es el hijo que, tras décadas de trauma dictatorial, ha internalizado tanto el miedo al cambio que prefiere el infierno conocido al paraíso incierto. Es el imbunche que, en lugar de luchar por liberarse, se convierte en guardián de su propia jaula.

No nos engañemos con la retórica del momento histórico. Nunca estuvimos ante la encrucijada heroica entre los lobos matapacos del comunismo octubrista y el barranco del pinochetismo cristofascista que aplicaría retroexcavadora a los avances del progresismo. El panorama es mucho más trágico, mucho más patético, infinitamente más desesperanzador que esa épica binaria con la que nos consuelan tanto la izquierda performativa como la derecha apocalíptica. Son síntomas de una enfermedad más profunda: la incapacidad de Chile para construir proyectos colectivos que trasciendan el ciclo electoral inmediato. Mientras Kast ofrecía una vuelta al orden autoritario disfrazado de modernidad, Jara la última chispa de  una izquierda sin proyecto, sin memoria, sin raíces. Ambos se alimentan del miedo: Kast del miedo a la inseguridad y la migración; Jara del miedo al fascismo y la represión. Pero ninguno propone un horizonte de esperanza que no sea la simple negación del otro.

Estamos, más bien, en un campo plagado de monstruos imprevistos. Y para entender la naturaleza de estos monstruos, debemos recurrir a un archivo cultural chileno casi olvidado: la de un escritor casi póstumo, el “Kafka chileno”  José Edwards —no confundir con su pariente Jorge Edwards, ambos de apellido vinoso y emparedados con Andrés Bello y el dueño de El Mercurio—, arquitecto de profesión, amigo de Eduardo Anguita, cuya obra mayormente póstuma está disponible en Editorial La Pollera. En sus caricaturas mitológicas, Edwards nos mostró algo que la crítica cultural chilena ha preferido ignorar: una dimensión que no es heroica sino monstruosa: que nuestros conflictos no se resuelven entre héroes y villanos, sino entre criaturas deformes que encarnan nuestras propias contradicciones irresueltas.

Y así llegamos al dilema de 2025: no entre Jara y Kast como personas —eso sería trivializar el horror—, sino como figuras mitológicas que cristalizan dos ethos antagónicos, dos monstruosidades complementarias que el país ha parido después de décadas de cobardía política y degradación cultural. Tomemos las claves de escritores chilenos olvidados en un país que casi no lee: la figura del imbunche y la majamama, analizadas magistralmente por Roberto Hozven, Luis Oyarzún y otros pensadores que Chile prefirió sepultar en el olvido antes que enfrentar las verdades incómodas que nos revelan.

José Edwards nos recuerda algo fundamental en su mitología: la mitología heroica es superficial o provisoria (¿el octubrismo con sus banderas heroicas?), y fundamentalmente prevalece la otra, oscura, antiheroica y monstruosa. Todo heroísmo unilateral, como toda revolución drástica, está emparentado con el suicidio. No se puede impunemente decapitar, amputar o —en la expresión cruda de Edwards— «meterse la patria por el culo», porque la naturaleza es una sola y quien rompe algo se rompe a sí mismo.

Uno a uno los monstruos renacen. Monstruos llaman a sus héroes y el cielo queda oscuro y vacío como fue en el principio. Esta es la verdad incómoda que Edwards nos descubre: que nuestra épica revolucionaria genera sus propios monstruos, que cada gesto heroico contiene su propia autodestrucción.

La crucifixión del Anticristo: Kast y la banalidad del mal cotidiano

José Edwards, en sus dibujos mitológicos, nos presenta una imagen devastadora: «La crucifixión del Anticristo». Y aquí reside el primer golpe de lucidez que necesitamos: si Cristo murió un viernes y su muerte fue un acontecimiento trascendental —el trueno que estremeció la tierra, el sol borrado por las tinieblas, el velo del templo rasgado—, el Anticristo y su destino es la intrascendencia absoluta.

El Anticristo podría ser crucificado trillones de veces, segundo a segundo, hasta cubrir cada pulgada del tiempo ante la interferencia de cada quien, y no pasaría absolutamente nada. Porque el Anticristo no es un Satanás grandioso, un Lucifer rebelde que desafía el orden divino. Es más bien un sujeto banal y ensimismado que busca velar por sí mismo y niega la comunidad, incapaz de conmoverse por el sufrimiento ajeno.

Donde Cristo predicaba «dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», donde llamaba a dar al pueblo lo que es del pueblo, el Anticristo se queda con el mantra sagrado de nuestro tiempo: «Con mi plata no». Ese grito de guerra del individualismo más mezquino, del egoísmo más ramplón, de la negación más absoluta de cualquier compromiso colectivo.

Y aquí viene lo terrible: Kast no es excepcional. Kast es sintomático. No es un líder carismático; es la materialización de un instinto de supervivencia deformado. Siendo el presidente más votado de la historia de Chile, es quizás uno de los menos festejados por la gente.

Es el hijo que, tras décadas de trauma dictatorial, ha internalizado tanto el miedo al cambio que prefiere el infierno conocido al paraíso incierto. Es el imbunche que, en lugar de luchar por liberarse, se convierte en guardián de su propia jaula.

Desde el voto a Parisi al triunfo de Kast se nos muestra lo propio del chileno promedio —y sí, también incluso del zurdo promedio—. Sujetos incapaces de ayunar, de socorrer al moribundo, de oponerse a la injusticia, de expulsar a los mercaderes del templo. Porque mientras Cristo buscaba la felicidad de los demás, el Anticristo —cada uno de nosotros en nuestros momentos más miserables— busca tan sólo su propia felicidad.

Es muy fácil quejarse del «facho pobre», muy cómodo lamentarse de la «derechización» del pueblo, olvidando lo que dijo Santiago Arcos en el siglo XIX: «El pobre no es liberal ni conservador, el pobre es pobre». Más que una derechización, estamos ante una despolitización radical. Lo que en el fondo es lo propio de un huaso ladino como Pinochet, que nunca creyó en ideologías sino en el poder puro, en el dominio descarnado.

Y aquí vemos operar al imbunche en su forma más perfecta: el infante maltrecho que defiende las propiedades de sus secuestradores. El imbunche, esa criatura mitológica chilena analizada por Hozven, es el niño robado y deformado por los brujos, con la cara vuelta hacia la espalda, que termina defendiendo a quienes lo mutilaron. Kast y su electorado encarnan esta figura: sujetos que defienden un sistema que los ha deformado, que los ha despojado de dignidad, que los ha convertido en monstruos funcionales al poder que los explota.

Pero la «campaña del terror» contra Kast —esa pretendida cruzada para «detener el fascismo»—, reproduce casi exactamente los mecanismos y la banalidad de la campaña del freísmo contra Allende y el Frente de Acción Popular (FRAP) en los años 60.

Aunque la vinculación de Kast con los elementos más reaccionarios que en su momento sembraron miedo con rumores sobre expropiaciones y persecución religiosa, hoy difunden memes y audios falsos sobre desorden y caos inminente. El contenido cambia, pero la estructura emocional permanece idéntica: provocar el miedo ancestral del chileno a perder sus «propiedades» no solo materiales, sino también su status social, su seguridad percibida, su lugar en el orden establecido. Se apoya fuertemente en lo que Juan José Tamayo llama “la internacional del odio”. Kast ingresó a la Political Network for Values (PNfV) en 2015 cuando era solo un diputadito de la Unión Demócrata Independiente (UDI, partido pinochetista), y hoy es el presidente de esta organización global que desde la sede de la ONU en Nueva York, ha proclamado la necesidad de «restaurar el sentido original» de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un eufemismo para una cruzada civilizatoria que pone en el centro «la vida, la familia y las libertades» entendidas desde un dogma conservador que excluye. La PNfV es el brazo «diplomático» y de alto nivel de esta corriente que conecta a políticos, think tanks y activistas pro-vida y pro-familia tradicional de los cinco continentes. Además, es parte del “Foro de Madrid”, una «estructura permanente» anticomunista diseñada como contrapeso a los foros de la izquierda latinoamericana. Kast es uno de sus firmantes más prominentes. La «Carta de Madrid», su manifiesto, dibuja un mundo maniqueo donde una «Iberosfera» (no confundir con el proyecto de la Iberofonía) de naciones con raíces comunes es amenazada por una izquierda «secuestrada» por «regímenes totalitarios de inspiración comunista». Esta narrativa, que homogeniza y sataniza al adversario, proporciona el guión retórico que Kast adapta localmente, hablando de «narco-izquierda» y de un «modelo» de estallido social exportado.

La respuesta de la izquierda institucional no es menos tramposa. Moviliza a sus bases agitando el espectro del fascismo, un fantasma útil que le permite ocultar una ausencia aún más profunda: la de un proyecto transformador auténtico. Kast es el monstruo perfecto para este teatro; su amenaza, real en su vulgaridad reaccionaria, es magnificada hasta convertirse en el único contenido de una campaña que no propone un horizonte, sino que solo promete evitar el abismo.

Esta estrategia no es una resistencia heroica, sino la última y más cínica maniobra del establishment: demonizar al «facho pobre» del vecino para que el espejo no devuelva la imagen de nuestra propia complicidad con el sistema que dice combatirse. Una izquierda con una praxis de integración al Estado subsidiario, gestión ministerial y de defensa de un orden que, aun cuando se pinte de progresista, mantiene intactos los fundamentos del modelo. Desde la campaña de Jara es capaz de adoptar propuestas, «cositas» de Parisi, como la rebaja del IVA a los medicamentos, en un intento desesperado de atraer votos. Se arropa con expresidentes y figuras del antiguo régimen concertacionista. Su discurso no construye un horizonte nuevo; se reduce a ser la contención de Kast, el «mal menor» que garantiza que nada cambie sustancialmente. Es la candidata de la administración, no de la transformación. Por eso su mayor atractivo no es un proyecto nacional, sino su carácter de dique: es la garantía para ciertos poderes fácticos, nacionales e internacionales, de que un gobierno de Kast –con su impredecibilidad y su alineamiento con la derecha iliberal global– no altere los fundamentos económicos del modelo. Es la adalid de un orden establecido que ya nadie defiende con pasión, pero que muchos prefieren por miedo al salto al vacío.

Hubo un  sector del empresariado que, ante el fantasma de un nuevo estallido social bajo un gobierno de Kast –con su promesa de represión y polarización extrema–, vio en Jara el mal menor, la garantía de una estabilidad mínima para los negocios. Su programa económico, de hecho, no propuso revoluciones, sino un «Estado articulador» que prioriza sectores estratégicos como la minería del litio y el cobre, y que promueva la inversión privada.

Jara es hoy la segunda persona más votada de la historia de Chile. Su figura quedó como la medallista de plata. Plata como la que recibió Judas, que en esta caso, con su treinta y tantos por ciento, logró hasta «con yapa» (un regalo).

Y aquí debemos decir lo que la izquierda institucional no quiere escuchar: evidentemente no está por la superación del capitalismo, ni por la soberanía nacional, ni por el desarrollo autónomo, ni por la descolonización del Sur Global. Por más guiños retóricos que haga a los BRICS, al Foro de São Paulo, al Grupo de Puebla, a la CELAC, a UNASUR. Por más que sus personeros tengan vínculos biográficos con Venezuela, Nicaragua y Cuba, en la práctica concreta funcionan como un proxy —un representante local— del establishment liberal estadounidense y europeo. Se formaron intelectualmente no en la tradición del marxismo latinoamericano, ni en la teoría de la dependencia, ni en el pensamiento decolonial del Sur Global, sino en las corrientes del progresismo liberal anglosajón. Sus referentes teóricos no son Mariátegui, Galeano, Quijano o Dussel, sino Rawls, Habermas, Nancy Fraser, Judith Butler. No leen a Ruy Mauro Marini sino a Thomas Piketty. Su horizonte intelectual está completamente capturado por la academia estadounidense y europea.

No se plantean la lucha por la nacionalización del cobre o la salida de Chile de los tratados de libre comercio que nos someten. Esas causas son invisibilizadas o directamente estigmatizadas como «populismo» o «nacionalismo trasnochado». El progresismo permitido es el que no toca la propiedad, el que no cuestiona el libre comercio, el que no desafía la integración subordinada de Chile al capitalismo mundial.

Es la izquierda que habla de antiimperialismo en discursos internos, pero que en los foros internacionales, en las votaciones de la ONU, en sus políticas concretas de comercio exterior y alianzas diplomáticas, reproduce el imperialismo con otro lenguaje. La que critica a Estados Unidos en mítines para la tribuna local, pero que en sus decisiones políticas ejecuta exactamente lo que Washington espera de un gobierno.

En suma, son proxy del atlantismo, no porque reciban órdenes de la CIA —aunque los vínculos materiales con fundaciones y ONG estadounidenses existen y están documentados—, sino porque han interiorizado completamente la ideología liberal-progresista como horizonte insuperable. Son colonizados ideológicos que creen estar descolonizando. Son imperialistas con mala conciencia que se creen antiimperialistas por criticar a Trump o a Bolsonaro.

Y aquí debemos hacer una aclaración crucial. Esto no es solo una cuestión de mala voluntad individual, de traidores conscientes que venden la patria por treinta monedas de plata. Es algo sistémico, estructural, infinitamente más complejo y por lo mismo más difícil de combatir. El Plan Cóndor funcionó, fue la respuesta violenta (con apoyo logístico y doctrinal de EE.UU.) para aniquilar a la izquierda revolucionaria mediante el terror de Estado. La estrategia actual es su inverso dialéctico, no terminó en 1990 con la redemocratización. Mutó. Se transformó en pájaro cuco —ese parásito que pone sus huevos en nidos ajenos para que otros críen a sus polluelos. Se trata de la cooptación y domesticación mediante la integración en el juego democrático-liberal, donde el enemigo no es exterminado, sino neutralizado al convertirse en un actor más dentro de los márgenes del sistema, dedicado a gestionar la misma seguridad nacional que una vez los persiguió. Como lo analizó el politólogo Manuel Antonio Garretón, se instalo un «dispositivo de miedo» que cristalizó en la izquierda chilena post-dictadura como un instinto de supervivencia política: priorizar la gobernabilidad sobre la transformación, construir consensos con el establishment económico, y desconfiar de las movilizaciones sociales masivas que pudieran desestabilizar el frágil equilibrio democrático.

He aquí una política de contrainsurgencia mucho más sofisticada. Ya no se trata de matar físicamente a los cuadros revolucionarios, sino de capturar ideológicamente a sus herederos. De venderles guerras culturales empaquetadas como emancipación, de ofrecerles lo woke como sustituto de la lucha de clases, de convencerlos que cambiar el lenguaje es cambiar el mundo, y que la representación simbólica importa más que la redistribución material.

Es la táctica más básica de contrainsurgencia, la que todo manual militar enseña desde Vietnam: separar al pez del agua. El pez es la vanguardia revolucionaria, el agua es el pueblo. Al separarlos, el pez se ahoga en tierra —o peor aún, evoluciona en culebra arrastrándose como el animal castigado en el Génesis bíblico. La izquierda institucional chilena es el pez que creyó poder sobrevivir fuera del agua popular, que pensó que bastaba con tener razón moral y proyectos técnicamente bien diseñados para transformar la realidad. Se apartaron del pueblo —o el pueblo se apartó de ellos, da lo mismo— y ahora reptan por el suelo del poder institucional como serpientes sin veneno.

Los cómplices debieran despertarnos más pena que odio. Son cómplices, sí, pero muchas veces inconscientes de su propia derrota. Víctimas, también, de un sistema que los formó, los financió, los cooptó y los convirtió en lo que son: administradores progresistas de su propia impotencia. Hay algo profundamente trágico en ver a dirigentes que de manera genuina creyeron estar construyendo un mundo mejor, y terminaron reproduciendo exactamente lo que combatían, solo que con mejor retórica y peores resultados.

Así como el establishment argentino —peronismo, radicalismo, la centroizquierda, los medios progresistas— encumbró a Milei por defecto. Primero lo subestimaron como payaso mediático, después le dieron tribuna pensando que se destruiría solo con su propia verborrea, finalmente lo convirtieron en la única alternativa creíble ante el desastre económico que ellos mismos habían administrado durante décadas. Y cuando quisieron frenarlo, ya era tarde. Milei ganó no porque tuviera propuestas viables sino porque representaba la negación total de una clase política completamente desacreditada.

Y hay algo aún más inquietante en el fenómeno Milei: su capacidad de apelar a hombres jóvenes. Mientras la izquierda progresista los trata como enemigos a reeducar, como portadores de «masculinidad tóxica» que deben avergonzarse de sí mismos, Milei les habla directamente, les ofrece un relato épico donde ellos son héroes, emprendedores, leones que se niegan a ser ovejas del Estado. Es un relato falso, por supuesto, es una estafa ideológica. Pero es un relato, que es más de lo que la izquierda les ofrece. La izquierda institucional perdió completamente la capacidad de interpelar a los hombres jóvenes de clase trabajadora porque decidió que toda masculinidad es problemática, que todo varón joven es un opresor potencial. Y estos hombres, sintiéndose atacados, buscaron refugio en quien les prometía dignidad aunque fuera la dignidad del lobo solitario en un capitalismo salvaje.

El fracaso no es solo argentino. Es global. Es la izquierda institucional que perdió a la clase trabajadora porque prefirió las identidades fragmentadas sobre la clase unificada, porque decidió que el lenguaje inclusivo importaba más que el salario digno, porque se avergonzó de hablarle al «obrero» porque esa categoría les pareció demasiado masculina, demasiado blanca, demasiado del siglo XX. Y mientras ellos deconstruían el sujeto revolucionario en un seminario universitario, Milei —y Bolsonaro y Trump— lo reconstruían a su imagen y semejanza: el self-made man, el emprendedor, el macho alfa. Versión neoliberal y reaccionaria del sujeto que la izquierda dejó huérfano.

Entonces Kast no es tanto un sádico como un sujeto anodino, banal en el sentido arendtiano del término. Su mal no radica en una maldad excepcional sino en una mediocridad totalizada, en una incapacidad absoluta de imaginar al otro, de sentir el sufrimiento ajeno como propio. Y esa banalidad del mal es infinitamente más peligrosa que cualquier monstruosidad grandilocuente porque se reproduce viralmente en cada gesto cotidiano de egoísmo, en cada «con mi plata no», en cada negación de lo colectivo. No apunta a un proyecto épico, sino a la banalización del miedo. Es un mecanismo de marketing político que, como el ritual infinito de la crucifixión en Edwards, se repite hasta el vaciamiento de sentido: crimen organizado, narcotráfico, migración irregular, son las trillones de cruces que levanta sin ofrecer una redención, sólo la promesa de una seguridad encapsulada, literalmente, tras un vidrio blindado.

Salir del campo de monstruos

Oyarzún, Edwards, Hozven, Melfi —todos estos pensadores olvidados—, nos dejaron las claves para entender nuestra tragedia. Pero también nos dejaron, aunque de manera oblicua, las pistas para salir de ella.

La clave no está en elegir entre monstruos. La clave está en reconocer que somos nosotros quienes los hemos parido con nuestra cobardía, con nuestra complicidad, con nuestro cinismo, con nuestra incapacidad de sostener proyectos colectivos más allá de la satisfacción inmediata del yo.

El imbunche defiende a sus secuestradores porque no conoce otra realidad. La majamama prolifera porque nos hemos acostumbrado a la componenda como forma de vida. El Anticristo se crucifica mil veces sin trascendencia porque hemos banalizado el mal hasta hacerlo invisible. La anti-Hidra controla los cuerpos populares porque hemos renunciado a la autonomía real.

Pero —y aquí reside la única esperanza posible— reconocer la monstruosidad es el primer paso para dejar de reproducirla. Ver al imbunche es comenzar a desimbuncharse. Nombrar la majamama es empezar a deshacer sus componendas. Identificar al Anticristo es recuperar la trascendencia del compromiso con el otro. Desenmascarar a la anti-Hidra es reclamar la autonomía de los múltiples cuerpos populares.

No hay garantías. No hay certezas. No hay manual de instrucciones para salir del campo de monstruos. Pero estamos nosotros. Y mientras estemos nosotros, mientras seamos capaces de mirarnos sin mentiras, de reconocer nuestras deformidades sin justificarlas, de construir vínculos que no se basen ni en el dominio de la anti-Hidra ni en el egoísmo del Anticristo, algo es posible.

No será fácil. No será rápido. No será heroico. Debe ser construcción desde lo mínimo: comunidades territoriales pequeñas, solidaridades concretas, organizaciones que no aspiran a salvar la patria sino a sostener una vida cotidiana. No la gran transformación sino mil transformaciones pequeñas, invisibles, pacientes. Será trabajo en los peladeros y en las redes, silencioso, ingrato, de escuchar huevadas. Será construir desde abajo, sin esperar salvadores. Será contener el nosotros incluso cuando todo conspire para fragmentarnos. Será tener la honestidad trágica de reconocer que somos un país roto y que reconstruirnos tomará generaciones.

Necesitamos crear una política que no se base en el miedo al otro, sino en la esperanza de un nosotros colectivo. Una política que no sea la simple negación de lo existente, sino la construcción de algo nuevo.

Como advirtiera el filosofo chileno Félix Schwartzmann en su ensayo premiado de los 50 “El Sentimiento de lo humano en América”, nuestra tarea no es solo transformar las estructuras, sino también las subjetividades. No basta con cambiar las leyes; hay que transformar el alma colectiva que las sostiene. Y para eso, debemos superar el imbunche que nos amputa las alas y la majamama que nos envuelve en su gelatina de componendas.

El cielo no tiene por qué quedar oscuro y vacío. Pero para que vuelva a brillar, debemos reconocer que los verdaderos monstruos no están en el adversario político, sino en nuestra incapacidad para construir juntos un futuro compartido.

Incluso si no hay esperanza, estamos nosotros. Y tendremos que ser suficientes.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.