Era miércoles. Imagino un hogar medio a la hora de cenar. Los progenitores y los hijos en la mesa, mantel de plástico, ensalada para compartir y quizá una tortilla. La tonadilla introductoria de cualquier informativo que abre -salvo TVE- con la noticia del día: Cristina Cifuentes habría obtenido un título de máster en una universidad […]
Era miércoles. Imagino un hogar medio a la hora de cenar. Los progenitores y los hijos en la mesa, mantel de plástico, ensalada para compartir y quizá una tortilla. La tonadilla introductoria de cualquier informativo que abre -salvo TVE- con la noticia del día: Cristina Cifuentes habría obtenido un título de máster en una universidad pública con notas falsificadas.
Hoy es martes. Casi un mes después de que el diario.es destapara el escándalo, la presidenta de la Comunidad de Madrid ha anunciado que renuncia al máster que lleva 28 días poniendo su legislatura en entredicho. Como si un máster fuese algo a lo que se puede renunciar. Como si después de haber abonado las tasas y de haber invertido horas y horas de esfuerzo, se pudiera tirar al contenedor de las cosas que nunca deberían haber existido. Cifuentes vuelve a burlarse de nosotros.
Y no solo eso. La presidenta lo tiene claro: la mejor defensa es un buen ataque, y ya tiene práctica cargando contra la universidad pública. La URJC, después del desprestigio al que ha sido sometida a medida que las informaciones iban saliendo a la luz, ha sido su chivo expiatorio: la culpa de todo este embrollo es la pésima administración de la universidad. Vuelvo a esa escena familiar y me detengo en las caras de esos estudiantes que trabajan para poder ayudar -y digo ayudar porque, con el sueldo de los precarios trabajos a los que somos condenados los jóvenes, no se paga ni un grado ni un máster- a costear sus estudios. Veo las miradas de rabia de sus padres cuando la presidenta de la Comunidad de Madrid decide tratarnos a todos de ignorantes y decirnos, con toda su soberbia, que las cosas en un posgrado funcionan así. Que es posible no asistir a clase por motivos laborales aunque el plan docente especifique que se trata de una formación presencial. Que es de lo más común no presentarse a exámenes, que luego pueden recuperarse con trabajos. Que todo el mundo sabe que uno puede aprobar asignaturas a las que no ha asistido en todo el curso. Que, de hecho, se puede superar una materia aun habiéndose matriculado tras haber sido esta evaluada. Pero, por supuesto, todas estas irregularidades son responsabilidad de la universidad. Ella pagó sus tasas, expuso su situación y pide perdón a los que se hayan sentido agraviados por las ventajas que esta le haya podido suponer en el desarrollo de sus estudios.
Sin embargo, lo más indignante como estudiante de la universidad pública no es el descaro que la actual presidenta de la Comunidad de Madrid exhibe al seguir defendiendo que su máster es «perfectamente real y perfectamente legal». Lo que es verdaderamente humillante es que Cristina Cifuentes haya utilizado ilícitamente su cargo para falsificar documentación pública mientras se dedica, desde ese mismo puesto, a promover la implantación de la Ley del Espacio Madrileño de Educación Superior (LEMES), de cuyo debate quedaron excluidos sindicatos y asociaciones estudiantiles, y cuya pretensión no es otra que privatizar todavía más la universidad pública, delegando muchas competencias, tales como las de gestión y las financieras, al Consejo Social.
El caso del máster de Cristina Cifuentes no solo es escandaloso por el falseamiento del currículum de la actual presidenta de la Comunidad de Madrid, o por el abuso de poder que supuestamente ha ejercido al incurrir en dicho falseamiento. Lo es por todas sus implicaciones. Porque con esta noticia se ha hecho evidente el clientelismo que existe en una institución que debería acoger y promover a todos sus estudiantes. Se ha puesto de manifiesto, de nuevo, que la educación no es igualitaria; y digo de nuevo porque los estudiantes llevamos años denunciando las subidas de tasas, que son inversamente proporcionales a la inversión en becas. Porque existe una educación de primera financiada con los sueldos de aquellos que solo pueden acceder a la de segunda. Porque la educación no es solo la elección -o la posibilidad de acceso- de una universidad: la educación empieza en los barrios castigados por la crisis, en los sacrificios de las madres y los padres, en la falta de recursos para la atención a la diversidad, en la masificación en las aulas. Esa misma educación es la que termina con la incertidumbre de los estudiantes ante un futuro laboral prometedor que parece que nunca llega.
La fotografía actual de la educación en general, y la universidad en particular, dista mucho de aquello por lo que tanto han luchado nuestros padres y nuestras madres. Ahora que todo el mundo habla de los chanchullos en la universidad, creo que es un buen momento para recordar de dónde venimos; para recordar que el acceso -casi- universal a la educación lo conquistaron nuestros mayores, que se han partido el lomo trabajando para que una tal señora Presidenta se ría en la cara de todos nosotros. Ahora que todo el mundo habla de los chanchullos en la universidad, me atrevo a decir que es también el momento de recordar que otra educación es posible, y que los cientos de miles de universitarios que lo somos gracias al sudor de nuestros padres, lo tenemos muy presente.
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