No hay que ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que esas elecciones que, en los EE UU, permiten elegir congresistas «republicanos» o «demócratas» no son más que un engaño para encubrir la peor de las dictaduras: la que ejercen ambos partidos de manera conjunta. Por supuesto, siempre cabría la posibilidad de que la gente […]
No hay que ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que esas elecciones que, en los EE UU, permiten elegir congresistas «republicanos» o «demócratas» no son más que un engaño para encubrir la peor de las dictaduras: la que ejercen ambos partidos de manera conjunta.
Por supuesto, siempre cabría la posibilidad de que la gente votara al «Partido Comunista de los Estados Unidos», pero esa posibilidad no es en realidad temida por nadie, ya que los dos grandes partidos políticos y sus campañas propagandísticas son financiadas por las mayores corporaciones capitalistas del planeta, incluyendo a los emporios de la comunicación.
Ahora bien, un militante que en los EE UU quisiera luchar por el socialismo jamás debería transmitir a la gente la idea de que, a pesar de todo, los demócratas son mejores que los republicanos. Probablemente es el error en el que ha caído Michael Moore, que sólo demasiado tarde comienza a comprender que el encumbramiento de Barack Obama no fue más que una operación de marketing de los poderes fácticos estadounidenses, alarmados por la mala imagen que en todo el planeta daba George W. Bush.
Ahora el imperio puede mantener sus ocupaciones militares, violar los derechos humanos y expoliar los recursos naturales del Tercer Mundo sin mayores problemas: incluso le darán a su presidente el Premio Nobel de la Paz.
El reto para la izquierda es no dejarse seducir por tan burdos cantos de sirena, porque mientras no comprenda el mecanismo alienante que supone el bipartidismo, estará condenada a alimentar la ficción mediante la cual el sistema se blinda de un modo tan maquiavélicamente perfecto.
Sin embargo, dada la primacía de los actos sobre las palabras, comprender el bipartidismo no es denunciar verbalmente el bipartidismo, para luego seguir cayendo en su trampa, como hace IU con su célebre política de «ni por activa ni por pasiva» dejar gobernar al PP.
Así, recordemos a Cayo Lara en Extremadura, indignado porque los militantes de IU se negaron a pactar con el PSOE para evitar un gobierno del PP (IU llegó a abrirles sendos expedientes disciplinarios a los tres diputados de IU en dicha comunidad, incluyendo al coordinador extremeño, Pedro Escobar, por el mero hecho de abstenerse de votar a ninguno de los dos candidatos procapitalistas). Y pensemos en lo que Lara pretende hacer ahora en Andalucía, tras declarar que lo ocurrido en Extremadura no se repetirá en las elecciones andaluzas, donde, según Lara, IU debe fijar su posición en la precampaña «con mucha nitidez», aclarando que apoyarán la investidura del PSOE para que no gobierne el PP.
De efectuarse, esta declaración pública sería un cheque en blanco que, desde el punto de vista estratégico, equivale a descubrir las cartas y decirle al PSOE que, aunque no hagan una sola concesión a las aspiraciones de IU, esta coalición les apoyará en la investidura igualmente, ya que «ni por activa ni por pasiva» pueden dejar pasar al PP. Varias son las reflexiones que se desprenden de esto, ahora que se aproximan las elecciones andaluzas. Primero que si, en la precampaña, IU aclara que regalará todos sus votos al PSOE a cambio de nada, entonces ¿para qué votar a IU? ¿Por qué no al PSOE directamente, o a nadie?
Pero existe otra reflexión de más largo recorrido, ya que, viendo la patética campaña electoral de Rubalcaba ante las elecciones generales (en la cual el candidato ni siquiera ha planteado el ejercicio de otra política distinta al neoliberalismo, sino simplemente un «plazo» ligeramente más amplio para efectuar «los recortes que nos exige Europa»), queda más claro que nunca que la disyuntiva entre el PSOE y el PP no es más que un dique de contención para evitar el surgimiento de una verdadera oposición política.
Así, tenemos por un lado a un partido que acepta a los homosexuales pero condena verbalmente (eso sí, sin mayores efectos legales) los crímenes de Franco y, por el otro, al PP. ¿Qué hacer, si sólo estos dos tienen posibilidades de ganar las elecciones, y si más allá de las elecciones no existe la lucha ni la autoorganización política, como repiten sin cesar los medios de comunicación?
Comprender el bipartidismo no es denunciar una ley electoral más o menos injusta, sino comprender rol histórico de la falsa disyuntiva que se nos ofrece. Véase el papel clave que el PSOE ha tenido, al menos desde el Congreso de Suresnes de 1974, como encargado primero de legitimar ese proceso general de impunidad que después se llamó «transición» o, ya en el gobierno, de efectuar los recortes sociales más drásticos (desde la reconversión industrial de Felipe González, hasta el techo constitucional al gasto público, pasando por varias reformas laborales y recortes salariales), además de ser el encargado de mantener y legitimar la misma política internacional imperialista (desde la entrada en la OTAN hasta la invasión de Afganistán, pasando por los bombardeos de Libia o Yugoslavia), y todo ello evitando a la vez el surgimiento de movimientos sociales contestatarios o reconduciéndolos al redil constitucional e institucional.
Tan efectivo se viene mostrando este mecanismo, que no resulta exagerado decir que no existirá una verdadera izquierda política en el Estado español mientras no se comprenda que el PSOE y el PP no son más que dos ramas de un mismo partido político: el del capital (y, por supuesto, mientras no se actúe de manera coherente con lo que dicha comprensión implica). A menos, claro está, que prefiramos seguir cantando en todas las manifestaciones, y con gran acierto, que «PSOE y PP la misma mierda es», para, más tarde, expedientar a quienes, como Pedro Escobar, ponen en práctica esas consignas.
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