Cuba es la palabra de orden. Lo es, porque hoy, como antes, se dirime en su espacio una pugna que parece impertérrita. En ese duelo, ocurren cambios que atañen a la mentalidad prevaleciente hasta hace algunos años; pero, del mismo modo, conciernen a los sentimientos, anhelos, virtudes o defectos de aquellos que –aunque habitan allende […]
Cuba es la palabra de orden. Lo es, porque hoy, como antes, se dirime en su espacio una pugna que parece impertérrita. En ese duelo, ocurren cambios que atañen a la mentalidad prevaleciente hasta hace algunos años; pero, del mismo modo, conciernen a los sentimientos, anhelos, virtudes o defectos de aquellos que –aunque habitan allende los mares-, siguen viviendo simbólicamente en ese lugar.
Cualquier avezado en la cotidianidad cubana más reciente podría llegar a afirmar que su razón es conciencia común. Sin importar de qué lado, a veces esas aserciones omiten que la nación es más ese sentimiento que junta, los rasgos que reúnen, la palabra que agolpa; y menos la segregación del factor humano en cualesquiera de las circunstancias que le resulte útil a algún docto occidental. De más está escribir que desde sus palabras, Nicolás Guillén chotearía poéticamente algunos de esos juicios crecidos sin conocer la historia y Jorge Mañach analizaría al poeta mestizo para evaluar esa particular psicología. La de esos «mercenarios de la oratoria», que ni ante la muerte misma sienten el rubor de su «descoco»; «descoco punible»; «descoco inaudito»; «descoco sin rubor».
Y es que los cambios paulatinos que se registran en Cuba crecen junto a razones esgrimidas, que conscientemente son convulsivas y que excluyen -en y fuera de-; dejando menos espacios para análisis basados en el conocimiento. Quizás el problema es que «ningún habitante de este inefable planeta es tan disconforme como el cubano. La protesta es su actitud permanente. Nunca está de acuerdo con nada. Ni siquiera consigo mismo. Todo le molesta y lo critica. Incluso se opone al disfrute del paraíso en la tierra».
Precisamente en torno a esas brechas se entrevera el conflicto de nuestro tiempo. Este es un trance que parece dirimir quién tiene la razón sobre la consabida cuestión ideológica en el discurso. Ello por los fracasos en materia económica, por la frustración que estas decepciones han conllevado para generaciones distintas y en diferentes sentidos; y por la aquiescencia sobre las representaciones sociales de bienestar, basadas en el consumo de bienes tangibles y no tan simbólicos, que globalmente disminuye el alcance del conflicto social resultante del crecimiento y la reproducción de la vida humana en un ámbito de bienestar.
Aun cuando no hay crisis sin solución, a pesar de que no hay «Untergang sin Aufgang en la historia» se vuelve a dirimir en la Isla el drama social de nuestro tiempo: aquel que brota de «la paradójica coincidencia de la generalización progresiva de la miseria como condición específica de existencia de la mayoría de los hombres y del instrumental técnico apto para superarla definitivamente. Esta circunstancia objetiva -la reducción vertiginosa de las posibilidades del hombre en un mundo que él ha puesto socialmente en condiciones de garantizarle la vida y enriquecerle el almario totalizando su humanidad- lleva, forzosamente, a plantear el problema de las relaciones entre el individuo y la sociedad, a desentrañar el sentido de lo que la sociedad sea y el individuo sea en ella».
Lo contrario es reducir la Nación a la sentencia circunstancial. Aquella que no logra percibir la contradicción latente entre un paisaje natural -imagen de paraíso perdido, descrito en Europa por utopistas en el siglo XVI, con una sensualidad mestiza, con cimbreante contorno y claro dintorno, ambos codiciados- y un paisaje social; resultante de una curiosa combinación de independencia política con una omnipresente dependencia económica y un evidente retraso productivo.
Evitar la pervivencia de esa contradicción latente parece ser también un problema que se dirime en estos tiempos. Hasta hace muy poco esta parecía ajena. No obstante, ya antes Cuba fue tierra de explotación y medro bajo condiciones de dependencia y heterogeneidad. Esa condición es latente aun -piénsese en el rol que hoy tiene la Inversión Extranjera Directa, su relación con la deuda externa, cambios operativos en los sistemas de propiedad y tipo de actores internacionales que participan- por la heterogeneidad productiva que la Isla comporta y por la no incorporación eficiente de los factores humanos de la cubanidad en la búsqueda de soluciones sólidas.
Así, el sentido de la sociedad en estos tiempos y su significado actual para los factores humanos de la cubanidad, conlleva el repaso consciente del pensamiento cubano. Un estudio consciente para entender los cambios, los problemas, las soluciones posibles. Un examen necesario, porque esos cambios son resultantes de cuestiones ya descritas y pensadas por una hornada de hombres y mujeres de pensamiento que entre los años 30 y 50 aportaron fecundas interpretaciones sobre los problemas de la Isla. También es imperativa esa revisión, porque algunos de los problemas ya son pretéritos: el de la economía, las relaciones Cuba-Estados Unidos, el de la raza, el de la exclusión política, el de la ciudadanía. Problemas pretéritos que adhieren nuevos significados claro está, como por ejemplo el de la emigración y los sujetos transnacionales.
Lo cubano del pensamiento de Raúl Roa
En términos históricos, el pensamiento cubano debería considerarse en relación a cómo este se desarrolla dentro de la conciencia de ser cubano y la voluntad de quererlo ser. Fernando Ortiz explicaba cómo la cubanidad «no consiste meramente en ser cubano por cualesquiera de las contingencias ambientales que han rodeado la personalidad individual y le han forjado sus condiciones; -sino que- son precisas también la conciencia de ser cubano y la voluntad de quererlo ser». Esto podría considerarse bajo un prisma en el que la «conciencia de ser cubano y la voluntad de quererlo ser» validen lógicas de análisis y participación necesariamente incluyentes. La cubanidad se configuraría como un espacio de síntesis y reflexión.
Intelectualmente, ello no significa que la conciencia de ser cubano se interprete bajo una exclusión relativa aupada por una ideología -cualquiera que esta sea-, cuando esta pretenda o consienta el soslayo de factores humanos que disientan o recurran a otras maneras de concebir la vida en sociedad. El raciocinio humano ha configurado cierta normatividad sobre la organización social. En la misma, cuestiones como la solidaridad, la garantía de los derechos y los deberes que operan bajo la Nación, la satisfacción de necesidades, y otros, evitan el libre albedrío sobre las cuestiones relativas a las formas de reproducción socioeconómica de los seres humanos. En tal sentido, una necesaria interpretación del pensamiento cubano consiente visiones distintas -formas diferentes de concebir la reproducción social-, pero que tienen como común denominador el abordaje de los problemas que afectan la vida de esos factores humanos. De esa manera, las soluciones posibles pueden ser consideradas en relación a cómo afectan o favorecen la vida de esos factores mencionados. Ya sean los elementos que se consideren de índole político, social o económico.
En el caso de Raúl Roa, se podría afirmar que es un intelectual de izquierda que llega a sintetizar, de acuerdo a sus propias circunstancias, lo más relevante del pensamiento cubano de su época. Ello, porque reúne en su pensamiento cuestiones esenciales como la independencia política, la necesidad de transformación económica, los conflictos sociales y la relación con Estados Unidos. Llega a esa síntesis siendo martiano y alejándose del dogma marxista. Fue un intelectual que le gustaba escribir con cuchilla. Asimismo empinar su papalote en tiempos borrascosos. Dicen que se subía en la mesa del profesor para dar sus clases y que era fumador empedernido.
Al ser martiano se asumía como antimperialista. Revolucionario en sí mismo, llegó a reconocer como un problema central de Cuba la opresión que era justificada por «grupos nativos privilegiados»; los mismos que influyeron en el despertar político de las «masas sojuzgadas» en los treinta del siglo XX. En la radicalización de su pensamiento y en el de varios de su generación, influyó la frustración que opciones políticas nacionalistas como las de Mario García-Menocal y Miguel Mariano Gómez generaron al promover «reformas puramente adjetivas, dejando intacta (…) la estructura colonial del país, fuente de su servidumbre, atraso, ignorancia y miseria».
Sin embargo, el juicio revolucionario de Roa no se determinaba por la necesidad abstracta de la insurrección per se, sino por la circunstancia concreta -Gerardo Machado, su gobierno y la frustración posterior de movimientos nacionalistas-, que exacerbaba la condición económica de la dependencia. Llegó en su vida a sintetizar esta cuestión como un problema fundamental, alcanzando una madurez evidente en sus escritos.
En 1948 subrayaba: «Cuba ha ganado una nueva conciencia política y un complejo más avanzado de relaciones sociales. Aún subsisten las raíces de la estructura económica de factoría; mas, está en parte cimbrada y totalmente puesta en cuestión. Se distribuyen más migajas de la riqueza, creada por el trabajo social. La clase obrera le ha arrancado al poder público algunas concesiones importantes. Y, asimismo, la clase campesina. Pero distan mucho de las que les corresponde por su posición creadora en el proceso productivo».
Esta es una cuestión relevante entonces y en la coyuntura del presente cubano. Hoy, bajo otra concepción política, con la diferencia cualitativa de que los recursos humanos contenidos en la Isla tienen una capacidad de innovación que no se integra eficientemente al proceso productivo. En este aspecto Roa era preciso, para disminuir la dependencia a activos foráneos y para fomentar el progreso resultaba necesario provocar desde lo político la «posición creadora» de esos grupos económicos.
Dos cuestiones relacionadas con este aspecto y de singular trascendencia para la actualidad fueron: en primer lugar, la inoperatividad para el progreso en la Isla de lo que él denominaba «empréstitos rapaces»; de los que poco recibió el pueblo cubano. La inversión extranjera como hoy se conoce, se contempla por la Teoría de la Dependencia como una de las causas más importantes que impiden el ahorro o excedentes económicos útiles para el mejoramiento del bienestar en las naciones en América Latina. En segundo lugar, Roa criticó la tendencia de algunos sectores a manifestarse a favor de la economía libre y la abstención del Estado en el proceso de distribución de la riqueza.
Para él, la cuestión de la distribución de la riqueza a favor de clases en desventaja era una cuestión moral. Ello implicaba una labor consciente desde lo político para garantizar los medios necesarios de subsistencia a los seres humanos en sociedad. También, un tipo de transformación social en la que se liberase la tensión presente en el sistema de relaciones políticas, jurídicas, económicas y culturales, derivado de la organización dominante de la propiedad y de la distribución de la riqueza correlativa.
Sin embargo, esa distensión no implicaba una erradicación de toda forma de propiedad privada, en tanto la sociedad la entendía como un espacio dialéctico en el cual el propio estado de desarrollo de las fuerzas productivas alentaría o disminuiría la presencia de unidades operativas con lógicas propias a partir de los procesos de distribución de esa riqueza material. Cuando presentó sus oposiciones a la cátedra de Doctrinas Sociales, para Roa no era perentorio el análisis ético sobre si la propiedad privada es consustancial o no a la naturaleza humana. Lo apremiante para Roa era cambiar en Cuba la estructura semi-feudal y colonial en la que vivían insertadas formas industriales con evidentes separaciones entre una burguesía que se apropiaba de los beneficios que producía una masa «aborregada». Para ello se necesitaba el concierto de diferentes grupos sociales que profundizarían en una «revolución democrática». La alianza era obligación previa e ineludible.
En la visión teórica que respaldaba sus acciones, aceptaba el marxismo como un «instrumento de redención social y humana» en el período histórico que le tocó vivir, pero no renunciaba al libre examen. Entendía que el marxismo era una visión peculiar de la vida y de sus problemas y reconocía que en las experiencias históricas el principal inconveniente de esta ideología fue el dogmatismo que dudó del mundo previo a la instauración del comunismo en muchas naciones. En los 50 negó su afiliación al Partido Comunista de Cuba por sus arraigadas convicciones democráticas. La solución marxista en términos políticos no debía entenderse como la solución final.
Él mismo explicó qué quiso decir con eso en una misiva beligerante que envió a Jorge Mañach. Allí enfatizó que el problema cubano se resolvía «con datos cubanos y no con datos rusos». «Si la salvación del mundo no está en manos cubanas, sí lo está la de Cuba». Tampoco vendría de Estados Unidos -o de ninguna otra parte-, y en caso de esperarla desde allí, sería «aplazar la causa de Cuba para las calendas griegas». Creía en el método revolucionario para minar las bases coloniales cubanas. Entendía que las causas de esa dependencia y pobreza provenían de esa suerte de fatalidad histórica en la que Cuba parece ser el espacio idóneo para cambiar de época: Colón descubrió de «chiripa» a América y España sentó las bases de dominación en la Isla -justo en la fase incipiente de la modernidad-; como después también lo hizo Estados Unidos -justo cuando la modernidad entraba en otra etapa en que necesitaba nuevos mercados, nuevas fuentes de bienes primarios y materias primas.
Le quedaba claro a Roa que si se explica la historia como resultante de la evolución de los medios de producción, se podría entender que existen grupos sociales que van a estar vinculados a esa forma global. Y, entonces, sus intereses allanarían el camino para que precisamente esos intereses globales determinaran el proceso de distribución de riqueza en la nación cubana. Además de estos, Roa reconocía otras lógicas que no necesariamente estaban relacionadas de forma directa con los medios de producción, pero que también abogaban por esa reconformación de las relaciones de poder globales. Según Roa, estos últimos «¡… entre el yugo que engorda y humilla y la estrella que ilumina y mata, se hubieran abrazado alegremente al yugo! No; no hubieran podido estar junto a Martí los que ahora, con la boca enjoyada de citas y las manos repletas de infolios, están contra él en la práctica política y en la conducta ciudadana». Entonces, Roa le puso de ejemplos en Carta a Mañach, a Bernabé Sánchez y Narciso López. Hoy quizás otros encajarían en aquella descripción.
Una cuestión contenida en la misma carta era su valoración sobre la independencia de Cuba -y los contingentes esfuerzos para lograrla-, que en muchos sentidos era periférica, en lo cual influía su estructura económica más que la Enmienda Platt en sí. La ausencia de diversificación agrícola y la concentración del comercio internacional -en aquellos tiempos con Estados Unidos-, eran causas más profundas que lastraban la propia moneda y el carácter independiente. Esta era una explicación teórica que desconocían las masas de espaldas tumefactas y que esquivaban los comensales plumíferos del Grupo Orígenes según su siempre transgresora opinión. Su sentencia: soslayar esa elucidación era irse por la tangente.
También es teórica su explicación al considerar el capitalismo «la reproducción amplificada de la concurrencia capitalista» que orienta la política del Estado hacia la dominación; teniendo esta múltiples formas de expresión en términos de política exterior. Contra esa dominación, Roa reconoce que participan en conjunto diferentes sectores de la sociedad: la pequeña y mediana burguesía, empleados, obreros y estudiantes en el caso cubano. De forma agregada, estos sectores buscaban lo que entendía Roa era la solución definitiva del problema de Cuba: cambiar sustantivamente la estructura económica de la Isla.
En su labor como profesor en los años 40 intentó reproducir y enseñar las ideas comentadas anteriormente. Al asumir la cátedra de Historia de las Doctrinas Sociales en noviembre de 1940, su primera acción fue retomar el pensamiento martiano con un premio especial dirigido a los estudiantes. Entendía que la ciencia era el vehículo para enriquecer la misión fundamental del profesor: no defraudar a la sociedad en la cual está inmerso. Por su labor, es elegido en 1947 como decano de la Facultad de Ciencias Sociales y Derecho Público. Intentó bajo su labor mantener una actualización académica de los profesores y de los programas de estudio. Hacer ciencia para crear conciencia.
Supo del exilio, de la vida emigrada. Su conflicto personal con Fulgencio Batista le hizo tomar ese camino. En México fue director de la revista «Humanidades». Al volver en 1956 inauguró el edificio José Martí que fue destinado a la facultad de la que fue decano. En el mismo año, junto a Mañach, participó en los decimoprimeros cursos de la Universidad del Aire, donde expuso el rol de la educación para ganar conciencia sobre los problemas de Cuba. La Universidad de la Habana era el espacio donde concebía la posibilidad de exclaustrar la cultura y derramarla, como lluvia fecundante, sobre el surco ávido de la conciencia nacional. Su labor académica fue reconocida en varias universidades internacionalmente.
Su manera de ser irreverente podría interpretarse a partir de nociones que compartía. Estaba seguro de que uno de los principales conflictos del hombre en sociedad era que «…cuando nacemos (…) nos encontramos insertos en un sistema de relaciones sociales, cuya profusa urdimbre nos ata y esclaviza a lo que nos viene dado». Pensaba que todos estamos a merced de usos, costumbres y normas inventados por otros; siendo solamente actores de una pieza mil veces escenificada. Complicada filosofía para mantener el orden social y la conciencia humana regida, según su criterio por la estática y las dinámicas sociales. El dilema, que es universal, se constreñía a la disyuntiva: «… o se decide uno por el cómo reptar de la vida prefabricada o por el riesgoso imperativo de ser el que es…».
¿En qué medida esa definición formaba parte de su vida? José R. Fernández Figueroa pensaba que sí, que era un hombre excepcional. Era «…de esa estirpe de hombres, tan escasa en estos [y aquellos] tiempos de mediocridad y de acomodamiento, que se agarra a un ideal y lo levanta como una bandera de fe y de esperanza. Si su palabra peregrina de la verdad, levanta ronchas aquí, agravios allá, vítores, más adelante, poco le importa, porque no escribe para agradar a unos ni lastimar a otros. Lo hace para cumplir con su conciencia de hombre…».
En estos tiempos donde ocurre una reconfiguración global, donde los costos sociales crecen como resultado de la brecha entre: la anomia sistémica que simboliza la prevalencia de intereses de rentabilidad dentro de un marco institucional normativo -que internacionalmente, exacerba un tipo de solidaridad utilitaria-, y donde se constata el desvanecimiento de las alternativas políticas y económicas eficientes en generar soluciones que mitiguen los efectos de esa anomia particular; resulta ineludible retomar el pensamiento cubano y encontrar allí alternativas posibles para el progreso que demanda Cuba y sus factores humanos. La ciencia brindaría argumentos para solidificar la conciencia cubana. Raúl Roa nos persuadiría de volver a José Martí, para desarrollar un examen de aquella visión que ha sido siempre síntesis del pasado y reveladora de un futuro posible.
Edel José Fresneda Camacho. Licenciado en Historia y master en Sociología por la Universidad de La Habana. Posee un doctorado en Estudios del Desarrollo.
Fuente: http://cubaposible.com/conciencia-cuba-palabras-raul-roa/