Hace escasos días, me tocó estar, como miembro del tribunal, en unas oposiciones a cátedra de universidad. La disciplina, conviene señalarlo, era la Etica. Una de las concursantes aludió, en su exposición y de pasada, al conflicto entre el deber de proteger la integridad de una persona y el derecho de ésta a su autonomía. […]
Hace escasos días, me tocó estar, como miembro del tribunal, en unas oposiciones a cátedra de universidad. La disciplina, conviene señalarlo, era la Etica. Una de las concursantes aludió, en su exposición y de pasada, al conflicto entre el deber de proteger la integridad de una persona y el derecho de ésta a su autonomía. En el turno de preguntas, le pedí que aplicara lo que había expuesto al caso De Juana Chaos. Y que lo hiciera desde una perspectiva moral. La respuesta, como era de esperar, consistió en una mezcla de silencios y evasivas. Tanto ella como el resto de colegas del tribunal miraron para otro sitio. O, para ser más exacto, se asustaron. El miedo, en la vida académica, suele ser superior a la ignorancia, por grande que ésta sea. Y, a buen seguro, que lo es.
Es cierto que en libros, artículos más o menos especializados e, incluso, en diarios se discute sobre el problema citado cuando topamos con situaciones que requieren una toma de postura al respecto. Así, hace dos décadas aproximadamente, varios presos del IRA murieron en huelga de hambre ante la indiferencia de la entonces primera ministra M. Thatcher. En cualquier caso, los ecos traspasaron el Reino Unido. Más cerca en el tiempo, en 1994, un niño de nombre Marcos Alegre murió de una leucemia en Zaragoza después de que él y sus padres, pertenecientes a los Testigos de Jehová, se negaron a que se le practicara una transfusión de sangre. Los padres, por cierto, fueron condenados a una pena no muy alta. Este caso suele aparecer en libros de bioética como test para medir el alcance de los deberes y derechos mentados. Y ya en nuestros días, a propósito de De Juana Chaos, se ha vuelto a suscitar el problema. Pero casi siempre alrededor de interpretaciones de los textos jurídicos que se refieren al tema. De esta manera se echa mano de la Ley General de Sanidad, de mediados de los ochenta, y de la Ley de Autonomía del Paciente, del 2004. El peso, repito, se pone en la forma de entender tales textos. Raramente se entra en el núcleo moral y en las intenciones de los sujetos. O se distingue a los distintos actores del drama. Y éstos son tres.
En primer lugar, está el público. Me gustaría confundirme, pero sospecho que un número considerable de ciudadanos desearían fervientemente que muriera el que, perteneciente o no a ETA, les genera todos los odios del mundo. En un razonamiento implícito o latente, piensan que, aunque no están a favor de la pena de muerte, les es lícito alegrarse de que sea el odiado quien les ahorre la faena dándose muerte a sí mismo. La venganza del corazón encuentra su réplica en los hechos. El otro actor es el que se declara en huelga de hambre y está dispuesto a llevarla hasta el final. En este punto los motivos no son irrelevantes. No es lo mismo una huelga de hambre por creencias religiosas o porque, enfermo, no se quiere vivir más, o hacerlo por defender una determinada ideología política. Es esto último lo que sucede con De Juana Chaos. Se trata de una protesta contra las excusas que se buscaron para mantenerlo en la cárcel. Se recurrió a dos artículos de periódico. Si el preso fuera ágrafo, es más que probable que se hubiera buscado otra rendija por donde colar una sentencia que evitara la excarcelación; excarcelación que se seguía de una legalidad que, guste o no, es la que está en vigor. Y el tercer actor es el Gobierno, con las instituciones, las penitenciarias entre otras, dependientes de él. No creo que las razones para alimentarle a la fuerza tengan su origen en la compasión. Temen, más bien, las reacciones ante un desenlace extremo. No se olvide, además, que una huelga de estas características no sólo puede conducir a la muerte inmediata sino a un deterioro fatal de órganos vitales.
Mi opinión final la voy a dividir en dos partes, una vez descritos los hechos y los actores. Desde un punto de vista moral opto, claramente, por la autonomía. Cada uno es dueño de su vida. Y nadie tiene derecho a imponerle continuar viviendo en contra de su voluntad. Por eso, y es un ejemplo a mano, debería legalizarse la eutanasia. Y, por eso, si un preso piensa que le están tratando injustamente es él quien ha de decidir sobre su cuerpo. El Gobierno y las instancias hasta las que llega su larga mano se han propuesto evitar efectos que pongan en entredicho sus planes. Su objetivo, en suma, no es respetar la autonomía sino lograr lo que les parece útil. Desde un punto de vista político y una vez reconocida la autonomía, creo que los responsables de la gestión gubernamental tienen una excelente ocasión para poner en marcha el sano sentido común. No vale atrincherarse afirmando que la justicia es independiente. Sabemos que hay resortes más que suficientes para resolver el problema. Ganaría la vida de un individuo, no se acentuarían las grietas para lograr la paz y resplandecería una virtud que es propia del buen político: el don de la oportunidad. Y su utilitarismo no sería alicorto. Ganaríamos todos.
NOTA: Justo al acabar el artículo me enteré del atentado de Barajas y en el que, a lo que parece, han muerto dos ecuatorianos. El futuro no es muy halagüeño. En lo que respecta a lo que sucede con De Juana Chaos, sin embargo, sigo pensando lo mismo.
* Javier Sádaba es filósofo