Se terminó la tregua. Una sensación de desazón nos invade, una sensación que ya conocíamos, pero que no deja de impactarnos cada vez. En la calle se percibe un fuerte deslizamiento de las gentes hacia el desinterés por la política, de resignación ante lo inevitable. Algunos, quizá los menos, nos preguntamos: ¿Qué hemos hecho mal? ¿Por qué no han funcionado las cosas según lo previsto? Más allá del rechazo a la postura represora y cicatera del gobierno y de los partidos legales ¿Cuál ha sido nuestra cuota de responsabilidad en esta situación que casi nadie quería? Y cuando utilizo el plural mayestático, me refiero a todos aquellos que, de una u otra forma, hemos apostado por la paz desde la izquierda vasca, a los sectores que anhelan el cambio social y la construcción de una Euskalherria desde abajo y a la izquierda.
En mi opinión las razones son profundas y hay que buscarlas fuera de la coyuntura actual. Bucear en la memoria de nuestra práctica política en las últimas décadas. En lo que me toca, como persona activa en movimientos disidentes de los ochenta y noventa, desde los márgenes solidarios y críticos con la izquierda abertzale orgánica creo necesaria, más que nunca, la autocrítica.
Necesaria porque siento que no hemos sabido aprender de nuestros errores, que no hemos sido capaz de expresar ni explicar nuestros fracasos a las nuevas generaciones, favoreciendo así la aparición de malentendidos. En este artículo trataré de exponer algunos de esos malentendidos con la esperanza de que todavía no es demasiado tarde para cambiar de rumbo y recoger los frutos de luchas pasadas, sin triunfalismos ni falsas justificaciones.
Radicalidad no significa necesariamente violencia armada
En este país se considera radical al que tira de hierro. El síndrome del Che Guevara está tan presente en el imaginario izquierdista vasco como en las camisetas que lucen en verano sus habitantes. No trató aquí de hacer una crítica al foquismo, ni a la izquierda guerrillera de América Latina, sino de expresar la obviedad de que esto no es la selva boliviana.
Para que se de una acción guerrillera –en el ámbito rural o urbano– son necesarios espacios liberados desde los que actuar. Estos espacios surgen:
–A consecuencia de condiciones de opresión severa; no sólo económicas, también puede tratarse de opresión cultural o identitaria.
–Por la creación de un proyecto político alternativo que cuaja entre los oprimidos, que lo perciben como alternativa al dominante.
–A causa del abandono del Estado de zonas de la sociedad, en términos espaciales o sociales, donde el proyecto alternativo puede desarrollarse.
Hay que forzar mucho el análisis de la realidad para entender que estos factores se dan hoy en día en Euskalherria. Ciertamente represión hemos tenido de sobra –y tenemos– y se sigue dando discriminación cultural en Navarra o Iparralde en lo que se refiere a la situación del euskera y la cultura vasca. Podemos hablar de opresión también en términos económicos, pero, desde luego, no se puede decir que la parte de la sociedad que apoya a la izquierda abertzale sea la más desfavorecida.
La represión ha afectado –y afecta– a un sector de la población que, aun siendo importante, no es mayoritario. No quiero decir con esto que no haya razones para la lucha, ni que sean los sectores más desfavorecidos los que deban necesariamente liderarla, simplemente digo que las condiciones que dieron lugar al surgimiento de la lucha armada han cambiado de forma notable. Somos una sociedad más bien rica, con sus desigualdades claro (de hecho la brecha entre ricos y pobres no hace sino aumentar), y los avances en la reconstrucción de la identidad vasca hacen que no se pueda hablar de opresión identitaria severa (de la identidad España sobre la identidad Euskadi) aunque sigue existiendo una dialéctica desigual entre ambas. Los discursos en ese sentido suenan cada vez más retóricos. Más todavía si tenemos en cuenta la llegada de emigrantes de otras culturas ajenas a esa dialéctica.
Sí que creo, en cambio, que se ha constituido un embrión de proyecto alternativo (con sus contradicciones) alrededor de la izquierda abertzale en sentido amplio, pero considero que ese proyecto, para desarrollarse, debe desembarazarse de la lucha armada como la herramienta obsoleta en que ha devenido. Reforzar las características comunitarias del movimiento sería, a mi entender, el primer paso para fortalecer ese proyecto; y la lucha armada, si bien crea tejido social antirrepresivo, aísla a la comunidad de izquierdas y abertzale (con todos los matices que se quiera) del resto de la sociedad y, por tanto, a la larga, desgasta el propio tejido comunitario.
Es necesario, por el contrario, ligar las luchas del movimiento con los problemas y aspiraciones cotidianas de la sociedad vasca, huyendo de la retórica. Ejemplos no faltan: invasión del cemento especulador (con la consiguiente carestía de la vivienda), precariedad, violencia gratuita (de hombres contra mujeres, jóvenes contra jóvenes, trabajadores contra trabajadores) apolitización y desestructuración social… esos son los temas que hay que encarar. El derecho a decidir debe ser un derecho para sí y no un derecho en sí –por utilizar una terminología sartriana– es decir, debemos dotarlo de contenido y de potencialidad de cambio.
En cuanto al Estado, es evidente que aquí tenemos Estado de sobra: tanto en su cara de control social ante la disidencia y soporte a las políticas neoliberales, como –cada vez menos- en su faceta de asistencia social. El movimiento deberá entrar también en el debate de cómo relacionarse con el Estado y sus diferentes centros de poder: local, autonómico, estatal-español, europeo, global… pero la pretensión de un Estado vasco con ETA considerada como embrión o vanguardia no pasa de ser el sueño de unos pocos. ETA no puede ser un poder constituyente desde lo militar por incapacidad, ni un contrapoder desde lo social porque no responde a las necesidades y aspiraciones de la sociedad, los años pasados así lo han demostrado.
ETA Lleva una década rentabilizando acciones armadas para buscar poner el tablero político y los actores que en él interactúan en dinámicas favorables a fin de lograr avances en el juego de mayorías en ámbitos como el derecho a decidir, etc., además de explotar al máximo las contradicciones que les proporciona, cada vez que hacen un atentado, el partidismo, electoralismo y demás inercias podridas del sistema. Es decir, trata la guerra como la política por otros medios. Es más que dudoso que a resultas de su acción se haya avanzado en la dirección que proponen, pero, desde una perspectiva anticapitalista, su principal contradicción es, que si consiguieran lo que dicen que consiguen, sólo se trataría de avances hacia un autogobierno vasco perfectamente alineado con el proyecto neoliberal europeo, perjudicando la consolidación de un proyecto social-identitario alternativo.
Debemos bajarnos los humos y comenzar a buscar espacios liberados en las grietas del sistema, allá donde aún sobrevive la comunidad, es decir: la parte de las relaciones sociales no totalmente condicionada aún por el mercado, el espectáculo, o el poder partidocrático.
La verdadera radicalidad no consiste entonces en ser el más violento contra el sistema, sino en desentrañar sus contradicciones desde la práctica política y la lucha social, interpretar los deseos de cambio de la comunidad y seguir su mandato. Es decir, ser capaces de descubrir las raíces de los problemas y ponerlas en conexión con la cotidianidad para, así, conseguir cambiarla.
En ese sentido podríamos decir que la radicalidad no se mide en términos aritméticos de más-menos, sino por la geometría abajo-arriba. Lo radical es lo que surge desde abajo y condiciona el arriba del poder. Como la raíz o el rizoma en el mundo vegetal.
Los que más sacrificios hacen por la causa no tienen necesariamente razón.
Esta obviedad parece no serlo tanto en el imaginario de izquierdas y abertzale, donde el homenaje (justificado desde un punto de vista emocional y de autovaloración política de la lucha) a los militantes caídos o excarcelados acaba convirtiéndose en razón política. Sin embargo, quizá sean los militantes clandestinos los que, por razón de su autoexclusión social, tienen menos elementos de juicio para valorar la complejidad de las relaciones sociales. Sin negar su valentía o entrega, ello no significa en absoluto que tengan más razones que cualquiera para decidir sobre cuestiones políticas. Tenemos sobrados ejemplos de lo contrario. Cuando la dirección política del movimiento se deja en manos de los militantes clandestinos el resultado suele ser desastroso; y comenzaré barriendo en mi propia casa. La mera supervivencia como principal objetivo de los últimos comandos autónomos anticapitalistas derivó en lógica antirrepresiva como única táctica política. Obstinados en una pelea ai ferri corti contra el gobierno socialista, acabaron definitivamente de perder el enganche con el movimiento obrero y popular, por entonces ya en retroceso, que les vio nacer e impidió cualquier sintonía con los nuevos movimientos autónomos juveniles emergentes de claro corte contracultural.
Fuera de nuestras fronteras destacaría dos ejemplos contrapuestos: Sendero Luminoso (Partido Comunista del Perú) que pasa de un «primer Sendero», que consigue el apoyo de buena parte del país, a irse deteriorando en una guerra cruel donde, al final, todo se reduce a una cuestión de supervivencia del grupo armado por encima de otras consideraciones políticas. Los Zapatistas, sin embargo, cuando son traicionados por la clase política mexicana tras los acuerdos de San Andrés, lejos de intensificar la lucha armada, dan el paso clave de entregar el mando a las Juntas de Buen Gobierno y acentúan la actividad política con la Otra Campaña. Un buen ejemplo de cintura política y adaptación a una sociedad compleja y cambiante.
En el altiplano boliviano los campesinos entierran la papa en el frío suelo donde queda a salvo y perfectamente conservada durante años. Lo mismo se hacía con las armas cuando se «enterraba el hacha de guerra». Después de tantos años repitiéndonos aquello de –ni un paso atrás, ni para coger impulso– nos hemos acostumbrado a la huída hacia delante como estrategia política. Tal vez haya que cambiar la frase y reconocer que, en ocasiones, es necesario retirarse para volver con más fuerza, pero, ese volver, no será ya igual que lo anterior (como en el caso de las treguas tácticas) sino que debe responder a un cambio profundo de estrategia.
La renuncia a la lucha armada no supone necesariamente reformismo o exclusividad de la vía electoral
Las cosas son más complejas que todo eso. Ante la falta de poder económico, mediático y militar (o un poder muy pequeño en comparación con el del Estado-Capital) el acceso a la vía electoral queda limitado, no sólo por leyes antidemocráticas, sino por la propia esencia de la democracia-espectáculo, donde sólo las opciones que responden a intereses económicos sólidos tienen posibilidad de ser elegidas. Sin embargo, a los desfavorecidos nos queda la posibilidad de unirnos fuera del espectáculo, o interactuar de manera inteligente con él. A ese unirnos es lo que llamamos comunidad. Comunidad como agrupación libre de personas en un ámbito concreto.
Medios de comunicación comunitarios, redes de producción y distribución locales, editoriales pequeñas pero fuertes, educación propia dentro y fuera de la escuela, espacios autogestionados para el ocio y la comunicación… que todo ello tenga luego su reflejo en las urnas, por ejemplo en ayuntamientos o diputaciones, puede ser positivo, pero desde luego es secundario, porque, sin comunidad, un hipotético éxito electoral sería un acceso al poder elitista, sin base real, flor de un día. Se ha hablado mucho de la vía electoral en América Latina como posibilidad de cambio social, pero se suele olvidar que en la mayoría de los lugares donde las izquierdas consiguen diferentes cotas de poder lo hacen aupadas por un pujante movimiento social previo. Un movimiento social que, como no podía ser de otra manera, entra en contradicción con las organizaciones políticas de izquierdas.
Esa dialéctica puede ser positiva y a mí me gustaría, algún día, poder criticar a los partidos de la Izquierda Abertzale, en los ayuntamientos por ejemplo, desde la perspectiva de los movimientos sociales, desde la comunidad, sin ser sospechoso de connivencia con el enemigo. La práctica del mandar obedeciendo no es una cuestión de voluntad por parte de los partidos, sino que se debe a la existencia de una comunidad fuerte, con sus propias organizaciones de base: sectoriales, vecinales, culturales… que exigen que se cumplan sus demandas. Es, además, importante fijar el objetivo de que, finalmente, sea la propia comunidad la que se autogobierne a través de la participación directa de los comuneros en la toma de decisiones. Los partidos que se pretenden de izquierdas deben evitar entonces perpetuarse y más bien tienen que tender a su autodisolución en el todo común, aprender a tomar decisiones en red, sin patrones ni poltronas.
A veces los amigos cuando hago críticas a la lucha armada, me dicen: Pero bueno si hasta «los autónomos» (con esa manía de encasillarlo todo en una categoría) renuncian a la violencia… y lo hacen con una sonrisa acusadora, como diciendo: os estáis volviendo unos reformistas. Una vez más los malentendidos. Espero que este artículo sirva para despejarlos.
* Juan Ibarrondo (consejo editorial de eutsi.org)
http://www.eutsi.org/kea/content/view/403/30/lang,es/