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Contestación frente a represión en el mundo árabe

Fuentes: http://www.cetri.be/

Traducido para Rebelión por S. Seguí

Este texto está publicado en État des resistances dans le Sud, 2009 http://www.cetri.be/spip.php?rubrique120〈=fr

El fracaso de las políticas de desarrollo mimético, el agotamiento de los motores ideológicos de los estados post coloniales y las crisis abiertas por el descontento ante la liberalización económica alimentan el descontento popular en el mundo árabe. Los disturbios, los nuevos sindicatos autónomos, los movimientos islamistas, las ONG, las organizaciones de base y las minorías nacionales se topan con el autocratismo autoritario de los regímenes existentes, tanto monarquías como repúblicas.

Si el intento de elaborar un Estado de las resistencias en el mundo árabe parece a primera vista una tarea imposible, es debido en primer lugar a los arraigados tópicos que estructuran la imaginación occidental en este ámbito. Un imaginario a menudo alimentado por la ignorancia y la indiferencia, el desprecio o la sospecha, que la proximidad geográfica tiende a exacerbar más que mitigar. A diferencia de América Latina, a la que Marc Saint Upéry (2007) califica con acierto de «lugar de un exotismo extrañamente familiar y espacio privilegiado de proyección», en particular para la izquierda europea, las orillas meridional y oriental del Mediterráneo remiten más a «un vecindario misteriosamente distante» y «una fuente constante de perplejidad.» Dos tópicos dominantes que ocultan de un modo singular nuestra percepción de la dinámica contestataria que se desarrolla en esta región.

En primer lugar, el tópico del «vacío de protagonistas» civiles y sociales que caracterizaría a las sociedades no democráticas. El autoritarismo, el militarismo o las disensiones de los países del Magreb y el Próximo Oriente tendrían como corolario automático la confiscación insoslayable de todo espacio autónomo de movilización ciudadana y protesta social. En este esquema simplificado, no existe alternativa real entre la sumisión y la rebelión. De ahí una doble representación, cosificante y homogeneizante, de la calle árabe, presentada unas veces como apática, inerte, «muerta«; otras veces como «irracional«, agresiva, peligrosa (Bayat, 2003). A la idea de unas sociedades estáticas, detenidas, responde el espantapájaros de amenazadoras erupciones y movimientos repulsivos («ugly movements»).

Lo que nos lleva al segundo tópico, igualmente generalizado en esta orilla del Mediterráneo, a saber, el agotamiento de lo esencial de las formas de protesta en el mundo árabe en la figura cosificada de los «locos de Dios«, figura que fija y sobredimensiona la retórica religiosa. Las contradicciones supuestamente intrínsecas entre los movimientos islámicos y la dinámica de modernización social y política bastan para aislar el objeto en su gueto y estigmatizarlo. La supuesta «excepción árabe-musulmana» cobra plena vigencia, alimentada por el mito esencialista de una «especificidad cultural irreductible de estas sociedades» y por una focalización culturalista en un fundamentalismo islamista inmutable (Bennani-Chraibi y Fillieule, 2003).

Sin embargo, la realidad de las resistencias al orden establecido y a las desigualdades en el mundo árabe aparece, en un segundo nivel de lectura, a la vez más densa, más dinámica y más compleja. Y, al mismo tiempo, inscrita en un contexto evolutivo. El fracaso de las políticas de desarrollo mimético, el agotamiento de los motores ideológicos de los estados post coloniales y las crisis abiertas por la liberalización económica, la globalización y la geopolítica del petróleo han alimentado el descontento popular y han despejado el camino al (re)surgimiento o la autonomización de las organizaciones sociales, identitarias, nacionalistas y democráticas.

Poderes autocráticos y crisis de legitimidad

Desde Marruecos a Egipto, Siria, Qatar, Libia y Arabia Saudí, la constante que sufre menos inflexiones en el mundo árabe, desde la independencia hasta hoy, es el carácter autocrático y autoritario de su veintena de Estados. Tanto las monarquías como las repúblicas -al margen de sus oposiciones fluctuantes en términos de lealtades externas y gestión interna de la relación entre arabismo e islamismo (Khader, 2009)- comparten este rasgo común: a pesar de las graves crisis de legitimidad, han logrado estabilizar, mantener y consolidar su poder durante décadas.

Un poder construido en la estela de las luchas de liberación nacional y altamente centralizado desde el principio para abordar tanto el deseo de independencia como las necesidades de desarrollo económico y las expectativas sociales de la población. Recuperación del atraso histórico, reforma agraria, modernización, nacionalización e industrialización fueron las consignas de la época. Con el nacionalismo, el arabismo o el socialismo como impulsores políticos, los Estados árabes fundieron la concentración de poder en el hormigón de las constituciones. Lo cual era, a su entender, el medio más adecuado para «garantizar su independencia frente a las amenazas externas, contener las tensiones sociales, suavizar las divisiones entre las clases sociales y así reducir cualquier fuente potencial de conflicto» (Khalil, 2004).

Los resultados de estas primeras décadas «tercermundistas» se conocen: si bien se registraron indiscutibles avances sociales de importancia, -con la función distributiva como factor de legitimidad de los gobernantes- el nacionalismo estatista árabe pronto tuvo que hacer frente a múltiples crisis. Crisis políticas, económicas, sociales y culturales. La dolorosa derrota militar ante Israel en 1967 y las rivalidades interárabes -entre baazistas y nasseristas, entre baazistas sirios e iraquíes, entre «repúblicas progresistas» y «monarquías reaccionarias» con la Guerra Fría como telón de fondo, etc.- contribuyeron al claro repliegue ideológico del sueño del panarabismo.

A escala interna, la crisis de financiación y las carencias de las estrategias industrializadoras de sustitución de importaciones, junto con la deuda excesiva de los países que no cuentan con los ingresos del petróleo como elemento compensador, la explosión demográfica, el empeoramiento de la dependencia alimentaria y el aumento de la insatisfacción popular contra las élites militares y las grandes familias gobernantes pondrán a los gobiernos árabes a merced de los vientos dominantes de la economía internacional: ajuste estructural, liberalización, privatización, sin perjuicio de su integración en el mercado mundial.

Sin embargo, la fragmentación progresiva del papel del Estado y un pluralismo político en dosis homeopáticas no conseguirán hacer mella en la autocracia centralizada, los partidos únicos y los líderes vitalicios. Por el contrario, todo ello contribuirá a reforzar los regímenes autoritarios (Camau, 2005). Como escribe Bishara Khader, «los Estados, aunque debilitados, muestran una resistencia excepcional, gracias a la concentración de los aparatos represivos y sus alianzas con las potencias extranjeras, que, en última instancia, prefieren tratar con Estados autoritarios, pero estables y de confianza.«(2009). Sobre un fondo de nepotismo, clientelismo y corrupción, la colusión entre las élites políticas y las económicas ha tenido un papel central en la penetración del capital extranjero y el surgimiento de un capitalismo especulativo. Los ingresos del petróleo y sus excedentes se invierten, en su mayor parte, en el mundo occidental, en lugar de hacerlo en el mundo árabe (Mutin, 2009).

En estas circunstancias, las autoridades tratarán de seguir basando su legitimidad en las tradiciones: patriarcales, monárquicas, tribales e islámicas. Junto a una islamización social por abajo, generada por el estancamiento de las políticas de modernización, se produce, en efecto, una determinada reislamización por arriba de los regímenes políticos. «No deberíamos sorprendernos de que la piadosa umma (comunidad de creyentes) haya sustituido a la gran nación árabe en el imaginario político, de que el Islam haya tomado de manos del nacionalismo árabe la bandera de la resistencia: no sólo porque éste último ha sufrido graves reveses, sino también porque la fe musulmana ha estado siempre presente en nuestras sociedades a lo largo de la historia» (Ben Abdallah El Alaoui, 2009). La permanencia de los equipos gobernantes tiende a dar credibilidad a la idea de que este recurso oportunista al discurso islamista -para evitar que se utilice en contra de ellos- se convirtió en una victoria securitaria y política (Ferrié, 2009).

Con carácter más reciente, se ha producido un determinado «retorno al Estado» de las autoridades árabes, al menos como retórica. En primer lugar, ha sido debido a una crisis global que ha acabado de desacreditar a los defensores de la doxá neoliberal y ha vuelto a poner de actualidad el principio de la intervención pública y la importancia de las políticas sociales a la hora de prevenir la agitación (Alternatives Sud, 2009); y, por otra parte, gracias también a la nueva capacidad de los grandes países del Sur para cuestionar colectivamente el orden mundial y a la voluntad «tercermundista» de conseguir nuevos espacios de maniobra política y económica con el fin de recuperar el control de su integración en la globalización (Alternatives Sud, 2007). La activa participación de los presidentes Gadafi (Libia) y Bouteflika (Argelia) en la segunda cumbre África – América del Sur, celebrada en Venezuela en el otoño de 2009 refleja esta tendencia.

Movimientos sociales y sociedades civiles autónomas y progresistas

En este contexto, que enmarca la persistencia de poderes dotados de brújulas ideológicas ciclotímicas y prudentemente decididas a todo para perpetuarse ¿cuál es el estado de las resistencias internas?, ¿qué hay de los sindicatos obreros o campesinos pasados y presentes?, ¿y de los movimientos islamistas, que, en toda su diversidad, parecen dominar el panorama de las organizaciones sociales?, ¿y de las minorías nacionales, étnicas, tribales o religiosas que socavan la unidad de los estados post coloniales?, ¿y de las asociaciones, con arraigo social o sin él, que modifican o desafían el orden establecido? ¿Y qué hay también de la actitud específica de las autoridades hacia ellos, de las formas en que se ejerce la dominación?, ¿y de la represión, la manipulación, la cooptación, la institucionalización o la transformación?

Sindicatos: fuera del oficialismo, la represión

El día después de la independencia, las formas adoptadas por las organizaciones de los trabajadores árabes, urbanos o rurales, estuvo íntimamente vinculada al perfil modernizador de los nuevos Estados poscoloniales. Al adoptar la función motora de una industrialización orientada a crear auténticas economías nacionales, dichos Estados se convirtieron también en los mayores empleadores de nuevas capas de asalariados. Las estrategias de desarrollo, impulsadas sobre todo por un populismo socialista que tendía a celebrar el «pueblo» como un cuerpo solidificado, trataron de «mitigar las consecuencias negativas del crecimiento sobre algunos grupos sociales (trabajadores, campesinos, pequeña clase media urbana) a expensas de otros, especialmente de los capitalistas y los terratenientes.«(Heydemann, 1999, citado por Gobe, 2008).

Y, en efecto, el Estado aparecía a los ojos de los trabajadores -de cuello azul como de cuello blanco- tanto en el papel de distribuidor de la renta -salarios públicos junto a prestaciones sociales diversas (educación, salud, vivienda)- como en el de garante de una seguridad existencial en progreso. Con una contrapartida de esta oferta: «el establecimiento de organizaciones profesionales gubernamentales, de leyes que limitaban o suprimían el derecho de asociación, y del desmantelamiento de todos los medios de resistencia y el uso de medidas de seguridad interna, incluida la violencia.» (Khalil, 2004) . En una palabra, lo que la ciencia política llama sistema de «corporativismo autoritario». Se trata de «encuadrar los grupos sociales en las estructuras verticales de movilización popular a favor de un proyecto de desarrollo nacional» (Gobe, 2008), un proyecto nacional que se calificaba a sí mismo, tanto en Egipto como, en diversos grados en los años 1960-1970, en Túnez, Argelia, Siria, Irak, Libia, de socialista.

Excluída la idea de conflicto o lucha de clases, los sindicatos y las organizaciones profesionales se asimilaban así a instrumentos de supervisión, movilización social y desactivación de las protestas. Eran instrumentos cuyos ejecutivos hablaban en nombre de los trabajadores, pero estaban al servicio del Estado, que a su vez les gratificaba. Dependiendo del país, esta fórmula adoptará versiones diferentes y evolutivas. Inmediata o progresiva, populista o integracionista, tecnocrática u orgánica, dentro de una confederación en la que, a múltiples niveles, la neutralización de la capacidad reivindicativa de los trabajadores generaba también estrategias diferentes por parte de los dirigentes sindicales más combativos. Estrategias peligrosas, que iban de la voluntad de luchar dentro de los canales de movilización oficiales, a los intentos de escapar de la hegemonía del gobierno, dando lugar a un movimiento obrero al margen de las organizaciones sindicales legitimistas.

El giro neoliberal de la década de 1980 va a generar profundas transformaciones socioeconómicas. Las políticas de liberalización y privatización implícitas en los programas de ajuste estructural suponen, por una parte, la contracción de «las bases» clásicas de las organizaciones profesionales oficiales, y por otra, la diversificación de los grupos sociales a la vez que fomentan la flexibilización, la inseguridad, el desempleo y la «informalización» de grandes sectores de la economía. Corolario: el corporativismo estatal de los años 1960 y 1970 se ve obligado, en un contexto de democratización aparente, a realizar «una reestructuración táctica de sus mecanismos de control» (Murphy, 1999) y, por último, a limitarse a su dimensión represiva ( Gobe, 2008).

Por el lado de los trabajadores, si bien los nuevos factores socioeconómicos operan principalmente como factores de dispersión y desmovilización social, también abren con frecuencia la puerta a erupciones incontroladas de protesta al margen de los instrumentos sindicales oficiales. Cada vez más desconectados de la realidad social, éstos siguen siendo utilizados por las autoridades como un freno para ahogar las reclamaciones, sean éstas relativas a las políticas económicas, al clientelismo, a la corrupción, al sistema de privilegios del orden establecido o incluso a casos concretos de explotación. Con importantes variantes, por supuesto, entre las diferentes configuraciones nacionales e históricas.

Escaso parecido guardan en realidad, por ejemplo, la sumisión completa al poder de la Confederación General de Sindicatos de Egipto, sin ningún tipo de poder sobre sus supuestas bases, con la relativa indisciplina de la Unión General de Trabajadores Tunecinos, desgarrada entre las acciones de los sindicatos de base y la falsa concertación con el régimen de Ben Ali, y el fraudulento pluralismo sindical de la monarquía marroquí. En Iraq, el gobierno instituido bajo la supervisión de EE.UU. sigue aplicando las leyes antisindicales de la era de Saddam Hussein, entre otras «la tristemente célebre Ley 150, que prohíbe los sindicatos en las empresas públicas y semipúblicas» (CSI, 2009).

Prácticamente en todo el mundo árabe, la represión tiende a prevalecer sobre la aparición y el activismo de sindicatos independientes, y sobre las protestas contra los despidos en masa vinculados a la crisis económica mundial. En Jordania, la violencia policial contra los trabajadores en el puerto de Aqaba, en agosto de 2009, marcó las conciencias. En Egipto, una serie de protestas contra el cierre de fábricas y a favor de los derechos de los trabajadores desencadenaron brutales intervenciones policiales. Y aunque un primer sindicato sectorial independiente (con unos 50.000 miembros) fue reconocido en este país a principios de 2010, las recientes maniobras del gobierno están encaminadas a limitar su independencia y sus posibilidades de acción. En Marruecos los sindicatos también corren el riesgo de exclusión de futuras instancias de negociación sobre los salarios y las condiciones de trabajo (CSI, 2009). Y en Túnez los desempleados y los trabajadores que participaron en la «revuelta de la zona minera de Gafsa» en 2008 siguen entre rejas (Gantin y Seddik, 2008).

Sin embargo, esta ebullición social apenas oculta el declive relativo de los movimientos sociales tradicionales, basados en identidades de clase (organizaciones de agricultores, cooperativas, sindicatos), serviles en gran medida con los regímenes vigentes. La gran mayoría de los trabajadores está hoy, más que nunca, dispersa en una economía informal urbana, y la cuestión social va más allá de la lucha por los salarios, e incluye cuestiones como el acceso al empleo, la vivienda, el agua, la educación, la salud o el transporte, es decir, el acceso a unas condiciones de vida dignas.

Los movimientos islamistas: protesta social y afirmación identitaria

A pesar de la impresionante estabilidad de las monarquías hereditarias y las repúblicas militares en el mundo árabe, que parece desmentir el mar de fondo, el protagonismo islamista ocupa de hecho el centro de la escena desde hace más de tres décadas. Considerado tanto como «reacción de los grupos sociales decepcionados por los fracasos del ‘nacionalismo secular‘» o como parte de las «tensiones políticas inherentes a la modernización«, el islamismo -ideología sociopolítica contemporánea, más que teología- aparece primero como la expresión social de una voluntad de «tomar las riendas de unas sociedades en proceso de aculturación y occidentalización» (Mutin, 2009). Recuperación cultural, sin duda, pero también social y política, y, en menor medida, económica.

A lo que cabe añadir que, a la idea de un islamismo como «espacio compensatorio» de mutaciones traumáticas (éxodo rural, rápida urbanización, explosión demográfica), del fracaso del desarrollismo y del «Estado importado», de la crisis económica y del sentimiento de marginación exacerbado por la globalización, François Burgat, añade con acierto «la dimensión cultural, identitaria y nacionalista del fenómeno, que matiza su dimensión estrictamente religiosa y tiene en cuenta el componente relativamente marginal del extremismo, a la vez que denuncia, sobre todo, la idea de su supuesta antinomia con las dinámicas de modernización social y liberalización política» (Burgat, 2001, citado por Bennani-Chraibi y Fillieule, 2003).

El fenómeno, de profundo arraigo, es también plural. En primer lugar, por las identidades sociales que moviliza, y que van desde las víctimas de las carencias estatales, los marginados, el aumento de las desigualdades o los jóvenes universitarios en desacuerdo con el sistema, hasta los sectores establecidos más prósperos. En segundo lugar, por las formas de organización y movilización, que toman la estructura, en muchos barrios y pueblos del mundo árabe, de instituciones y asociaciones islámicas que ofrecen una amplia gama de servicios sociales y apoyo a las familias y las comunidades desheredadas. Y, por último, el fenómeno es también plural en sus directrices, en el ámbito de aplicación de sus acciones y en sus pretensiones.

El islamismo tiene un efecto que oscila de la seducción a la crispación sobre los agentes sociales progresistas, en la medida en que a veces se lo califica de nuevo «tercermundismo». Por una parte, en el sentido de que actualiza el programa nacionalista y anti imperialista de partidos y movimientos de izquierda de los que en cierto modo ha tomado el relevo; por otra parte, en que a veces se lo equipara a un exclusivismo religioso discriminatorio con los no musulmanes y las mujeres. En cualquier caso, el islamismo aporta la mayor parte de las grandes multitudes y los movimientos que desafían el orden político en los países árabes y, más allá, en el «occidente colonizador» en nombre de la autodeterminación del pueblo palestino y el mundo árabe y musulmán.

Nicolas Dot-Pouillard descubre en este eje emancipador una serie de convergencias efectivas entre organizaciones islámicas de diversas obediencias y tendencias de izquierda, destaca sin embargo que la brecha entre estos dos polos no se abre tanto entre cuestiones democráticas o de género (tradicionalistas frente a «modernos», un prejuicio sin duda tenaz) sino en torno a la cuestión social (liberales frente a socialistas). Una cuestión social, en efecto, que tiende a menudo a oponer una actitud económica a la derecha del Islam político -como por otra parte las contradicciones de clase dentro de éste-, a las campañas contra la privatización y a las claves del análisis marxista de las izquierdas (Dot-Pouillard, 2009).

En este aspecto, como en los anteriores, «la infinita variación de configuraciones locales» (Dupret, 1999) y los múltiples focos de referencia de los actores islamistas relativizan sensiblemente las lecturas generalizadoras. Si bien varios de estos actores han surgido gracias a la benevolencia de los Estados árabes (con el fin de debilitar la oposición interna de izquierda) y de las potencias occidentales (para poner en jaque al arabismo secular de inspiración socialista), con el tiempo han llegado a ser un quebradero de cabeza para sus benefactores. En función de los países han prevalecido diferentes escenarios: de la confrontación sangrienta entre facciones islamistas armadas y militares erradicadores (Argelia) a la inclusión condicionada en el juego político (Jordania), entre otros.

En cualquier caso, algunos observadores han diagnosticado desde hace ya tiempo el fracaso del Islam político (Roy, 1992), en particular a causa de su carencia de un modelo alternativo de sociedad y una propuesta económica propia. Los regímenes más o menos islamizados siguen de hecho vigentes. En cuanto a la reislamización de la sociedad, que es real, de ninguna manera ha cambiado las reglas del juego político o económico (Mutin, 2009). Sin embargo, el terreno abonado social y cultural que ha visto nacer la oposición islamista en su extrema diversidad y sus invariantes en realidad no ha cambiado, y muchas de las expresiones de este crecimiento siguen siendo hoy una realidad central en el mundo árabe.

Solidaridades primarias y ONG: una «sociedad civil» contrastada

Otro fenómeno que está creciendo con fuerza en el mundo árabe desde el giro neoliberal y la retirada gradual de los Estados de sus responsabilidades sociales son las organizaciones no gubernamentales (ONG). Es preciso distinguir en este fenómeno, que responde desde mediados de la década de 1980 a la denominación de origen occidental de «sociedad civil», dos realidades distintas que remiten sin duda a dinámicas sociales muy diferentes, y que Sarah Ben Nefissa, entre otros, califica así: por una parte, las organizaciones no gubernamentales de servicios; por otra, las organizaciones no gubernamentales de denuncia (Ben Nefissa, 2003). Sin negar por ello la aparición de algunas organizaciones que tienen rasgos de los dos modelos (Denoeux, 2003).

Las primeras -las ONG de servicios- son, con mucho, las más numerosas, y se ocupan de la atención social y sanitaria a las víctimas del debilitamiento de la capacidad distributiva de los Estados, e incluso de sus violaciones de la legalidad en los casos de crisis agudas y guerras. Están al servicio, según los casos, de las clases medias urbanas empobrecidas, las poblaciones rurales, los niños, etc., y a menudo tienen una adscripción religiosa, islámica o cristiana. A veces se las critica por su tutela financiera o su preferencia por los aspectos curativos sobre los preventivos -y los caritativos sobre los políticos-; otras se las aplaude por sus modalidades de acción -flexibles, eficaces y participativas-. Con frecuencia, se caracterizan también por su perfil, «parapúblico» o «para-administrativo» (Ben Nefissa, 2003), característica de la mayoría de las organizaciones civiles árabes.

Estas ONG de servicios operan como intermediarias entre las necesidades de la población, de la que están muy cerca, y las ofertas de los gobiernos, que sus dirigentes cortejan o de los que emanan. A la vez, se inscriben por voluntad propia en una relación clientelar con los poderes públicos o con los patrocinadores privados más o menos afines al régimen. Esto crea «espacios de construcción de notabilidades sociales y políticas» e instrumentos en sintonía con el orden estatal y la sociedad (Ibíd., 2003). Se trata de instrumentos populares de autoorganización ciudadana, de supervivencia y de presión sobre las autoridades en algunos casos; en otros, de instrumentos paraformales de control y pacificación social. Se enraízan localmente en los grupos de solidaridad primaria (familias, comunidades, barrios), que se benefician de sus ventajas y recursos.

Los informes de la ONU destacan así el papel vital y esencial de las ONG del mundo árabe como última red de seguridad social. Y la tendencia es especialmente cierta en los casos en que el Estado está ausente o es inexistente, como durante la guerra civil del Líbano o en Palestina. En cambio, según Asef Bayat, su éxito es limitado, más allá de su papel de primeros auxilios, a la hora de obtener, a través de la movilización, derechos legítimos. «Las condiciones socioeconómicas en el Oriente Próximo parecen más favorables a una determinada forma de activismo» que desafíe el orden establecido y la represión, «un no movimiento popular que califico de usurpación silenciosa de lo común.» Se trata de una referencia a las acciones directas individuales o familiares que pretenden cubrir, a escondidas, sus necesidades básicas: tierra, vivienda, consumo colectivo urbano, empleo informal y oportunidades de negocio (Bayat, 2000).

La segunda gran categoría de organizaciones no gubernamentales -ONG de denuncia- se diferencia claramente del perfil típico de las ONG de servicios. Con menos raíces sociales, menos representativas, las ONG de denuncia adoptan posturas más reivindicativas, más firmes, críticas y políticas, aunque también, en algunas configuraciones, pueden a veces pueden ser utilizadas por las autoridades árabes de coartada democrática a los ojos del mundo occidental. Tienen estructuras y presupuestos de poca envergadura, y dependen de los donantes extranjeros favorables a la democracia. Sus animadores suelen ser universitarios, clases medias superiores y élites urbanas, y experimentan una suerte dispar. Es evidente que están más expuestas que las ONG de servicios, y sus militantes, a menudo voluntarios, cargan con las consecuencias (intimidación, censura, cárcel, muerte) de sus compromisos y denuncias, de sus actividades de promoción y defensa de los derechos humanos.

Sin embargo, en algunos países, como Argelia, donde se ha producido un deslizamiento político-semántico en relación con el auge de los movimientos islamistas, esta «sociedad civil» de denuncia se ha convertido en «el símbolo de la alineación de los partidarios declarados del pluralismo y la democracia con los regímenes, y el de la exclusión del movimiento islamista, acusado precisamente de amenazar a la sociedad civil» (Camau, 2002). Por otra parte, en ocasiones esta «sociedad civil» han promovido campañas a escala nacional, y ha demostrado su capacidad de movilización y su influencia en la opinión pública. Con frecuencia en temas de cultura política, libertades civiles, modernización de las costumbres; en otras ocasiones, en relación con reivindicaciones nacionalistas, oposición a las privatizaciones, antiimperialismo o proyectos de foros altermundialistas nacionales o regionales, lugares de encuentro de las figuras de la izquierda intelectual y política árabe, los líderes de los movimientos islámicos del Tercer Mundo, las ONGs progresistas, etc.

Etnias y confesiones minoritarias ante los Estados-nación árabe-musulmanes

Otra clave de lectura crucial para entender las tensiones y los conflictos sociales, políticos y culturales del mundo árabe reside en el «hecho minoritario» (étnico, tribal, lingüístico, religioso, etc.) de fuerte presencia en el interior o en las lindes de los espacios territoriales heredados de la historia de la región y la colonización. La sustitución en el siglo XX por el Estado nacional centralizado, de imitación europea, del Estado multinacional y pluriconfesional del período otomano no borró las antiguas estructuras sociales. Por el contrario, en la mayoría de los estados postcoloniales «modernizadores», el peso de la segmentación «comunitaria» y de las jerarquías tradicionales ha desempeñado un papel clave en la construcción de los sistemas clientelistas. La pirámide de lealtades de clan del Irak de Saddam Hussein constituía un ejemplo destacado.

A escala regional, Irak aparece como el caso más complejo de entrecruzamientos confesionales, tribales, étnicos y lingüísticos, mientras que el Magreb tiende a caracterizarse por la diversidad etnolingüística, y a la vez por una fuerte unidad religiosa, y Egipto, el Oriente Próximo y la Península Arábiga por una coherencia lingüística fuerte, pero con una gran diversidad religiosa (Mutin, 2009). Algunos ejemplos específicos son suficientes para indicar de qué manera estas realidades identitarias son centrales en los conflictos civiles y sociales de la región.

Así, en el Magreb, aunque la cuestión bereber es particularmente importante en Marruecos (casi el 40% de los marroquíes son bereberes), es especialmente sensible en Argelia (20%) donde los habitantes de la Cabilia han tenido que plegarse al discurso arabista hegemónico. De la «primavera bereber» (1980) a la «primavera negra bereber» (2001), de los disturbios a los levantamientos ahogados en sangre, las movilizaciones autonomistas ocupan periódicamente el centro de la escena y articulan reivindicaciones a la vez culturales (sólo en el año 2002 se reconoció como lengua nacional el tamazight), sociales (desempleo masivo, falta de vivienda) y político (corrupción, favoritismo administrativo).

Al otro extremo del Mediterráneo, Líbano es un mosaico de comunidades -una veintena de confesiones en un micro-Estado con una superficie tres veces menor que la de Bélgica- sometido con frecuencia a las invasiones e influencias extranjeras: turca, francesa, israelí, siria, estadounidense, iraní, etc. Aunque el reparto de las comunidades cristianas (maronita, greco-ortodoxa, greco-católica, armenia, etc.) y musulmanas (sunita, chiíta, druza) y sus organizaciones y movimientos respectivos no obedece ya a localizaciones geográficas precisas, las brechas socioeconómicas intercomunitarias siguen siendo muy acusadas y sobredeterminan el destino más o menos conflictivo de las sucesivas configuraciones políticas.

En los confines de cuatro Estados antagonistas -Turquía, Irán y, por el mundo árabe, Iraq y Siria- la minoría kurda (30 millones de personas) es huérfana de Estado. Mayoritariamente musulmanes sunitas, aunque no árabes, los kurdos de Iraq son, paradójicamente, los que han registrado los mayores avances políticos en términos de autonomía durante el siglo XX y también los que fueron objeto de la más brutal represión. De ellos, 200.000 fueron masacrados por los militares del Baaz iraquí entre 1974 y 1991, y 4.600 de sus aldeas destruidas. En este aspecto, sus vecinos árabes meridionales iraquíes, víctimas también de la represión masiva del régimen de Sadam Hussein, no tiene nada que envidiarles.

Sin embargo, el actual Iraq, bajo la tutela estadounidense, presidido desde 2005 por uno de los dos líderes históricos del Kurdistán iraquí (Jabal Talabani), constituye una catástrofe humanitaria y una aberración política. Desgarrado de manera duradera, en respiración asistida, caótico, ha enterrado para siempre el régimen anterior y ha trastornado las relaciones de fuerza internas. Iraq ha hecho más por garantizar el suministro petrolero de Occidente que por la emancipación de los pueblos de la región. Y aunque la región de Kurdistán pueda aparecer como ganadora -aunque con una prosperidad básicamente ficticia y circunstancial-, la consolidación geopolítica del statu quo territorial deja por resolver la cuestión kurda en su conjunto.

Conclusión

Con arreglo a lo aquí expuesto, cada una de las fallas que atraviesan el mundo árabe hunde sus raíces en la historia de la región, la colonización y la intervención extranjera, de las que ha sido y sigue siendo objeto, así como en las características físicas y geológicas de este espacio que se despliega sobre dos continentes. Abundan los enfrentamientos de todo tipo, culturales, económicos y sociales, políticos. Sin embargo, hay uno, el conflicto israelo-palestino, poco discutido en este editorial debido a su «exterioridad» en relación con los Estados árabes, que ha sido ampliamente utilizado en el Magreb y Oriente Próximo no sólo para movilizar la solidaridad panárabe -repúblicas y monarquías, al unísono- sino también para ocultar, callar, neutralizar y explotar los desafíos internos, y cohesionar la opinión pública contra un enemigo común. Un conflicto -ocupación y colonización- necesariamente sobredeterminante en la estructuración de determinados actores sociales palestinos (Fenaux, 2009).

El acceso desigual a los recursos naturales es otra línea de fractura abierta en el mundo árabe. Con distinciones entre países, regiones y grupos sociales ricos en petróleo, agua o tierra cultivable, su ausencia tiene consecuencias graves. Más allá del problemático futuro de los ingresos del petróleo, la escasez de agua y la explosión de la dependencia alimentaria no contribuirán a aliviar las tensiones sociales crecientes y las oleadas cada vez mayores de disturbios urbanos, que periódicamente, cuestionan la carestía de la vida. ¿Cómo les harán frente unos regímenes cuya longevidad alcanza ya récords mundiales? Las tendencias actuales, consistentes en un enfoque securitario de las cuestiones sociales y políticas intensificado en el nombre de la «guerra contra el terrorismo» bajo tutela extranjera, no auguran nada de bueno.

Al margen de la represión o la asimilación, los movimientos sociales podrían hacerse más autónomos y autocentrados. La efervescencia ciudadana en la base, a veces subversiva contra las elites públicas y privadas, baraja de nuevo las cartas de la «cohabitación» entre los grupos sociales que luchan por los derechos y las autoridades reforzadas en su estabilidad (Bozzo y Luizard de 2009 ). La unidad en la diversidad de las comunidades deberá pasar por el reconocimiento de las diferencias, la igualdad de la situación y el reparto del poder, para escapar de los aislamientos identitarios mortales. Algunos observadores insisten en la existencia de un «postislamismo» ya operativo en estos movimientos, que rompe con el exclusivismo doctrinal religioso y las crispaciones reaccionarias, y combina el Islam y la democracia, y que valoriza «los derechos más que las obligaciones, el pluralismo más que una única autoridad, la historicidad más que los dogmas rígidos, el futuro más que el pasado» (Bayat, 2007).

Profético, Hicham Ben Abdallah El Alaoui anuncia en Le Monde Diplomatique el nacimiento de un «tercer nacionalismo«, más allá del «nacionalismo postcolonial tradicional, fosilizado en los viejos regímenes autoritarios» y del nacionalismo islamista conservador, basado en el absolutismo religioso. Se trata de «otro tipo de nacionalismo, secular pero de identidad panárabe y panislámica, orgulloso de su mezcla con las culturas y lenguas del mundo. (…) Marca el imaginario de una gran parte de nuestra juventud, se refleja en los nuevos medios de comunicación en las redes que enlazan las diásporas con sus países de origen, y en las formas de la cultura secular y el lenguaje que posibilita. (…) Condena el autoritarismo local y la corrupción, aspira a la instauración de la democracia, rechaza firmemente toda intervención militar extranjera, defiende con orgullo la identidad árabe e islámica, preconiza modernidad intelectual y diversidad cultural» (2009). ¿Adiós pues al nacionalismo de papá y al de los imanes? Ben Abdallah llama a la moderación, invitando a «desconfiar de un optimismo engañoso

* Bernard Duterme es sociólogo y director del CETRI, centro de estudios, publicaciones y documentación sobre el desarrollo y las relaciones Norte-Sur, basado en Louvain-la-Neuve (Bélgica). État des resistances dans le Sud es una de las publicaciones del CETRI, de carácter anual, que analiza las luchas contra el neoliberalismo y en favor de la democracia. http://www.cetri.be/spip.php?page=cetri&id_mot=178〈=es

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Fuente: http://www.cetri.be/spip.php?article1466〈=fr

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