Cuando Picasso pintó el Guernica supongo que pensaría que su obra era única y que la magia que puso en ella, su toque maestro, le otorgaba, no sólo la definición de obra de arte, sino que le inculcaba un derecho de propiedad intelectual, de creador incuestionable. Pero, a su vez, lo que hacía también era […]
Cuando Picasso pintó el Guernica supongo que pensaría que su obra era única y que la magia que puso en ella, su toque maestro, le otorgaba, no sólo la definición de obra de arte, sino que le inculcaba un derecho de propiedad intelectual, de creador incuestionable. Pero, a su vez, lo que hacía también era entregarnos una obra de arte para ser admirada, valorada y compartida por todo el pueblo. El pensaría por supuesto que esa obra valdría millones y que verla en un museo podría pagarse con gusto, reflexionaría acerca del negocio que le mantenía económicamente. Pero no creo que pensara en cobrarse por cada copia o fotografía que de su obra se hiciera en el mundo. No estoy hablando de vender reproducciones del Guernica (ya sé que eso se paga), sino de la posibilidad de que cualquiera, hábil con el pincel y la paleta, pudiera libremente hacerse una versión idéntica en el salón de su casa.
Ha llegado un momento en que la tecnología nos permite con sólo pulsar un botón tener una copia similar al Guernica y no por ello tenemos que pagarle a los herederos de Picasso. Nadie me impide usar mis conocimientos, mis habilidades o, esta vez, una tecnología al alcance de todos, para «hacerme» una «copia» sin ánimo de lucro de algo ya inventado. No importa el origen, porque la tecnología nos hace sencillo clonar un original del mismo modo que la habilidad de un escultor me haría tener un David de Miguel Ángel en mi jardín. No se copia del original sino que lo que se comercializa y vende «legalmente» es ya una copia más, una copia «certificada». Nos limitamos a conformarnos con copias de alto nivel (cedés o mp3 de alta resolución). No tengo la culpa de que mis habilidades como pintor me permitan imitar el original de Picasso hasta en la última pincelada. ¿Usar mi arte de mimetizar, mi genialidad, para mí o los amigos que me de la gana es delito? Lo que anda suelto son burdas copias que la tecnología nos permite imitar casi a la perfección. Nunca tendrás el máster original por pistas del Let it be, pero poseerás una copia estéreo a lo sumo digital en 24 bits y 44.400 hertzios.
El mercado musical se ha sustentado durante décadas en el soporte de grabación desde que se inventó el vinilo. Antes se basaba en los espectáculos del directo. Como cuenta el abogado Javier Maestre, los teatros e industriales de la música de la época llamarían piratas a los creadores de los vinilos o las radios, hasta que se hicieran con el control de ellas; ya sea por la invención de los derechos de autor o por el dominio de los medios de copia. Ahora los medios para copiar son alcanzables para todos. Igual que si cada uno tuviera una copiadora de vinilos o como sucedió con la doble pletina (que es la vieja versión de nuestras modernas grabadoras).
Ahora cambian las tornas, la tecnología que les permitió ganar dinero de los medios donde se podía disfrutar esa música, es la misma que les ha privado de sus ganancias. El control de las copias se hace imposible, cada vez con más claridad. ¿Y tenemos la culpa de que la tecnología haya avanzado tanto? Tanto que equipara un «poder» que tenían sólo unos pocos para que lo tengamos no solamente muchos, sino todos. Cuando inventemos la tecnología que nos permita «crear» en casa el pan, una lavadora o una guitarra… ¿Nos denunciarán y llamarán piratas Bimbo, Balay y Fender? Todo ha cambiado, aceptémoslo.
Y las canciones son obras de arte, como los cuadros, como las esculturas, como los edificios; y como obras de arte debemos tratarlas. No tenemos culpa alguna que la ciencia les hubiera permitido hacer negocio con copias de esas obras de arte. Yo soy artista, quiero vivir de ello, pero acepto la realidad y trato de buscar soluciones… y las hay.
Pronto una canción podrá ser admirada como obra de arte, libre para todos, un bien universal. Se pagará por escuchar su interpretación directa por músicos o creadores pero no se podrá prohibir ni penar por tener una copia virtual del original, que es lo que sencillamente es tener un mp3 o un cedé de audio. Los beneficios que un autor tendrá de sus creaciones provendrán de los directos, de la publicidad o de las grabaciones vendidas a quien buenamente desee tener una de esas copias «originales» y «certificadas por el mismo autor» (aunque las de ahora las firma la distribuidora, no el creador), pero no de las copias virtuales grabadas en los mil y un soportes existentes.
Me ha costado entender esto y aceptarlo, cambiar mi opinión tras meditarlo todo. Entiendo bien todas las posturas. A mí, como autor, ya me gustaría cobrar un poco mejor por un trabajo tan sacrificado y dedicado. A mí, como autor, me complacería más que se valorasen todos los años que llevo aprendiendo a crear canciones y a subirme a un escenario. El derecho de autor es la legitimación de que uno vea recompensado su trabajo de creador, pero ahora se inician unos cambios brutales que cambiarán todo. La ley de propiedad intelectual comienza a tambalearse, lo establecido pierde su utilidad debido a que los tiempos, y los medios, cambian.
Olviden el tema de los discos piratas porque no es más que una minúscula parte del problema. Se trata de una copia más, uno de los soportes, el cedé pirata es la simple venta de la copia de un elepé o disco que no teníamos o no hemos podido copiar de otro lado; ya sea un amigo, Internet u otro. Eso, el comerciar con esos cedés, ahora es ilegal porque hay beneficio (ánimo de lucro, y me parece correcto), pero no el usarlo para nosotros en privado. El tema en cuestión es la circulación de canciones, tanto en la Red como en otros soportes cualquiera. Está claro que en la actualidad con Internet no podemos controlar la distribución de una obra, no puedo cobrarle a nadie de ninguna manera un «canon» por tener mi canción. Es imposible. Ni siquiera en los sitios legales de bajada, porque representan una mínima parte mientras que la mayoría se intercambian de modo gratuito o pirata; como quieran denominarlo.
Por tanto el que una canción tenga copyright comienza a no tener sentido por el simple hecho de que no podemos abarcarlo y controlarlo. Como sucedió con la doble pletina hay que buscar soluciones alternativas y ello incluye que tengamos que adaptarnos y aceptar los cambios necesarios, como ya se hizo anteriormente. Tampoco puede defenderse esta guerra con el argumento de que el autor está perdiendo mucho con el abuso de la piratería de los derechos de autor. En primer lugar todos sabemos lo poco que gana el autor como creador de su obra (compartido con el editor que es quien apuesta por él para darlo a conocer y me parece bien). El autor no come de los discos que vende ni de sus canciones sonando en la radio (al menos el 99% de ellos y si lo hace es durante un breve espacio de «éxito»). El autor sigue siendo tan mísero como antes y gana su sustento de los conciertos, es decir, de un trabajo «constante» que le de un «constante» flujo de ingresos. Los discos prácticamente se han convertido en la excusa para promocionar una nueva gira. De los discos originales vendidos se benefician las discográficas y distribuidoras, nadie más. Un músico (o la amplia mayoría de ellos) en la actualidad lleva una vida completamente injusta, llena de altibajos económicos y de poca estabilidad. Cualquier profesión da más fiabilidad, más dinero y alguna oportunidad para pedir una hipoteca o préstamo. Sin embargo, todos escuchamos sus canciones. Y cuando vamos a un garito a escuchar música en directo y nos cobran seis euros por una cerveza decimos que es caro. Lo malo de esto también es el detalle de que haya lugares donde se quedan cinco de esos seis euros, con un sonido pésimo, y encima estemos incómodos. Pero eso es otra historia que deberá ser contada en otro momento.
Hay que comenzar desde abajo, cambiar muchas cosas, muchos conceptos, muchas mentalidades. No digo que sea fácil, pero estoy completamente seguro que es lo único que nos queda. ¿O no tuvieron que aceptar los cambios los herreros, los canasteros y los carboneros? ¿Las fábricas de máquinas de vapor, de casetes, o de carretes de fotos? Era bonito mientras duró, ahora hay que ver con otros ojos, usar el ingenio. Pero en vez de dejar de ser cantautor voy a ver cómo hago que mis canciones me sigan dando de comer a mí y a los míos en vez de ponerme a llorar y a decir que todo el mundo es un ladrón y un pirata. Piratas los de playmóbil de mi hijo.