Recuerdo que a principios de los ochenta, con la llegada del PSOE al gobierno, la Intervención General de la Administración del Estado inició un plan generalizado de auditorías. Los resultados fueron alarmantes, en algunos casos gravísimos, y muestra de hasta qué punto la Administración proveniente del franquismo carecía de los menores mecanismos de control. La […]
Recuerdo que a principios de los ochenta, con la llegada del PSOE al gobierno, la Intervención General de la Administración del Estado inició un plan generalizado de auditorías. Los resultados fueron alarmantes, en algunos casos gravísimos, y muestra de hasta qué punto la Administración proveniente del franquismo carecía de los menores mecanismos de control. La prensa las denominó auditorías de infarto. Pero, como siempre, el lenguaje político vino a trastocarlo todo. Durante un debate parlamentario, al presidente del Gobierno se le calentó la boca y anunció que mandaría todas las auditorías al fiscal. El error fue mayúsculo. La Fiscalía poco o nada podía decir. Era imposible probar delitos individuales. La gravedad del asunto radicaba precisamente, en muchos casos, en la ausencia de mecanismos de control, incluso de la contabilidad, que hacía que en el supuesto de que alguien hubiese cometido una irregularidad o un delito fuese imposible probarlo.
Me temo que con el problema del urbanismo esté pasando lo mismo. La prensa está aireando distintos escándalos de presunta corrupción. El PSOE propone al PP un pacto para perseguir dentro de sus propios partidos a los militantes acusados de corrupción ligada al urbanismo. Tolerancia cero, según dicen. Digo yo que, por una parte, la persecución irá destinada a toda la corrupción tenga o no que ver con el urbanismo y, por otra, que no parece que haga falta ningún pacto para perseguir a los delincuentes. Pero para lo que sí parece necesario un pacto es para cambiar las reglas del juego, de manera que los delincuentes no puedan serlo aunque quieran.
El sistema político de Montesquieu se asentaba en el principio de que la moral del Estado no podía confiarse exclusivamente a la bondad de los gobernantes; si son buenos mucho mejor, pero en cualquier caso hay que establecer un sistema de equilibrio de poderes, un conjunto de reglas que les impidan delinquir.
Todos intuimos que los casos de corrupción que están viendo la luz son una muestra insignificante del total, y que incluso de éstos tan sólo unos pocos llegarán a probarse. El problema de fondo no radica en la malicia de los protagonistas ni se soluciona con jueces y fiscales. Antes que nada, es cuestión de reformar las normas y los procedimientos de modo que hagan imposible o al menos muy difícil la corrupción. El problema de fondo está en el sistema seguido de recalificación de suelo cuyas plusvalías revierten en el dueño del terreno que, sin tener arte ni parte y por una simple decisión administrativa, ve multiplicarse por cien su patrimonio. ¿Cómo no va a dar lugar este sistema a corrupción? ¿Cómo no van a tener los promotores y los dueños de los terrenos la tentación de comprar a concejales y éstos la de venderse?
Como ya he escrito en algún otro artículo hablando de Marbella la solución es relativamente simple, aunque políticamente debe de ser muy comprometida de tomar dados los intereses en juego. Únicamente así se explica que nadie se atreva a plantearla. Consiste tan sólo en que los terrenos rústicos que se van a urbanizar se expropien a precios justos -justiprecio-, es decir, al precio de terreno rústico, y que posteriormente sean urbanizados por los poderes públicos y puestos en el mercado progresivamente en pública subasta. Eliminada la expectativa de ganancia extraordinaria, se eliminaría también la posibilidad de corrupción. El complemento de la anterior medida consistiría en que la adjudicación se realizase con el compromiso del adquirente de construir en un determinado número de años, con lo que se evitaría también el acaparamiento del suelo y, por tanto, la correspondiente especulación.
Para llevar a cabo estas medidas sí que podrían y deberían hacer un pacto los dos partidos mayoritarios. Y un pacto podrían hacer también en algo que el PSOE ha insinuado, pero que sólo se ha atrevido a eso, a insinuar: retirar las competencias, o al menos parte de ellas, en materia urbanística a los Ayuntamientos. Antes o después, nos iremos dando cuenta de que para solucionar determinados problemas es imprescindible que previamente reconstruyamos el sector público que hemos desintegrado. Entregar las competencias en materia urbanística a miles de entes dispersos y heterogéneos como son las corporaciones locales tenía por fuerza que terminar en un urbanismo caótico.
Me temo, sin embargo, que ninguno de estos pactos se llevará a cabo. Hay demasiados intereses en juego, quizás también la propia financiación de los partidos. El PSOE será incapaz de enfrentarse a los partidos nacionalistas y el PP demostrará que su canto a España y al Estado es mera retórica y una táctica para desgastar al Gobierno, pero carente de interés si va de la mano con el PSOE. Ambas formaciones políticas continuarán, no obstante, acusándose mutuamente y rasgándose las vestiduras por los escasos, comparados con el total, casos de corrupción que salgan a la luz. Pero no harán nada para remediarlo. Nunca un problema ha tenido tan fácil solución.