La sabia y milenaria cultura oriental sostiene que cuando un hombre comienza a hablar de su pasado nos está dando la primera señal de vejez. En Cuba, sin embargo, habría que agregar que desde la hora en punto en que nos colocamos al cuello una cinta con tantas llaves como estrellas en el firmamento, también […]
La sabia y milenaria cultura oriental sostiene que cuando un hombre comienza a hablar de su pasado nos está dando la primera señal de vejez. En Cuba, sin embargo, habría que agregar que desde la hora en punto en que nos colocamos al cuello una cinta con tantas llaves como estrellas en el firmamento, también estamos mostrando que, junto a la posible pérdida de ellas, el tiempo vivido comienza por hacernos hasta pesado el andar por una acera o en el recorrido por un platanal propiedad de un hermano veterano de guerra que nos invita en la vecina Alquízar a seleccionar un racimo para convertirlo en tostones de fin de semana.
Los niños que tuvimos el privilegio de ver bajar los «barbudos» de la Sierra Maestra, allá por los finales de 1958, y algunos de ellos sentir el orgullo de que se nos regalara una bala cuando aún no había terminado la confrontación contra el tirano Batista, ya somos ancianos que muy pocos verán las siete décadas de vida porque algo le ha sucedido a esta generación, que no es tan duradera como la de nuestros padres.
Entonces, comenzábamos a soñar en un mejor país. «Ustedes», nos decía mi padre, «no pasarán tanto trabajo como yo».
Algunos sabios de esquina sostienen que tan corta longevidad, a pesar de los informes oficiales, se debe a que fuimos sometidos en plena adolescencia y desarrollo a un grupo de tareas cumplidas bajo un régimen de alimentación nada aconsejable. Lo cierto es que todavía nadie ha investigado las verdaderas causas.
Un simpático joven machetero de aquellos años iniciales, ya fallecido, comentaba que era la locomotora del central azucarero de Punta Alegre, en Camagüey, quien nos recordaba a toda hora el menú del día en la zafra de 1969. Haga el lector el ejercicio fonético: «Carne rusa, macarrones; carne rusa, macarrones…». Y luego, para completar, el largo pitazo de la máquina que llevaba hasta lejanos confines el anuncio de que comeríamos, también, «¡¡¡chiiiiiiiiiii…charos, chiiiiiiiii…charos…!!!».
Uno de los grandes de la llamada Generación del 98 de la literatura española, como muy justificadamente no recuerdo su nombre, decía que «el tiempo es un niño que juega a los dados».
Entonces, el paso del tiempo y junto a él, hijos que emigran y algunos que regresan; primos que te abrazan con fuerza después de 50 años de separación; ministros que van y vienen al igual que directores de béisbol; novias, amigos y enemigos a las dos manos como para no cambiar en nada y seguir con tan variopintos pasajeros el viaje hacia lo infinito que algunos llaman futuro y al que los más utópicos le agregan «luminoso». Las nuevas generaciones pretendiendo darnos novedosas lecciones de cómo deben ser las cosas o tal vez repitiendo, con la actualidad de las circunstancias, enseñanzas que ya una vez escuchamos o aprendimos.
Sí, Pablito (Milanés), el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, pero con ánimos suficientes para enfrentar a quienes pretenden, aquí y allá, entorpecernos el sueño. Un sueño, por fortuna, que no se nos olvida como las llaves al cuello, por ejemplo.
Fuente: http://progresosemanal.us/20200130/cosas-de-puro-viejo/