A veces el criminal gana. A veces, si el homicida o el feminicida es poderoso, tiene padrinos importantes y está bendecido por la causa de lo políticamente correcto, gana. Da lo mismo el grado del atropello perpetrado y su repercusión social: nihil obstat. Eso en términos generales: urbi et orbi. Pero si, además, el crimen […]
A veces el criminal gana. A veces, si el homicida o el feminicida es poderoso, tiene padrinos importantes y está bendecido por la causa de lo políticamente correcto, gana. Da lo mismo el grado del atropello perpetrado y su repercusión social: nihil obstat. Eso en términos generales: urbi et orbi. Pero si, además, el crimen se cometió dentro de la «legalidad vigente», la cuestión se complica hasta rozar la impunidad.
Es lo que ocurre en España con algunos cadáveres recalcitrantes que la transición, primero, y la democracia, después, han avalado porque se cometieron dentro «de la legalidad vigente».Ya es fama que la «modélica transición», que predican sus aprovechados beneficiarios, consistió en que los verdugos de ayer perdonaran a sus víctimas para pasar, ley a ley, de una dictadura a una democracia coronada con quien en 1969 había sido designado sucesor de Franco y casi los mismos aparatos de aquel Estado criminal.
Viene esto a cuanto, porque casi al mismo tiempo en que en un ejercicio de amnesia histórica y estulticia ética la duquesa de Alba era elegida Hija Adoptiva de Andalucía (igual que el fusilado Blas Infante) por el PSOE, se conocía que una Sala de la Audiencia Nacional ( el tinglado heredero del Tribunal de Orden Público franquista) había decidido archivar el caso José Couso, el cámara ametrallado de muerte por un tanque norteamericano cuando cubría normalmente (no estaba empotrado entre los marines atacantes como el desdichado Julio Anguita hijo) la invasión de Irak por la coalición liderada por Estados Unidos.
Desconociendo que Couso se hallaba en un recinto expresamente acreditado para realizar sus tareas informativas (el Hotel Palestina) y que los agresores norteamericanos estaban vulnerando la legalidad internacional, la resolución que deja impune el crimen argumenta que se trató de «un acto de guerra contra un enemigo aparente erróneamente identificado». Lógica que, sopesada con rigor, podría llevar a creer que se elimina la existencia de «dolo» pero no de la responsabilidad punible que entraña toda muerte ajena premeditada o sobrevenida.
Pero nada más lejos. A continuación, los eminentes juristas que componen la cúpula de casación interna de esa Audiencia Nacional que ha entendido en casos de justicia universal contra pasadas dictaduras del Cono Sur, afirman sin que haya trascendido pasmo de ruborización alguna que el obús artillero que reventó a Causo se disparó «con tan mala fortuna» «en el contexto de una guerra violenta y peligrosa» O sea, una vez hubo una guerra violenta y peligrosa. Hubo también mala fortuna en una acción militar.
Y, lógicamente, el muerto José Couso es a beneficio de inventario, aunque la guerra violenta y peligrosa estuviera provocada por la primera potencia al margen de las Naciones Unidas; el de la mala fortuna actuara a todas luces como un «sicario» y el cámara «siniestrado» estuviera intentando mostrar al mundo los horrores de esa guerra injusta, inmoral y criminal.
Pero el despropósito de esta legalidad vigente, que se troca en impunidad cuando afecta a poderosos en activo, tiene su pedigrí en el acervo de nuestro ordenamiento jurídico, una arquitectura legal que se ha desarrollado sin solución de continuidad desde los primeros tiempos del franquismo hasta la actual democracia. Coincidiendo también con la marramachada de la distinción socialista para la «faraona» del latifundismo, hemos conocido la negativa de otro tribunal español y otra jurisdicción, la militar (dos varas jurídicas y dos medidas legales) , en el caso de la petición de revisión de la condena a muerte de Puig Antich, de 25 años, en 1974. Otra vez, la socorrida legalidad vigente ha sido la excusa para negar la mayor. Con 25 años, -¡25 años!- , al joven libertario se le aplicó el garrote vil en un juicio sumarísimo militar plagado de irregularidades, sólo a cuatro años de que la constitución del 78 aboliera la pena de muerte.
Y qué decir del asesinato legal de los cenetistas Joaquín Delgado y Francisco Granado en 1963. ¿Cómo es posible que aún hoy con las pruebas de cargo demostrativas de su inocencia la Justicia Militar española se niegue en redondo a replantear del caso? Será que la Justicia Militar es, como aquel patriotismo que el poeta inglés Samuel Johnson definía como el último refugio de los canallas, el último refugio del revanchismo, permitiendo fechorías siempre que lleven el eximente de la «legalidad vigente».
Y según a quien le toque. Porque la misma legalidad vigente que ha servido para amortizar a beneficio de inventario los casos Couso, Puig Antich y Delgado y Granado; valió en la democracia para aceptar el «pacto del capo» el 23-F que dejaba libres a los asaltantes al congreso de tenientes para abajo; permitió premiar al siniestro torturador Melitón Manzanas y ahora mismo hace que la investigación de la justicia Boliviana ante las tropelías de Repsol se presente como un «asalto» a la multinacional (El Mundo, 10 de marzo, página 42).
Por cierto, que estos últimos sesudos analistas son de la misma escudería ideológica de los ríen las gracias a José María Cuevas (CEOE) cuando ataca chuscamente al Estatut y al proceso con ETA, y también los que aplauden el «corte de mangas» del presidente del Consejo General del Poder Judicial ante el Congreso (Editorial ABC, 8 de marzo).
Lo dicho, aún hay clases, crímenes del cuaternario, sicarios de segunda y malhechores de primera. Y, sobre todo, «salvapatrias» que sostienen como Antonio Canovas del Castillo que «las minorías inteligentes son las minorías propietarias», y que un exceso de sufragio (en esto el líder conservador se anticipó a Samuel Huntington; de casta le viene al galgo) es la puerta al suicido de casta.