Hay una dignidad llamada Salvador Allende que es más alta que la cordillera de Los Andes y más profunda que el Océano Pacífico. Y que habita en los corazones de aquellos que hacen con su esfuerzo la patria de verdad, no la de los símbolos etéreos y falsificados.
Cuando más brilla el recuerdo imperecedero de Salvador Allende, es en un día como hoy alojado en la memoria del pueblo allendista, ese que no olvida, ese que aún siente el sabor de la limpia victoria, ese que hizo el esfuerzo cotidiano, ese que no pidió sino un lugar para la gesta.
También un cuatro de septiembre nació mi amado hijo Ricardo. Doble felicidad.
Salvador Allende es y será el mayor presidente que ha tenido y quizás tendrá este país. Su ejemplo aún no es emulado por dirigente alguno.
Hoy el pueblo allendista recordará aquel cuatro de septiembre en la Alameda, cuando desde los balcones de la FECH, ya confirmado el triunfo popular, Salvado Allende, el compañero presidente, anunciaba el día nuevo.
El pueblo allendista, hoy destinado al silencio y al no saber por dónde seguir, se refugia en la memoria de un hombre con hache grande que elevó a lo más alto el concepto de pueblo. Y que pagó con su vida su osadía, su lealtad, su comprensión de la historia. Y cuya memoria hace menos espinoso el camino.
El Programa de la Unidad Popular y sus medidas inmediatas, siguen vigentes y tanto o más necesarios que nunca, en su filosofía y profundidad, en su profundo sentido patriótico y popular.
Chile se desenvuelve hoy en un derrotero infame impulsado por la ambición y el egoísmo.
El pueblo trabajador es limitado a vivir en una condición subhumana, atragantado por las deudas, viviendo para trabajar toda una vida para morir pobre y endeudado, a expensas de una cultura que le quita el brillo a la vida, acorralado por las lacras que deja a su paso el capitalismo en su versión más criminal.
Y peor aún, sin un horizonte que le permita una esperanza.
La experiencia de la Unidad Popular, durante esos tres años en que cada día parecía el primero y de manera simultánea el último, debió ser demolido por quienes supieron que era por sobre todo un buen ejemplo para los pueblos del mundo: el imperialismo norteamericano.
En esa canallada les cupo un papel de primera línea a muchos políticos que hoy se visten de demócratas con ropa prestada.
Y a otros que, cuando la cosa pintaba para bien, se dijeron compañeros de Salvador Allende y terminaron siendo sus peores detractores. Traidores hasta el fin de los tiempos, que hoy abjuran de aquello que profitaron en tanto pudieron.
Hoy, el pueblo allendista que ha permanecido fiel a ese ejemplo y legado recordará en silencio a su compañero presidente. Y emocionado traerá a su memoria su verbo simple y cariñoso, esperanzador y de lucha. Le encenderá una vela a san Allende de los Pobres.
Se siente lejano ese retumbar de cuatro de septiembre.
Pero se siente tibio y vecino el ejemplo de un hombre que representó la esperanza de millones y al que solo pudieron acallar por la fuerza de la traición y la ignominia.
¡Que pequeños se ven ahora los presidentes que ocupan su sitial! ¡Qué desprovistos del cariño del pueblo más humilde!
Es ese el otro brillo que despliega por contraste el ejemplo del compañero Salvador Allende: la vergüenza y castigo que deberán enfrentar quienes dirigen hoy el país y lo nombran con boca torcida.
Hay una dignidad llamada Salvador Allende que es más alta que la cordillera de Los Andes y más profunda que el Océano Pacífico. Y que habita en los corazones de aquellos que hacen con su esfuerzo la patria de verdad, no la de los símbolos etéreos y falsificados.
Sino de eso que nace de lo más profundo, de quienes hacen lo mejor de este país pedacito a pedacito, segundo a segundo, entre la risa y el llanto, entre la pena y la alegría de un pueblo al que los poderosos condenan a no ser.
Para honor y gloria del ejemplo de Salvador Allende que marchará entre nosotros tras el mundo mejor que soñamos.
Por los siglos de los siglos.