Se equivocan los agoreros que una y otra vez predicen un advenimiento de violencia en torno a las personas que, mostrando su indignación, se reúnen en plazas o parques públicos. No hay violencia y sí sueños. No hay amenazas y sí poesía. No hay más voces que las que se alzan para pedir Justicia. Los […]
Se equivocan los agoreros que una y otra vez predicen un advenimiento de violencia en torno a las personas que, mostrando su indignación, se reúnen en plazas o parques públicos. No hay violencia y sí sueños. No hay amenazas y sí poesía. No hay más voces que las que se alzan para pedir Justicia.
Los lacayos del Sistema ante la falta de argumentos han tenido que recurrir, como siempre, a la mentira. Los Goebbels mediáticos no encuentran, más allá de sus propias miserias, justificaciones para edulcorar el estrepitoso ridículo que produce ver una capital, de un Estado democrático, tomada por las fuerzas de seguridad para impedir a sus ciudadanos pasear, conversar, pararse o preguntar.
Mal estamos cuando lo grotesco toma las riendas porque, cuando esto sucede, el sentido común huye despavorido.
Debemos estar atentos, nos consideran peligros, a todos los indignados sea cual sea la forma en que lo demostremos. Peligrosos para lo que ellos persiguen. Nos temen porque estamos armados de creencias, porque utilizamos palabras como justicia y dignidad, porque consideramos importantes a las personas. Somos peligrosos porque no queremos seguir jugando a esta ruleta rusa circular llamada avaricia.
Estamos en un Estado democrático y se nos impide preguntar. Más aún, se nos prohíbe pensar. Somos sospechosos de aspirar a vivir sin cadenas. Sin cadenas ni en el cuello, ni en los pies. Pero la autoridad nos prefiere presos física e intelectualmente.
La autoridad competente, completamente abducida de socioliberalismo, manda a las Fuerzas de Orden Público a detener a la Dignidad, como si esto fuese posible. La autoridad competente se llama Rubaljoy.
La sección I de la Constitución Española, la que desarrolla los derechos fundamentales y las libertades públicas, ha sido mancillada. Aquellos que tanto amor la profesan cuando, por ejemplo, de defender la Corona se trata, no han dudado ni un instante en violarla. Los ciudadanos no tenemos derecho a circular libremente por el territorio nacional, ni podemos expresar y difundir libremente nuestros pensamientos, ideas u opiniones allá donde queramos. Vuelve, trágica y patéticamente, a estar en vigor la prohibición de reunión, salvo que sea para aplaudir al rey, al papa o a la selección de fútbol, entonces sí que podemos concentrarnos y gritar.
Rubaljoy, el híbrido socioliberal culpable de la indignación a escala nacional, justifica el estado de sitio, intuyendo que si las masas se ponen a reflexionar quizás caigan en la cuenta del engaño en el que la tercera vía socialdemócrata, el liberalismo económico y el conservadurismo puritano nos han metido. No quieren que la niebla que impide ver a los culpables de esta crisis social se disipe porque, entonces, serán sus caras las que veamos.
Les ha fallado la previsión de paciencia. Creían que la indignación era flor de, y para, un día. No entienden que la frase que con sus violentos métodos no nos dejan decir es: estamos hartos. Hartos de que hipotequen nuestra calidad de vida y nuestro futuro en nombre de unos beneficios que siempre caen en los mismos bolsillos. Ya no les creemos cuando nos dicen que es por nuestro bien el sufrimiento de nuestros hijos.
Aún nos quedan muchas batallas por librar, muchos días sin Sol. Aún no conocemos toda la capacidad de dolor que son capaces de infringirnos, pero decisiones como las tomadas estos días por Rubaljoy, (impedir que nos expresemos libre y pacíficamente), cargan nuestras explicaciones de razón. Demás razón aún si es posible.
Ellos seguirán usando su violencia legalizada, incluso podrán dispararnos pero, como dice la hermosa poesía de Manolo Chinato: menos mal que con los rifles no se matan las palabras.
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