Imágenes, carteles, revistas de viajes o postales turísticas vendieron durante años un boom que no era el de sol y playa, sino el del edén rural del campo español. Lo primitivo se volvía encantador a ojos de la industria y de quienes viajaban, mientras el régimen de Franco intentaba maquillar la miseria de la población que allí vivía.
Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que los turistas extranjeros veían atractivo el campo español; admiraban trabajos como el del trillado del trigo y se llevaban botijos pequeños como souvenir de su viaje por España. Eran los años 50. El país llevaba poco más de una década en dictadura y las sanciones internacionales a Franco se empezaban a levantar. Por aquel entonces, lo que seducía a esos visitantes no solo eran el sol o la playa, sino que en el imaginario de quienes viajaban al país también habitaba el campo español en forma de “edén rural”.
Fue otro boom del que un conjunto de imágenes, carteles, guías, revistas de viajes, pero también postales de la época se encargaron de dejar constancia. Hoy, todas ellas forman parte de la cultura visual turística de España. “Es uno de los hallazgos que a mí más me sorprendieron y por eso tomó un lugar tan central dentro del libro”, cuenta la historiadora del arte Alicia Fuentes Vega, autora del libro Bienvenido, Mr. Turismo (Cátedra, 2017). Esta investigadora se ha dedicado durante años a sacarle el polvo a todos estos materiales: algunos provenían de la mano de la industria del turismo; otros, los dejó el régimen. “No es una cosa que a priori se espere porque pensando en el boom del turismo, una piensa en playas llenas, en costas súper construidas, pero no se piensa tanto en lo rural, cuando cualitativamente estaba ahí”, señala Vega.
Ejemplos de ello se encuentran en la revista alemana de viajes Merian que mostraba escenas de bosques de Mallorca (1960), mientras la guía turística Todo Canarias difundía retratos de campesinos en Lanzarote (1973). Instantáneas a las que se suman las de un conjunto de fotógrafos especializados en reportajes de viajes como Michael Wolgensinger, quien captaba labriegos con sus herramientas o una mujer campesina en Burgos, con un cochinillo. Otro nombre fue el de Robert Vara en la revista Iberia: Spanish Travels and Reflections donde publicaba fotografías de un cosechador de corcho. De la mano de algunas de ellas estaban los textos. “Tienes que ir a España. Verás de qué está hecho el mundo occidental. España es primitiva, pero encantadora”, escribía Richard Wright en 1960, palabras que recoge Vega en su libro.
Esto fue caldo de cultivo para el desarrollo de un imaginario primitivista marcado por “el mito del buen salvaje”, cuenta la investigadora. Lo que hacía la industria con esas fotografías de trabajadores rurales, campesinos, era mostrar su pobreza endémica interpretada como fuente de felicidad, “imponiéndose la noción de que cualquier deseo de mejorar sus condiciones de vida o de escalar en la sociedad acabaría por corromper su pureza”, concluye Vega en su libro. Escenas que, además, iban siempre acompañadas de una estetización del paisaje.
“Desde la antropología del turismo se sabe que lo fundacional del turismo es la búsqueda de algo auténtico”, apunta Eugenia Afinoguenova, historiadora y profesora en Marquette University. Para ella, esa España rural y primitiva “era la joya para vender y se tenía que conservar como tal”. Sin embargo, el viajero que estaba interesado en todo ello era muy concreto: ciudadanos de otros países de Europa, en general del norte, mucho más industrializados que la España de la época, que buscaban recuperar lo auténtico y primitivo ante la alienación. “La industrialización en otros países es un requisito indispensable para que aparezca la idealización. Es justo lo que ofrece España, que además estaba cerca y era barato”, zanga Afinoguenova.
Pero no era el único país, Vega añade que esos procesos de tecnificación de la vida y desarrollismo en algunas zonas de Europa impulsaron a partir de los 60 la formación de una “periferia del placer”. Las representaciones del idilio rural también provenían de un sur en el que estaban Italia o Grecia.
Sin embargo, si de algo carecían esas imágenes y mensajes era de consenso. Lo que atraía las miradas de los turistas, o así lo quería la industria, chocaba con los discursos e imágenes oficiales de un régimen que planteaba el turismo como sinónimo de modernidad, progreso y tecnología. En este sentido, entró en juego el cine. A pesar del “pobre pero feliz”, las condiciones de miseria eran demasiado evidentes como para que el régimen las asumiera abiertamente, coinciden las investigadoras. La dictadura lo resolvió utilizando una “estrategia atenuadora del primitivismo” en la iconografía oficial, define Vega.
Es decir, mientras que en las guías o revistas de viajes de la época y editadas en el extranjero aparecían campesinos reales, vestidos con andrajos o incluso descalzos, en los carteles del Ministerio de Información y Turismo todas esas escenas del idilio rural estaban representadas por figurantes, en general “mujeres, jóvenes y guapas, perfectamente ataviadas con sus trajes regionales de gala y que están haciendo las supuestas faenas del campo”, señala la historiadora.
De ese modo, la dictadura no dejó de promocionar el campo, sino que se focalizó en el paisaje y la naturaleza, es decir, el decorado, y quienes aparecían tenían la función de presentarlo como un “baluarte del folclore hispánico tradicional”. Ejemplo de ello es un folleto turístico sobre Melilla (1963) en el que la ciudad se anima con presencia de niños y niñas “de aspecto burgués”. O el libro oficial Nueva apología turística de España, del Ministerio de Información y Turismo (1957) en el que aparece un mosaico de cuatro mujeres y solo con una campesina real. “Todo ello es lo que da lugar a esas fricciones, que son muy interesantes y que complejizan esa imagen o ese relato del boom turístico en España. Algo de lo que nos damos cuenta al analizar las imágenes es que no era tan consensuado [el relato] como a priori podría parecer”, reflexiona Vega.
Para Afinoguenova, todo ese relato a través de las imágenes, pero también de los textos, es un ejemplo claro de lo paradójico que puede llegar a ser el turismo. “Lo relacionamos con los efectos de la globalización y con un efecto hasta de aculturación, cuando a la vez ese turismo se comporta como un agente preservador de tradiciones culturales”, dice esta profesora. Ejemplos de ello son los botijos de cerámica o la misma artesanía del mimbre en las Islas Baleares.
Si tres palabras iban de la mano de España durante el régimen eran las de “una, grande y libre” y ninguna de ellas se escapó de quedar plasmada en la iconografía oficial. La movilización e instrumentalización se hacía también de símbolos culturales de otras identidades regionales, lo que resultaba en “hacer una cierta apología de ellos, algo que no le dolía al régimen”, apunta Vega. Todas ellas pasaban además por el tamiz de lo folclórico, llevándose así de lo político o identitario al ámbito tradicional.
Ese tamiz afectaba también a las mujeres. Vega cuenta que al revisar algunos carteles oficiales, es decir, del régimen, que conformaban la cultura visual del turismo, se ve cómo la mujer autóctona funciona siempre como un símbolo cultural. En cambio, la mujer turista —“mujer sueca” como se la denominaba en el imaginario colectivo— sí aparece en el centro, pero “adoptando el rol de consumidora”, detalla Vega, quien añade que, además, “no hay un equivalente a la inversa para el mito del macho ibérico y la sueca, lo que es bastante elocuente en sí mismo”, zanja.
Un régimen “no tan malo”
Todo ese material cultural construyó de puertas para fuera, pero también dentro, una España maquillada bajo el paraguas del turismo. Tanto Vega como Afinoguenova coinciden en que la omisión en las guías turísticas o las revistas de viaje de muchas de las cosas que ocurrían en la España de Franco —tanto a nivel iconográfico como discursivo— por parte de la industria y el régimen ayudó al proceso de amnesia social que allanaría el camino de una aceptación menos problemática del régimen. “Se presentaba aliviado del peso de su carga histórica”, reflexiona Vega.
En el discurso se ve muy claro, cuando dentro de las guías de viajes, a la hora de contextualizar histórica y socialmente el país, no se hacen referencias a la guerra civil; tampoco a la situación de pobreza o falta de libertades. Algunas de esas omisiones venían de la mano de periodistas que en su momento cubrieron la guerra en el bando sublevado, cuenta Vega, y que luego empezaron a escribir en revistas de viajes y guías turísticas. “Eso es un elemento más que demuestra esa vinculación entre lo turístico y lo político”, defiende Vega. La historiadora del arte rechaza así la idea del turismo como un fenómeno apolítico y apunta que esa transfusión ayudó precisamente a trasladar al debate publico, entre quienes querían viajar a España, opiniones favorables al franquismo. Vega pone de ejemplos a John Langdon-Davies, quien llegó a recurrir al término milagro para hablar de la “transformación” de la España de los años 60 y 70 o Colin Simpson, “que bajo los argumentos de bienestar económico, aplacaba los posibles reparos ideológicos”.
El humor fue de los pocos espacios que encontró fórmulas para no sumarse al discurso oficial. “Eran posiciones y figuras identificadas con un análisis crítico que veían de manera perspicaz los elementos críticos o negativos del turismo”, apunta Vega. De este modo se alejaban de esa “visión plenamente positiva del turismo, como sinónimo de riqueza y que fue propiciada por el aislamiento que se ha hecho a la hora de contar la historia en los años 70 y posteriormente con la transición”. Revistas como La Codorniz o Tío Vívo representaban con viñetas sarcásticas y punzantes “la denuncia directa de la asunción de posiciones servilistas”, sobre todo en el turismo de sol y playa.
Ambas investigadoras coinciden en que en pocos espacios ha habido interés en señalar esas otras realidades del turismo o, sobre todo, que en su día el turismo fue algo más que el sol y la playa. “Ahora hay una serie de elementos [relacionados con el turismo] que están impactando en nuestra vida, eso nos hace mirar hacia el pasado de manera más crítica y empezarnos a plantear todas esas otras caras de la historia del turismo”, concluye Vega.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/turismo/cuando-los-turistas-compraban-botijos