Todos estamos condenados a perderlos. La mayoría lo hacemos lentamente y hasta observamos la compensadora costumbre de azuzar el ingenio o el sentido común para paliar los estragos del tiempo. De ahí que, carecer de sentidos para tantos que hemos dicho adiós a algunos, no suponga mayor problema cuando se es consciente de lo que […]
Todos estamos condenados a perderlos. La mayoría lo hacemos lentamente y hasta observamos la compensadora costumbre de azuzar el ingenio o el sentido común para paliar los estragos del tiempo. De ahí que, carecer de sentidos para tantos que hemos dicho adiós a algunos, no suponga mayor problema cuando se es consciente de lo que se gana y pierde en ese ir y venir de experiencias y sentidos.
Sin embargo, cuando se es lehendakari y se extravían todos los sentidos sin tener edad para perderlos ni compensación que alivie el desatino, menos aún conciencia, esas carencias nos desnudan a todos.
Y Patxi López, hace tiempo que perdió la vista. Si la conservara no insistiría en reiterar los mismos errores, como si tampoco guardara memoria alguna de a qué debe el poder y quienes lo sostienen, no se rodearía de las mismas sombras, no buscaría las mismas alianzas. Si fuera capaz de abrir los ojos, no se obstinaría en describir España desde Euskalherria, ni confundiría sus anhelos con los del pueblo al que se niega a ver.
Y también ha perdido el oído, porque debiera oír los justos reclamos de hacer posible la paz, y no los oye. Quien asegura gobernar para todos, tras haber excluido a miles de ciudadanos de su derecho a elegir y ser elegidos, cada vez más se empecina en desoír el clamor popular porque se respeten los más elementales derechos del pueblo vasco.
Tampoco tiene olfato, elemental sentido que te recuerda quien está al lado, a quién tienes enfrente, qué mano da las cartas. Ese sentido que te lleva a anticiparte, a prever la jugada. De ahí que persista en reiterar, desde su cerrazón más obsesiva, el mismo bélico discurso, convirtiendo a los presos en rehenes y bendiciendo la tortura como impune ejercicio.
Y tanta dolorosa pérdida de sentidos aún agrava más sus culpas cuando, también, se ha perdido el pretendido gusto, el simulado tono, las fingidas maneras.
Con el gusto suele perderse el tacto. Vienen entonces los exabruptos, las amenazas, la policía en la calle…
Que ojalá no perdamos los demás los sentidos que no tiene el presidente.
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