No hay actuación, comunicado, reacción, convocatoria, propuesta, ekintza, estrategia, dinámica, manifestación, pacto, maniobra política, planificada o deliberada por una parte de la autodenominada izquierda abertzale, o la propia ETA, que no sea explicada y justificada por la existencia del conflicto. Véase el último comunicado de ETA celebrando el medio siglo de existencia y dispónganse a […]
No hay actuación, comunicado, reacción, convocatoria, propuesta, ekintza, estrategia, dinámica, manifestación, pacto, maniobra política, planificada o deliberada por una parte de la autodenominada izquierda abertzale, o la propia ETA, que no sea explicada y justificada por la existencia del conflicto. Véase el último comunicado de ETA celebrando el medio siglo de existencia y dispónganse a chutarse con la adrenalina conflictual que despliega el escrito. Como si ese concepto, por sí solo, tuviera propiedades exfoliantes de la realidad, cual catecismo metabolizado; como si el conflicto revelara, no solo el presente, sino el pasado perfecto e imperfecto y, hasta el futuro de indicativo y también de subjuntivo. Como si el eterno conflicto actuase como un protector estomacal ante la indigestión de una práctica política absolutamente enmarañada y perversa. Aquí, o lo admites o estás de sobra. Aquí, o te metes el conflicto por vena, con su trascendencia histórica incluida, y lo rumias como epitafio de todos tus pensamientos, palabras, obras u omisiones, o eres un colaboracionista del Estado. Porque quienes reniegan de ETA y su estrategia polarizante, los que le dicen a ETA que su táctica requiere una renovación, que no puede sentirse ontológica, como el Estado, porque ya se ha convertido como bien dice Alba Rico en «una instancia teológica de legitimidad cuya existencia no puede negarse sin incurrir en un pecado de apostasía»; esos no solo no entienden el conflicto, sino que pertenecen a la chusma españolizada que más molesta.
De la misma manera, y con igual intensidad, no hay planificación policial, actuación de los cuerpos llamados de seguridad del Estado, estrategia electoral, práctica jurídica, dinámica legislativa, proposición de ley relativa al terrorismo o la mismísima Ley de Partidos, que no sea o parezca fruto de la venganza del Estado ante la violencia histórica de ETA. Como si esa justicia política, ensalzada democráticamente hasta la saciedad e incluso hasta la zafiedad, hubiera sucumbido ante los demonios del ojo por ojo, con su doble moral incluida, tan desnuda como los ecos de un epitafio. Y aquí o estás con esa democracia de mínimos o eres un colaboracionista de ETA. Aquí, o estás con esta legalidad de saldo, la que aborda las estrategias antiterroristas, esa que permite despóticas violaciones jurídicas, como las que un día si y otro también consienten la condena de personas sin pruebas tras instrucciones judiciales «atípicas» en busca del ultimo comando terrorista; o eres un contaminado. Aquí hay que aceptar la sospecha preventiva y la venganza infinita. Aquí tienes que entender que no condenar los atentados de ETA tiene un precio político de largo alcance: aceptar esa legislación construida a golpe de ingeniería jurídica que viola los más elementales principios de la libertad de expresión. Y es que en este contexto todo es ETA. Ya lo saben. Es entonces cuando uno echa en falta el exquisito cuidado procesal que la alta magistratura española puso en marcha al abordar en el macro-juicio contra Al Qaeda del 11-M
Pues bien, entre ambas pericias se levanta cada día la mayoría de la sociedad, la mayoría del pueblo vasco, el nombrado y el olvidado, excepto las élites políticas que gestionan ambas estrategias, las cuales buscan nuestra complicidad racional y emocional. Como si solo existiera ese espacio en el que descansar nuestra vapuleada razón. Ese que preside el omnipresente «o conmigo o contra mí» que encastilla a los inertes, mata a los muertos y desnuda a los desnudos.
No soy de los que cree en la equidistancia posmoderna. Ese limbo protector que algunas mentes pesebristas han diseñado intelectualmente para protegernos de la ingente contaminación política ambiental. No soy de los que cree en la neutralidad aséptica sin salpicaduras ni efectos secundarios. Porque no se pueden tapar dos cabezas con la misma boina. Por eso creo en la radicalidad de pensamiento, aunque la realidad se vista del color que le venga en gana, o ese día te coja por la espalda. Porque es imposible seguir manteniendo el posicionamiento gregario en función del suceso diario: si hay sangre miramos hacia un lado y si hay ilegalización, detención o tortura, reconocida o no, miramos hacia otro. Y así hasta cegarnos con nuestro particular estrabismo binario.
Ambas posiciones, las que dominan y contaminan el espacio social, jurídico, político y relacional de nuestra sociedad, son perversas. Porque no están a la altura de la auténtica resolución de conflictos, esa que, de partida reconoce al adversario, esa que apuesta por reconocer los derechos del contrario. Son perversas porque centrifugan hacia adentro, hacia los suyos -porque nunca existe el ellos- tratando de excluir voluntades necesarias para gestionar el conflicto globalmente, porque desmovilizan socialmente o movilizan hacia los extremos, se mueven entre el «ahí te jodas» o el «hasta la victoria siempre, aunque no nos siga ni Dios». Porque ambas estrategias impiden un marco normalizado de luchas sociales que necesariamente requieren constantes renovaciones estratégicas. Porque sus prácticas y dinámicas acumulan gravísimos déficits democráticos los cuales se invocan en nombre de valores universales hoy absolutamente desprestigiados por esas mismas prácticas siniestras y prevaricantes. Ello viene a confirmar que ambas estrategias, sin saberlo posiblemente, participan de la despolitización del sujeto social como agente fundamental de cambio. Ese que llamamos pueblo. Son perversas porque quienes identifican las claves políticas sobre las que pivota su actuación pública y privada, actúan de espaldas a las verdaderas necesidades políticas, sociales y económicas de la mayoría de la sociedad. Y proceden polarizando y tensionando a la sociedad y sus agentes con el único objetivo de lograr la máxima rentabilidad política o la aniquilación física o jurídica del enemigo. Son perversas porque ambas, cada una en su estilo, demuestran el lado teológico-moralizante de su intencionalidad. Unos saben que Dios hace lo que hace, como otros aceptan que ETA sabe lo que se trae entre manos; Dios lo hace por el bien de sus creyentes, ETA por el bien del pueblo vasco. Eso es teología pero nunca será política. De la misma manera, el Fiscal General del Estado, excitado por la venganza encubierta, el cinismo exaltado y glacial y la moralidad jurídica de sus posicionamientos, opta por procesar aquellas intenciones políticas ajenas a su credo moral. Confunde así los principios con los fines. Eso es teología jurídica, pero nunca práctica legislativa. Y es que cuando todo lo explica el conflicto o la venganza de Estado, la política se inmola en el altar de los panteístas y los prestidigitadores. Y entonces uno siente habitar en un país surgido del bostezo de un diablo.