Empecemos por el votante democrático, ese que examina los programas, los compara con su ideario y vota para acercarse lo más posible a un gobierno de principios. Ese votante, lo sabemos, es una ficción, necesaria quizás como «velo de ignorancia», pero que en la realidad no existe. Nadie se lee los programas, ni siquiera los […]
Empecemos por el votante democrático, ese que examina los programas, los compara con su ideario y vota para acercarse lo más posible a un gobierno de principios. Ese votante, lo sabemos, es una ficción, necesaria quizás como «velo de ignorancia», pero que en la realidad no existe. Nadie se lee los programas, ni siquiera los dirigentes de los partidos, y las píldoras que sueltan aquí y allá, abrevadas en argumentarios prêt-à-porter, son como globos de colores o golosinas de feria, destinadas a dar titulares de prensa y proporcionar carnaza en nuestros medios y tertulias partidistas.
Todos somos conscientes de que las promesas y eslóganes de nuestros políticos forman parte de un potlatch escénico en el que las palabras flotan desconectadas de los objetos, destinadas a electores desconectados de la realidad que no se creen los discursos pero que han aceptado la autonomía de este intercambio y se alinean, se indignan, se apaciguan llevados por un placer «estético» decisivo en una campaña electoral. De hecho, las campañas electorales sólo cobran sentido en la medida en que este placer «estético» cuenta, bien para atar a los ya convencidos, bien para arañar algunos votos a los rivales contiguos. Porque -digamos la verdad- lo que ninguna campaña electoral se plantea es interpelar a ese sector más desfavorecido, vinculado a la realidad y desvinculado de la democracia, que no espera ningún bien de la política ni ningún placer estético de sus rivalidades discursivas.
Luego están los votantes que sí existen. El primero es el ideológico, que se confunde con el futbolístico. Bajo el bipartidismo éste era el votante mayoritario: tanto el PSOE como el PP tenían, en efecto, sus votantes fieles que perdonaban cualquier dislate o desmán a sus partidos porque eran «los suyos». Como quiera que el votante «democrático» -hemos dicho- no existe, salvo como ficción necesaria, esta combinación de herencia, rutina y hooliganismo determinaba que ideologías cruzadas garantizasen siempre un resultado parecido: gente de derechas que se creía de izquierdas votaba al PSOE y gente de izquierdas que se creía de derechas votaba al PP. Este votante consuetudinario ha perdido fuerza, como lo demuestra la sangría anunciada del PP, el partido que parecía apoyarse en un electorado más correoso; así como la propia recuperación anunciada del PSOE -víctima en 2015 de su propia sangría-, consecuencia menos de un retorno a la antigua fe que del contexto nuevo y sus equilibrios.
A continuación tenemos el voto rebelde, el que de algún modo reflejó y aceleró la crisis del régimen del 78. Este voto, más impugnatorio que propositivo, se vinculó inicialmente al 15-M y a Podemos, que supieron interpelar también al mundo de las «ideologías cruzadas»: mucho voto rutinario «cruzado» hacia la derecha descubrió una opción «de izquierdas» a la que podía votar sin remordimientos históricos. Ese fue, en buena parte, su éxito. Hoy el voto rebelde se ha trasladado a la derecha, con la irrupción de Vox, mientras que la rebeldía de izquierdas vuelve, como antes de 2014, a la abstención. O al menos se cierne sobre ella -la abstención- como tentación «democrática», envés especular del «voto democrático» que mencionábamos al principio. Lo que ocurre es que una «abstención democrática» (la única opción profundamente democrática, pues es la más próxima a un «ideario» consciente) es un oxímoron. Es decir, una forma de autodestrucción.
Tenemos, por último, el voto calculador. Si el voto rebelde se ha trasladado a Vox, el voto calculador se ha trasladado a la izquierda en general y, desde luego, a los rebeldes izquierdistas, obligados a reprimir con bridas razonables la «tentación democrática» de la abstención. La derecha dividida y radicalizada convoca votos consuetudinarios, calculadores y rebeldes, todos los cuales se encontraban ya dentro del PP, de manera que, llegado el caso, como en Andalucía, se pueden dar la mano sin conflictos. El PSOE, por su parte, cuenta aún con un puñado de consuetudinarios, pero el voto que le va a dar la victoria procede del exterior y está asociado a una situación de excepción, como lo estuvo en el caso de la victoria de Zapatero en 2004. Ese «voto exterior», que había abandonado el PSOE y se había ilusionado con Podemos, debe ahora, seco y dolido, escoger entre la única opción democrática, la de la abstención autodestructiva, o el voto calculador. Es muy duro pasar del entusiasmo utópico al cálculo frío, pero es lo que hay. Más duro aún si se piensa que ese cálculo no puede apoyarse en ningún asidero firme: la combinación de encuestas «increíbles», ley electoral correctiva, división de la izquierda y electorado volátil hace que el gesto de depositar el voto en la urna buscando un resultado concreto se parezca mucho al de poner una ficha en el número 23 de la ruleta buscando salvarse de la ruina. Esta angustia contable en el vacío juega -es obvio- en favor del PSOE, que nunca volverá a ser el PSOE del bipartidismo consuetudinario, pero que ha conseguido ya restablecer el eje izquierda/derecha y que puede servirse del superado y melancólico «voto útil» para derrotar ahora a Unidas Podemos (que es, al mismo tiempo, su alimento y su rival exterior).
Así que el cálculo que hay que hacer no es electoral -donde todo es penumbra- sino político. Necesitamos un ínterin o una prórroga de cuatro años. La necesita Catalunya para amortiguar el conflicto y repolitizarlo en cauces democráticos. La necesita España para construir una alternativa que, desde fuera de los envejecidos partidos «del cambio», organice a medio plazo una constelación capaz de recuperar el voto rebelde y de interpelar el democrático. Para eso hace faltan dos cosas. La primera es impedir que gobierne la derecha radicalizada liquidando los «bienes pequeños» que aún conservamos. La segunda impedir que un PSOE triunfante tenga demasiada libertad para pactar con C’s o para gobernar sin frenos: hay, como sabemos, un sector del PSOE que nunca negociará con Unidas Podemos y que -aún más- ha gobernado ya varias veces España zapando el terreno para todas las derechas. Si la izquierda (pues volvemos a ser de izquierdas, mal que nos pese, al menos el 28 de abril) quiere alcanzar estos dos modestos objetivos, cuya única alternativa es el batacazo civilizacional, debe evitar la tentación de la autodestructiva abstención democrática; y, si tiene que votar y si sólo puede hacerlo con «cálculo», ese cálculo no puede ser electoral sino político. Y si ese cálculo tiene que ser político, entonces es evidente que el «voto más útil» no es el voto al PSOE. Lo confieso: no quiero que gane el PSOE las elecciones y no querría que las ganara Unidas Podemos, pero sí quiero que las ganen el PSOE y Unidas Podemos, de manera que, en un incómodo abrazo, se limen recíprocamente las entrañas- y nos otorguen así el tiempito que necesitamos para dejarlos atrás a los dos. Sabemos que, de todos los cálculos posibles en el mundo real, un pacto PSOE-Unidas Podemos es la única opción que obligaría al PSOE a cumplir su propio programa (no pedimos ya demasiado) y que prolongaría así la «excepción española», sin ninguna certeza de futuro, pero aplazando al menos el presente inminente de nuestra derecha radical.
Creo que este cálculo no es muy alentador, pero mucho más desalentadora es la normalidad europea. Creo que nadie va a aplaudir este razonamiento, pero mi reducido círculo de lectores está compuesto de votantes rebeldes y abstencionistas democráticos, a los que no podría convencer ya ninguna jaculatoria. Lo que quiero decir -en resumen- es que la única manera de evitar que gobierne la derecha es sostener a este Unidos Podemos declinante para que presione a un PSOE ilusoriamente en alza. El 28 de abril no se trata de transformar España sino de conservar sus harapos. Ahora hay que presionar al PSOE y sólo puede hacerlo, desde fuera, Unidas Podemos; luego habrá que presionar a Unidas Podemos y sólo podrá hacerse desde un exterior desconocido que, por el momento, es sólo -o sobre todo- intemperie. Por eso necesitamos tiempo (aunque haga frío).
Fuente: http://www.cuartopoder.es/ideas/2019/04/15/cuantos-tipos-de-voto-hay/
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