Vuelvo de La Habana. En realidad nunca me he ido. Siempre añoro esta ciudad esté lejos o paseando por sus calles. Esta vez la excusa, nunca necesaria, ha sido cubrir para varios medios de comunicación vascos la información sobre la situación en la Isla tras la repentina enfermedad de Fidel y su abandono de los […]
Vuelvo de La Habana. En realidad nunca me he ido. Siempre añoro esta ciudad esté lejos o paseando por sus calles. Esta vez la excusa, nunca necesaria, ha sido cubrir para varios medios de comunicación vascos la información sobre la situación en la Isla tras la repentina enfermedad de Fidel y su abandono de los cargos públicos. El interés occidental girando al Caribe en un agosto libanés. Cuestiones de geoestrategia mediática y deseos, más o menos ocultos, de rebeliones a bordo. Durante veinte intensos días no he parado de reencontrarme con amigos y amigas del alma en un contacto piel a piel fraguado en tres años de residencia en Cuba. Tres semanas en las que he hablado con políticos, artistas, estudiantes, amas de casa, académicos, sindicalistas, militares, trabajadores por cuenta propia, sacerdotes, periodistas. Tres semanas de verano entre el calor, la normalidad, las movilizaciones y la preocupación contenida. «Alien» y «Batman» en la televisión, Mesas Redondas a media tarde, reaggeton en las esquinas, apagones reducidos y la libra de tomates a veinticinco pesos moneda nacional en el agro de 15 entre 24 y 26, precio consensuado me dice Ivette psicóloga de vacaciones. La Habana sigue estando excesivamente cara, lo sé. La Habana sigue estando excesivamente viva pese a quien pese, lo sabemos.
Fidel, el hombre, el símbolo, la contradicción, la leyenda, ha vivido su agosto más difícil. En Cuba, ruptura de manuales periodísticos, los veranos siempre son informativamente intensos. Me lo recuerda Rafael Hernández, director de «Temas» una revista esencial para conocer ese pensamiento abierto y crítico de la Revolución tan interesadamente ignorado por muchos fuera de la Isla: «Nuestro veranos, desde la crisis de 1994, no suelen ser precisamente apacibles. Hace mucho calor, hay demasiada gente en la calle, falta transporte, no hay sitios donde llevar a los niños, escasean las alternativas de ocio.En La Habana, por ejemplo, la gente acude al Malecón, se hacen colas en las heladerías o los centros nocturnos y a veces se producen situaciones de cierta tensión y hasta de violencia. Pero curiosamente este verano ha sido distinto: es como si hubiera existido una disposición entre la población a que no se produjera ningún tipo de perturbación. En mi opinión esta actitud no ha respondido a la presencia policial -que ha sido visible como en todos los períodos estivales- porque en definitiva éste es un país donde las fuerzas del orden tienen uno de los niveles de actuación coercitiva de más bajo perfil. Esta disposición refleja, a mi juicio, la forma en que los cubanos y cubanas nos relacionamos con Fidel Castro. Hasta en los barrios más humildes de Cuba han estado muy pendientes de su salud sintiendo que este asunto les concierne personalmente, no como la mera enfermedad de un presidente. Un vínculo que se explica por la forma en que Fidel se ha relacionado con el pueblo, independientemente de las críticas que este puede expresar sobre tal o cual decisión suya. Su liderazgo transmite certidumbre, seguridad, y estas cuestiones centrales contribuyen a un consenso, a pesar de eventuales discrepancias».
Es cierto. A lo largo de estos días he podido percibir esa sensación de preocupación real en muy distintos ambientes, más allá de las identificaciones o distancias con respecto al proceso revolucionario. Un estado general que explicaba como nadie Abel Prieto, el ministro de cultura más cercano del mundo: «A las pocas horas de conocerse la noticia del estado del Comandante, me llamó un amigo de la infancia para decirme que esa noche iba a ser la primera en su vida, la primera, en la que se iba a acostar y Fidel no era presidente. Y no sabe por qué pero empezó a llorar». Creo que esa es la verdadera clave de fondo de estos días: el baile de sensaciones que ha producido en todos y cada uno de los cubanos y cubanas tomar conciencia de que se acaba un ciclo de su historia y comienza una nueva etapa. En estos casi ya cincuenta años de «expansión del campo de lo posible», de luces y de sombras, de sueños postergados y consignas y bloqueos y marchas combatientes y nueva trova y zafras y subsidios y antiimperialismos y dos orillas y miles de cosas más, la historia ha escrito en este pequeño rincón del Caribe una de las páginas más intensas en la crónica reciente de la humanidad. Quizá eso explique la particular idiosincrasia de un pueblo que más allá del surrealismo de su cotidianidad pasea con orgullo su identidad allá donde va.
Sobre la experiencia de la Revolución cubana que ahora vuelve a estar una vez más en fase de análisis y valoración al hilo de los últimos acontecimientos, se ha debatido casi siempre en defensa de posiciones extremas. A quemarropa, como señala el escritor Eliseo Alberto. La razón dicta, la pasión ciega. La reacción de la comunidad de Miami saliendo a las calles para celebrar la desaparición de Fidel Castro y, por extensión, el fin de la Revolución era un claro síntoma de una patología fraguada en el odio y la visceralidad. Los cubanos de la Isla podían ver atónitos estos días las imágenes de júbilo en «Little Havana» abriendo los informativos de la televisión local entre la sorpresa y la indignación. Un curioso ejercicio sociológico que ha mostrado al mundo, y muy especialmente a los cubanos y cubanas del interior, el verdadero «espíritu democrático» de esa minoría militante, rencorosa y eternamente agresiva constituida en lobby de presión permanente ante una Administración norteamericana hipotecada a sus designios y a su control cautivo del estado de La Florida. Al menos, me señalan algunos amigos, hasta las elecciones estadounidenses de noviembre.
Y, mientras tanto, las conjeturas. Hipótesis de trabajo y Radio Bemba emitiendo veinticuatro horas en patios, calles y solares a falta de informaciones oficiales. El silencio, una vez más, como arma de consenso y estrategia diseñada. Dosificación de los datos, multiplicación de los rumores. Cuba. Me lo explica con «elegancia revolucionaria» un comandante de las FAR que me traslada amablemente al Vedado en su Lada, explícito y contundente: «Este es un tiempo de muchas preguntas y pocas respuestas». De noche en casa, en torno a un arroz criollo y canciones de Pedro Luis Ferrer, parte de mi bohemia habanera crítica y lúcida como siempre (es decir, revolucionaria) sitúa el contrapunto necesario: «Ese es uno de nuestros defectos históricos -dice Oriel, director de escenografía-. El «miedo al otro» nos lleva a ocultar nuestros sentimientos, nuestras sensaciones. Sólo desde ese paternalismo anacrónico y absolutamente añejo se puede entender que perviva un periodismo tan limitado, tan poco abierto al contraste de ideas y de opiniones. Todo el mundo nos preguntamos qué ha pasado realmente, qué va a ocurrir. Somos ya, en este 2006, una sociedad con un muy elevado nivel cultural en términos generales. Lo que quiere decir que eso nos lleva necesariamente a tener una información verdaderamente acorde con esta nueva realidad, lograda claro está gracias a la Revolución. Es verdad que éste es un tiempo de muchas preguntas como te decía el militar pero, consustancialmente, de muchas respuestas y contraste de opiniones y valoraciones». La tarea, realmente, no es fácil. Y menos en un momento como éste en el que todos los mecanismos internos han estado activados ante cualquier eventualidad. Lógicamente las especulaciones se disparan: qué le ha pasado realmente al Comandante, qué ha ocurrido en esos cinco días de silencio oficial entre el ingreso de Fidel en un hospital y la lectura por Carlitos Valenciaga de la proclama, cuáles serán los pasos del nuevo Gobierno, qué peso real van a jugar los distintos sectores de opinión en esta nueva etapa. Sí sabemos, no hay sorpresas, el «Plan de Asistencia a una Cuba Libre» (sic) diseñado por el Departamento de Estado para tiempos como éstos, es decir, más de lo mismo: la devolución a sus antiguos dueños de todas las propiedades, incluidas las viviendas de las que millones de familias serían desalojadas; la privatización de todas las actividades económicas incluyendo la educación y los servicios de salud y la disolución de las cooperativas y restauración de los viejos latifundios; medidas represivas contra todos los miembros del Partido Comunista, de las organizaciones sociales y de masas y de simpatizantes del actual Gobierno; y, coda final, un anexo con medidas secretas para «asegurar la efectiva realización del mismo». Ochenta millas y ochenta millones de dólares para alentar la «rebelión popular»… Pero miles de kilómetros de desconocimiento de la realidad cubana como ha venido ocurriendo en la Casa Blanca desde 1959. O quizá desde mucho antes.
El viernes 4 Silvio Rodríguez presentaba en la sede del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos, situado en un precioso rincón del Vedado, su nuevo trabajo musical «Érase que se era», un doble cd en el que el cantautor recupera buena parte de sus canciones inéditas escritas en el período comprendido entre 1967 y 1972 (rememoremos: del año del asesinato del Ché a los años posteriores al fracaso de la Zafra de los Diez Millones). Un período, lo recordaba él, marcado por censuras y dogmatismos pero también y muy especialmente por utopías, sueños colectivos y solidaridades a flor de piel. «Para los representantes de mi generación -nos contaba-fueron unos años fundamentales en los que nos hicimos como somos. Por eso creo que cualquiera de nosotros, como cualquiera de las generaciones posteriores que en buena manera se identifica con estos textos, sencillamente lo que quiere, lo que queremos, es que nos dejen ser como somos». A Silvio, ahora en plena gira por distintos puntos del Estado español que culminará en Londres antes de la realización de una serie de conciertos gratuitos en Cuba, le gustaría haberle regalado a Fidel para su 80 cumpleaños, lo contó semanas atrás a la prensa argentina, «un país sin dolor». Un precioso regalo. Tras la enfermedad del Comandante, el cantautor amplió su propuesta: «Ahora, si me la pide, le regalo también mi vida». No es el único. Miles y miles de cubanos y cubanas estarían dispuestos a darlo todo por este hombre que hoy, cuestiones de la edad y la salud, sigue el desarrollo de los acontecimientos postrado en una cama de hospital. Pero vayamos un poquito para atrás porque nos queda alguna que otra secuencia pendiente.
Fidel y 80. ¿Héroe o villano?
Todo estaba preparado. Venían desde Argentina León Gieco, Víctor Heredia, Piero. Desde Chile Quilapayún, Patricio González. Desde Ecuador Pueblo Nuevo, Margarita Lasso. Desde Sudáfrica Miriam Makeba. Una larga lista de voces y geografías que, junto a una amplia muestra de la música cubana actual, iba a servir de homenaje al 80 cumpleaños de Fidel Castro entre otras muchas actividades organizadas por la Fundación Guayasamín. A él, a Fidel, la idea no parecía convencerle mucho. Desde siempre el Comandante en Jefe ha tratado de mantenerse alejado del «culto a la personalidad» y frente a la iconografía habitual en otros países de régimen socialista, en Cuba las únicas estatuas erigidas están dedicadas a los personajes históricos, bien los que libraron la Isla de la ocupación española a finales del siglo XIX o bien los protagonistas de la Revolución de 1959 ya fallecidos como el Ché Guevara o Camilo Cienfuegos. Pero al final, Fidel aceptó a regañadientes la celebración de sus ocho décadas. No hizo falta. El grave episodio médico que le afectó en la madrugada del 27 de julio mientras regresaba en avión de Holguín después de un acto político de varias horas de duración, punto y seguido de otro celebrado en la provincia de Granma el día anterior y cierre sin descanso de su larga gira argentina, venía a truncar toda la agenda de celebraciones preparada con mimo hasta el último detalle por un amplio comité organizador. Lo expresaba el propio Fidel en su histórica y esta vez sí necesariamente breve proclama hecha pública el 31 de julio de 2006 a las 18,15 horas en una fecha ya inolvidable para los cubanos: «El 80 aniversario de mi cumpleaños, que tan generosamente miles de personalidades acordaron celebrar el próximo 13 de agosto, les ruego sea pospuesto para el 2 de diciembre del presente año, 50 aniversario del desembarco del Granma». Aviso a navegantes: Volverá y, además, lo hará coincidiendo con una fecha simbólica para la Revolución, cumpliendo así los requisitos del imaginario colectivo de un proceso social que viene despertando odios viscerales y pasiones desenfrenadas en sus ya casi cincuenta años de existencia. Pero ¿quién es realmente este hombre que, siendo el líder de un país de no más de once millones de habitantes es considerado uno de los estadistas más reconocidos internacionalmente superando en fama e influencia a decenas de presidentes de naciones más importantes? ¿Cómo se explica que miles de cubanos y cubanas, como Silvio, estarían dispuestos a dar la vida por él? ¿Por qué su enfermedad ha generado tanta expectación, fiestas en Miami, preocupación en La Habana y un tratamiento informativo especial en todos los puntos del planeta? ¿Quién es realmente este Fidel Castro que ha sobrevivido a decenas de atentados, a nueve presidentes norteamericanos, a la caída del Muro de Berlín y que no duerme al día más de cinco horas según sus allegados más próximos?
Fidel, héroe o villano. Símbolo de la resistencia y de la dignidad de los pueblos frente al imperialismo norteamericano durante medio siglo, dicen unos, o particular aprendiz de brujo, vestigio anacrónico del comunismo que fue, señalan otros. Su biografía, sin apenas lagunas, es suficientemente conocida: nacido un 13 de agosto de 1926 en el Oriente cubano, hijo de campesinos de origen gallego, estudió en colegios católicos, cursó estudios de Derecho en la Universidad de La Habana implicándose en la agitada vida política de la República, militó en el Partido Ortodoxo de Eduardo Chibás, conoció de primera mano como dirigente estudiantil la realidad política de Venezuela, Panamá o Colombia, encabezó el asalto a los cuarteles de Santiago de Cuba y Bayamo como repuesta a la dictadura de Fulgencio Batista, preparó desde su exilio mexicano el desembarco del «Granma» y, tras tres años de lucha guerrillera en la montaña acompañado por la actividad de la insurgencia urbana, entró triunfante en La Habana dando inicio a la revolución social y política que más páginas y análisis ha generado en la historia del cambio social contemporáneo.
Después, la intensidad de un tiempo nuevo, sin guión, sorpresivo, humano demasiado humano, tiempo de sueños y consignas como evoca como nadie, entre la nostalgia y el cansancio, Eliseo Alberto: Patria o muerte. Venceremos. Una Revolución más verde que las palmas. Una flor para Camilo. El ejército es el pueblo uniformado. Estudio, trabajo y fusil. Cuba, primer Territorio Libre de Analfabetismo. Comandante en Jefe ordene. Salud para todos. La educación, un derecho del pueblo. Pim pom fuera: abajo la gusanera. No me digas lo que hiciste: dime lo que estás haciendo. Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada. Cuba ni se rinde ni se vende. En cada cuadra un Comité. Hasta la victoria siempre. Pioneros por el comunismo: seremos como el Ché. Convertir el revés en victoria. Sólo los cristales se rajan. Sumar voluntades es hacer realidades. Señores imperialistas: no les tenemos absolutamente ningún miedo. Ser revolucionario es ser internacionalista. Pa´ lo que sea, Fidel, pa´ lo que sea. Amo esta Isla. 100% cubano. Aquí no se rinde nadie… Y así hasta el infinito, llenando el cielo de palabras, proclamas y utopías que servían, sobre todo, para seguir caminando.
Fidel Castro, la imagen personalizada e incuestionable de Papá Estado siempre pendiente del bienestar de sus vástagos, estaba presente en la escuela, en los centrales azucareros, en las fábricas, en los hospitales, en las cocinas, en los carros, en las bodegas, en los conciertos, en la televisión, en las camas. No como efigie, sí como referente necesario. Sobreviviendo a invasiones, bloqueos, amistades inquebrantables pero menos y crisis, muchas y variadas crisis durante medio siglo de experimento social y político, su figura se ha convertido en un personaje de leyenda engarzando con la tradición épica del caudillismo latinoamericano tan presente siempre en la cultura y la tradición del continente: Bolívar, Eloy Alfaro, Pancho Villa, Lázaro Cárdenas, Vargas. y Fidel. Y como tal, fuente permanente de conjeturas y especulaciones sobre su vida privada, sus «secretos mejor guardados», su «fortuna personal», su implicación en la muerte de personas de su entorno directo o sus «vicios ocultos e inconfesables». Mera literatura para, al final del viaje, agrandar su leyenda. Algunos analistas sitúan la derrota de su pensamiento y su heterodoxia política cuando en la II Declaración de La Habana, en 1961, proclama el carácter socialista de la Revolución cubana. Otros en 1967, tras el asesinato del Ché en Bolivia y el fin de la extensión de la idea del foco guerrillero por todo el continente latinoamericano. Hay quien ubica su pérdida de autonomía real al manifestar su apoyo a la invasión soviética de Checoslovaquia tras la Primavera de Praga. Otros ven en el fracaso de la Zafra de los Diez Millones, en 1970, el fin del sueño revolucionario. O en la dependencia posterior de la URSS y la Europa del Este, la reproducción más o menos mimética de la institucionalización soviética, las campañas militares en Africa, la crisis del Mariel, la caída del Muro y la durísima prueba no superada moralmente del Período Especial, la dolarización de la economía. Pero ahí sigue y sólo una grave crisis intestinal aguda le ha conseguido apartar del gobierno en cuarenta y siete intensísimos años de actividad compulsiva.
«La figura de Fidel -me cuenta el sociólogo y profesor Hernando Contreras- es apasionante y contradictoria. Habría que pensar en un calidoscopio como referente. Un líder de talla mundial que, además de conseguir que esta pequeña isla del Caribe no pierda su dignidad, se ha encumbrado como símbolo planetario de la resistencia frente al Imperio. Y todo ello a muy pocas millas de sus costas. Es cierto que en buena parte de la Europa analítica y descreída, su imagen es la de un personaje sin escrúpulos que gobierna a su antojo toda la vida pública y privada de los cubanos. Pero eso es un error. Yo les sugeriría que se fijen en la idea que de Fidel existe en los pueblos latinoamericanos o en otros países del Tercer Mundo. Entonces, cuando entiendan la verdadera magnitud de su papel simbólico, podrán relativizar sus fríos análisis de mercado».
Es cierto. Fidel Castro sigue siendo un referente ineludible para millones de hombres y mujeres que, en todo el mundo, le consideran un resistente y un ejemplo de contrapoder real al expansionismo estadounidense. Pero también no es menos cierto que en él se cumple a la perfección la atinada definición que el general dominicano Máximo Gómez, máximo responsable del ejército mambí que acabó con el yugo español a finales del siglo XIX, atribuye a este pueblo mestizo e indomable: «Los cubanos no tienen término medio. O se pasan o no llegan». Fidel responde por completo al aforismo. A su larga trayectoria, forjada en un tiempo de guerra fría, de blanco sobre negro y totalmente alejada, por ejemplo, de otras influencias tan esenciales en el pensamiento de respuesta contemporáneo como el Mayo del 68 con la aparición de nuevos referentes ajenos hasta hace muy pocos años a la cultura política cubana oficial (la liberación sexual, el ecologismo, el papel de los medios de comunicación en la creación de consenso, la legitimación de nuevos sujetos sociales, etc.) hay que unir también la testarudez política de un hombre ya mayor al que le pesa demasiado su propia historia como para ensayar cambios en los últimos años de su vida. Un dato vendría a confirmar esta hipótesis: Fidel Castro ha aconsejado en diversas ocasiones a líderes latinoamericanos que adopten medidas que él no aplica en Cuba. Por ejemplo, a Daniel Ortega le animó a convocar elecciones abiertas en la Nicaragua sandinista. O a Chávez, con quien le une una complicidad mucho mayor que la del subsidio económico, a proseguir en su política gradual y aperturista muy alejada de los ritmos y tempos cubanos.
Son muchas las voces que señalan cómo, curiosamente, el proceso abierto en la Isla tras la enfermedad del Comandante ha ocurrido en el mejor momento posible para los intereses de la Revolución. Estados Unidos se enfrenta a una gravísima crisis interna motivada esencialmente por su política belicista en diversas partes del planeta y con la sombra de los comicios de noviembre como termómetro del clima de opinión entre la ciudadanía. Paralelamente, América Latina vive una más que interesante coyuntura política con la llegada al poder, por la vía electoral, de distintas opciones progresistas. Finalmente, la situación interna de Cuba en claves macroeconómicas es manifiestamente la mejor en los últimos años pese al mantenimiento de una crisis estructural debida a la propia limitación de recursos del Archipiélago. En este contexto, el ensayo general de traspaso de poderes a una nueva dirección colegiada se ha desarrollado en un clima de tranquilidad absoluta. La beligerancia ha venido del exterior y una vez más protagonizada por los sectores más violentos y reaccionarios de la diáspora cubana en Estados Unidos. En Cuba, la normalidad del período vacacional ha caracterizado estas jornadas en las que quizá lo más significativo haya sido la movilización de decenas de miles de reservistas en previsión de un posible ataque norteamericano… Y, mientras tanto, una intensa actividad institucional en la sombra de la que, gradualmente, iremos conociendo sus resultados.
La Habana, agosto 06, ochomesina y veraniega. En la calle 23 entre los contrastes y los flamboyanes, los libreros de segunda han colocado en el lugar más estratégico de las estanterías todas sus existencias con discursos, biografías, entrevistas y homenajes a un hombre llamado Fidel que atraviesa estos días su momento más difícil. Son cuestiones del marketing tropical, claro está, pero en la actitud de estos trabajadores por cuenta propia que extienden su oferta de miles de páginas por diversos rincones de la capital podemos intuir también un particular homenaje a la persona que ha marcado sus vidas, como las de millones de cubanas y cubanos, en las últimas cinco décadas. Ahora, una vez más, son ellos y ellas los que deben manejar de forma autónoma e intransferible su propio futuro, sin injerencias ni «ayudas desinteresadas». Nosotros y nosotras, en la retaguardia de la complicidad, sólo podemos decirles algo así como que sin ellos y sin ellas, sin esa Cuba que siempre llevamos a nuestro lado, nada sería igual. Pero creo, me da la impresión, de que lo saben perfectamente.
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