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Cuba, los nuevos tiempos

Fuentes: Diagonal

La verdad es que en los últimos 45 años España ha cambiado muchísimo y Cuba, en cambio, muy poco. Basta la mirada más superficial para tener que avenirse a este hecho incontestable y extraer las conclusiones. ¿Cuáles son? Una sobre todo: la verdad es que España, que ha cambiado mucho en los últimos 45 años, […]

La verdad es que en los últimos 45 años España ha cambiado muchísimo y Cuba, en cambio, muy poco. Basta la mirada más superficial para tener que avenirse a este hecho incontestable y extraer las conclusiones. ¿Cuáles son? Una sobre todo: la verdad es que España, que ha cambiado mucho en los últimos 45 años, ha avanzado poquísimo y Cuba, porque ha cambiado muy poco, ha avanzado muchísimo. Mientras que España, ex-potencia colonial, renunciaba definitivamente a su independencia y soberanía aceptando un neofranquismo jovial, una rendición en color, un candado fosforescente, Cuba aguantaba una invasión, un bloqueo, la existencia de la Unión Soviética, la ausencia de la Unión Soviética, el terrorismo incesante de los EEUU para conservar inalteradas hoy, casi cinco lustros más tarde, las condiciones del libre movimiento y la autodeterminación democrática. Cuba ha sacrificado 45 años, pero no los ha perdido; España ha perdido 45 años (o 450) porque nunca ha estado dispuesta a sacrificar otra cosa que su conciencia. España se deja cambiar; Cuba no. España se siente satisfecha de que la cambien a la fuerza; Cuba se siente a veces cansada del largo esfuerzo para que no la cambien.

En un libro tan bello como olvidado, Huracán sobre el azúcar, Jean-Paul Sartre escribía sobre su visita a Cuba apenas 18 meses después de la revolución: «Cada uno de sus progresos puede resultarle fatal, pues en cada uno de ellos afirma su irreductible voluntad de independencia. En consecuencia, el peligro proviene de sus mejores obras y crece con su mejoramiento; es una carrera contra el reloj». Era marzo de 1960 y en el puerto de La Habana acababa de estallar el barco francés La Coubre, pero Sartre sólo podía adivinar temeroso la invasión de Bahía de Cochinos y el bloqueo estadounidense, que aún no habían descargado su furia contra Cuba. La revolución cambió radicalmente el país en 1959 y se negó luego a cambiar ese cambio; y por cada cosa buena que se desprendía de él, por cada «mejoramiento» social -como decía Sartre- recibió y sigue recibiendo un golpe. Es hasta tal punto difícil aceptar semejante derrotero moral que incluso algunos izquierdistas europeos han acabado por asociar un castigo tan gratuito y brutal a un pecado interno, pero lo cierto es que la agresión contra Cuba -contradiciendo todos los principios pedagógicos- es tanto mayor cuanto mejor se porta la revolución. Lo que a EEUU le gustaba de Pinochet, de Videla, de Somoza, de Marcos, de Suharto, del Sha de Persia, del régimen sudafricano del apartheid; lo que le gusta de Musharraf, de Mohammed VI, de Mubarak, de Abdalah, de Uribe -y por lo que les recompensa- es que producen pobres, enfermos y cadáveres (y muchos canallas). Lo que a EEUU no le gusta de Cuba, y ese es el único motivo de todas sus represalias, es que sea el único país de Latinoamérica sin desnutrición infantil, el único que da de comer a toda su población, el único sin analfabetos, el único que no mendiga, el único que no duerme en la calle, el único que cura todas las enfermedades curables, el único que investiga las incurables, el único cuya fuerza laboral está compuesta de un 60% de bachilleres o universitarios, el único en el que un ministro y un conductor de autobús discuten en pie de igualdad, el principal exportador del mundo de alivios médicos, el principal exportador del mundo de instrucción escolar, el que tiene menos prostitución, el que tiene menos corrupción, uno de los que menos inmigrantes desplaza al exterior y, no por casualidad, el que produce menos canallas y más conciencias del planeta. El monótono y criminal bloqueo aplicado contra Cuba desde hace 45 años es una estrategia para impedir estos «mejoramientos» pero también es una forma de castigarlos: un niño sin hambre, un niño sin frío, un niño curado -salvo que enriquezca a la Roche y empobrezca a cien mil- es un pecado intolerable contra el proyecto moral de los EEUU y debe ser inmediatamente expiado por todos los medios. Allí donde las palabras independencia, seguridad, igualdad, derecho, significan algo; allí donde un niño tiene arroz, un obrero lee a Lezama Lima y un ciego vuelve a ver gratis, inmediatamente se arma un ejército contra ellos y cien moralistas de la prensa -en Madrid y en Nueva York- le invitan a disparar.

Quien no ha cambiado nada en los últimos 45 años, si se piensa bien, es EEUU. La verdad de Cuba, a la que no debemos ceder -aunque sí ajustar- nuestro espíritu crítico, es esa «carrera contra el reloj» de la que hablaba Sartre y que convierte cada medida del gobierno revolucionario en una «réplica». Comer sin ellos, sanar sin ellos, reír sin ellos, leer sin ellos, escribir sin ellos es socialismo; comer, sanar, reír, leer y escribir contra ellos es todavía una dependencia. Pero sobre el horizonte de esta dependencia, Cuba ha avanzado mucho en los últimos 45 años. Los cubanos, decía Sartre en 1960, tienen «la urgencia de los tomates y las plantas eléctricas» y mucho menos «la de las instituciones». Esa urgencia se mantiene aún hoy y para satisfacer sus demandas -lo confieso- quizás estaría dispuesto incluso a aprobar con frívola distancia una «militarización» de la producción, pero precisamente por eso no puedo dejar de agradecer, con la misma frívola distancia, la milagrosa fortaleza de la revolución cubana, que se ha querido conceder un margen de independencia formal mayor del que la amenaza real habría justificado. Con retrocesos, rectificaciones y vaivenes, lo cierto es que la revolución cubana se institucionalizó también; en los años setenta se dio una Constitución, un Parlamento, elecciones formalmente mucho más participativas que las nuestras; corrigió su política homofóbica, al contrario que la mayor parte de los países de la región, incluidos los EEUU; superó la esclerosis cultural de los años grises y ha desentumecido su cultura y su prensa, de un modo quizás todavía insuficiente, pero tanto al menos como para no recibir lecciones de El País y sus editoriales sobre Haití o Venezuela o de Javier Marías y sus indigestiones egocéntricas. En nombre de «la carrera contra el reloj» y la «lucha contra el terrorismo», Cuba habría podido imponer con más legitimidad que Bush una dictadura y no lo ha hecho porque ha sabido en todo momento que defender la revolución era defender la democracia, un grado menos quizás de la que habrá sin ellos pero un grado más de la que su presión permite.

A veces la izquierda europea, en los últimos años, no ha sabido seguir a Sartre; ahora se le ofrece la mejor oportunidad histórica para rectificar su posición. Minoritaria, aislada, dividida, la izquierda europea puede seguir blandiendo una idea contra la isla en la que fructificó su semilla y enhebrando palabras contra el único país donde significan algo. Hay once mil especies de plantas y animales amenazadas de extinción que desaparecerán en los próximos treinta años, pero es incalculable el número de ideas y palabras que ya han desaparecido. Las palabras, como los animales, necesitan un medio ecológico concreto para desarrollar sus funciones, reproducirse y transformar favorablemente el entorno. Periódicos como Diagonal o Rebelión son pequeños microclimas donde esas palabras se conservan un poco artificialmente; pero nuestros periódicos alternativos, como nuestras ranas, no lo olvidemos, están siempre en peligro de extinción. Una palabra necesita un país para significar algo y toda la tierra para significar mucho. Cuba ha cambiado poco y avanzado mucho en 45 años de resistencia y hoy precisamente se revela hasta qué punto ha sacrificado, pero no perdido, ese tiempo. Lo ha ganado para todos; con esa idea y algunos errores ha construido heroicamente el muro donde ahora todos podemos apoyarnos. Gracias a que Cuba se mantenía ahí, como una salud latente, como una planta agarrada a la roca a la espera de un clima nuevo, cuando Bolívar volvió a Venezuela tuvo también donde agarrarse; y cuando la Pachamama volvió a Bolivia tuvo también donde agarrarse. Resulta que Cuba, porque no cambió, seguía por delante de todos y es de nuevo el comienzo de todo. Cuba aguantó pequeñita, arrinconada, imprevisible, para que Latinoamérica renaciente tenga hoy un asidero donde fecundar su esqueje. Sería ingratitud, además de estupidez, rechazar ese hombro.