«Si no hay carro nos vamos en balsa» Desde hace al menos tres años, la dirigencia cubana ha venido anunciando un proceso de reforma de la Constitución que junto a la implementación de los llamados «Lineamientos de la política económica y social», hacen parte de un proceso general de reformas en el país. En las […]
«Si no hay carro nos vamos en balsa»
Desde hace al menos tres años, la dirigencia cubana ha venido anunciando un proceso de reforma de la Constitución que junto a la implementación de los llamados «Lineamientos de la política económica y social», hacen parte de un proceso general de reformas en el país. En las palabras de apertura del VII Congreso del Partido Comunista de Cuba, en abril de 2016, el presidente Raúl Castro afirmó que «esta será una oportunidad para ajustar en nuestra Carta Magna, otras cuestiones que requieren del amparo constitucional». Como parte de la indagación sobre esas «otras cuestiones», Cuba Posible me ha invitado a compartir una reflexión en torno a los derechos de la población migrante cubana. Sé, por la invitación, que quizás se esperaba un balance en materia de los derechos de población en movilidad humana, y algunas posibles propuestas: una suerte de «un poco de lo que hay» con «un poco de lo que hace falta.»
Sin embargo, en vez de aspirar a proponer un catálogo de derechos en torno a la migración, creo que resulta necesario adentrarnos en una discusión previa, pudiera decirse pre-constituyente. Las líneas que a continuación se proponen, buscan tributar a la discusión sobre la comprensión misma del migrante en el orden social en Cuba, el lugar que ocupa en la membresía nacional. Como es de suponer, tal ejercicio desbordaría no solo el presente texto, sino también el trabajo de cualquier comisión legislativa; lo cual debería por lo menos preocupar, si tenemos en cuenta cierta orientación a priorizar el trabajo de técnicos y especialistas, en el contexto pre-constituyente que discretamente vive el país. O sea, no se trata de valorar técnicamente las posibilidades de transnacionalizar derechos, sino de analizar la comprensión que como sociedad tenemos de la migración, y que atraviesa todo el ordenamiento jurídico, lo que también incide en las percepciones que en relación al «hecho migratorio» existen dentro y fuera de Cuba.
Partiendo desde dicha postura, puede señalarse que la legislación y la política migratoria, no pueden ser entendidas simplemente como mecanismo de regulación de una externalidad, o como conjunto normativo con efectos en una dimensión del «afuera». Por el contrario, tal conjunto de regulaciones ha tenido una función directa en la producción de una forma particular de la ciudadanía y, por tanto, de membresía nacional.
Como síntoma de lo anterior, pudiera mencionarse lo ocurrido en la Cumbre de los Pueblos de la VII Cumbre de las Américas, realizada en Panamá en 2015, donde una de las consignas de la delegación de la sociedad civil cubana (¿la oficial?), consistía en calificar de «apátridas» a representantes de cierto sector de cubanos provenientes de Estados Unidos. Más allá de los antecedentes históricos del caso, creo que es importante reparar en las implicaciones de que la «apatridia» sea utilizada como epíteto naturalizado en el repertorio de consignas ideológicas.
Lo terrible del caso es que, en primer lugar, desde el período entre-guerras del siglo pasado, el apátrida es, junto al refugiado, una de las categorías más importantes de las personas con necesidades de protección internacional dentro del derecho humanitario internacional. A pesar de la invisibilización natural de la condición de «apatridia», a finales de 2015 las cifras del ACNUR arrojaban la existencia de más de 3 millones de apátridas reconocidos internacionalmente, y cerca de 10 millones de personas apátridas «de facto» o de hecho, pero no reconocidas como tal jurídicamente. Para nuestro contexto la ofensa es igualmente lamentable, porque el tratamiento de la migración calificada de «definitiva» en la normativa nacional, tiene como efecto el producir precisamente en las y los migrantes cubanos una condición de «apatridia de facto«, condición mucho más alarmante para aquellos que no logran regularizarse en sociedades de recepción.
Al analizar la noción de ciudadanía debemos entenderla no como mero estatus de identidad nacional, sino como derecho básico que abre el acceso a otros derechos; en términos de Hannah Arendt «el derecho a tener derechos». Si bien es posible cuestionar la condición de refugiado de una parte mayoritaria de la población migrante cubana sobre la base de los criterios de elegibilidad de instrumentos internacionales en materia de refugio ‒Convención de 1951 y su Protocolo de 1967, incluso bajo los criterios de la Declaración de Cartagena de 1984‒, no es posible desconocer los efectos de pérdida de derechos ciudadanos que produce en el migrante la legislación migratoria cubana.
Que la condición de «apatridia» para la migración cubana haya sido poco discutida, tanto en el terreno político como en el de las investigaciones sobre el tema, ha tenido que ver con varias razones. Quizás baste señalar en este sentido que la ausencia de dicho debate ha estado mediada por las posibilidades de naturalización de los migrantes cubanos, principalmente en Estados Unidos. Sin embargo, es necesario reconocer que también es el resultado de una tendencia generalizada en las dinámicas migratorias contemporáneas: no importa tanto ser ciudadano en destino, como el poder ejercer los derechos básicos que garanticen una vida digna y llevadera. A tales derechos se puede acceder mediante estatus como la residencia legal (denizenship), lo cual ha hecho que autores como David Jacobson hablen del declive de la ciudadanía.
Pero lo anterior no niega la importancia de conservar la ciudadanía en origen. Más allá del estatus de no ciudadanos que suelen mantener poblaciones migrantes en destino, estos mantienen la ciudadanía de origen. Y aunque la condición de «apatridia» para la población cubana no ocurre en términos declarativos formales, esta deriva en términos concretos de la aplicación de diversas normas jurídicas en el ordenamiento jurídico nacional.
En el orden de los derechos civiles, la reforma migratoria cubana de 2012 eliminó regulaciones previas que limitaban el derecho de propiedad sobre bienes muebles e inmuebles. El Decreto-Ley 302 de 2012 (publicado en la Gaceta Oficial Ordinaria No. 44 del 16 de octubre de 2012) directamente abrogó la Ley No. 989 de diciembre de 1961, mediante la cual se disponía «la nacionalización mediante confiscación a favor del Estado cubano, de los bienes, derechos y acciones de los que se ausenten con carácter definitivo del país.» Previamente se habían realizado modificaciones a la Ley General de la Vivienda, mediante el Decreto-Ley 288 de 2011 ‒publicado en Gaceta Oficial Extraordinaria No. 35 del 2 de noviembre de 2011. Sin embargo, no puede confundirse la eliminación de límites para enajenar bienes, en especial inmuebles, previo a la salida del país, con el reconocimiento de los migrantes como titulares de los derechos civiles orgánicamente articulados en nuestro ordenamiento jurídico. Pensemos, por ejemplo, en uno de los campos fundamentales del Derecho Civil: el derecho de sucesiones. En el Libro Cuarto del Código Civil Cubano (Ley No. 59 de 1987), se reconoce en el artículo 470, «el haber abandonado definitivamente el país» como una causal absoluta de incapacidad para heredar.
De manera similar ocurre con algunos de los llamados derechos sociales de la población migrante. El derecho a la salud pública, gratuita, fue limitado por igual para «viajeros, extranjeros, y cubanos residentes en el exterior». A través de un escueto Acuerdo del Consejo de Ministros (publicado en la Gaceta Oficial Extraordinaria No. 011 del 26 de febrero de 2010), se decidió exigir a los cubanos residentes en el exterior «una póliza de seguro de viaje, con cobertura de gastos médicos» (Acuerdo Primero). Más allá de los argumentos invocados para este tipo de medidas, y de los problemas de jerarquía normativa para la implementación de este tipo de decisiones, el presupuesto de justificación es el no reconocimiento de los cubanos migrantes como integrantes de la membresía nacional. Y no debemos confundir la no pertenencia con la no presencia, lo cual nos remitiría a la institución de la «ausencia». En este último caso, el mismo Código Civil establece reglas elementales sobre el tratamiento de bienes y derechos. Pero más allá de lo anterior, lo que interesa resaltar es que tanto a la noción de «salida definitiva» de la legislación anterior como a la de «ciudadano cubano emigrado» de la legislación vigente, ha supuesto la limitación de derechos en general no por razones de ausencia, sino por un despojo de naturaleza punitiva que es resultado de la comprensión de la migración como traición o abandono con implicaciones de legitimidad para el proyecto político.
Quizás mucho más significativa, en este sentido, es la regulación de los derechos electorales. En la vigente Ley Electoral del año 1992, el domicilio en Cuba constituye una condición habilitante para el ejercicio de dichos derechos políticos. Así, por ejemplo, el derecho al sufragio activo supone como requisito «el ser residente en el país por un período no menor de dos años antes de las elecciones…» (Artículo 6, inciso b). Y el derecho al sufragio pasivo, supone ser «residentes permanentes en el país por un período no menor de cinco años antes de las elecciones…» (Artículo 8). La postura anterior contrasta con el contexto latinoamericano posterior a los años 90, en los que la reintegración de las poblaciones migrantes expulsadas durante la implementación de políticas neoliberales (Ecuador, México o Bolivia) o desplazadas por conflictos internos (Nicaragua o Colombia), supuso la implementación, de manera creativa, del reconocimiento del derecho al sufragio para los nacionales en el exterior. Solo entre 1991 y el 2014, una docena de países latinoamericanos han reconocido el derecho al sufragio, en formas variadas que van desde la participación en elecciones generales hasta procesos de elección de autoridades locales. Y en países como Colombia, Ecuador y República Dominicana, no solo se ha implementado el ejercicio al derecho al voto desde el exterior, sino que también se han reconocido las candidaturas a órganos de representación parlamentaria de candidatos por el exterior.
Ahora bien, tengamos en cuenta que no se trata acá de plantear el análisis en términos de cuáles derechos están o debieran estar reconocidos, y cuáles no. La reforma migratoria cubana que entró en vigor en enero de 2013, además de las transformaciones introducidas en el orden jurídico, supuso la apertura hacia un nuevo marco de comprensión axiológico en relación a la representación de la migración en nuestro entorno político nacional. Sin embargo, si bien el giro hacia la noción del «migrante económico» constituye un alejamiento de la postura tradicional, tanto la comprensión general de la migración como los efectos jurídicos producidos desde el período de la Guerra Fría, no han sido modificados en su contenido de manera significativa. La idea del «migrante económico» ‒exceptuando los desplazamientos forzados, toda migración suele implicar aspiraciones económicas‒, ha sido re-articulada en la lectura negativa de los nuevos flujos hacia y desde Sudamérica. Cierto discurso mediático nos presenta a la población cubana en tránsito como «migración de primera clase», en alusión a las posibilidades de regularización bajo la Ley de Ajuste Cubano y la recientemente eliminada política de «pies secos/pies mojados» (Ver Juventud Rebelde del 31 de diciembre de 2015).
No hay nada de primera clase en las condiciones de los migrantes, cubanos o de cualquier nacionalidad, en tránsito por Sudamérica. Las desapariciones, extorsiones, violaciones y fallecimientos, en zonas como la Selva del Darien, o en países como Guatemala o México, han hecho parte recurrente de esta travesía. Pero más allá de lo anterior, lo importante es comprender cómo esta noción negativa, de quien es percibido como traidor del orden político y nacional, a la vez, termina ratificando la condición del apátrida, de la no pertenencia; condición que legitima el actuar represivo de fuerzas militares sobre migrantes cubanos en países como Ecuador, Colombia, Panamá o Nicaragua. El no reconocimiento de los derechos en tanto ciudadanos cubanos, en zonas de tránsito, áreas fronterizas, frente a procesos de desalojo, detenciones y deportaciones arbitrarias, supone entre otras cosas una forma de negación de la humanidad misma de estas personas. Tal realidad debe hacer parte de un debate honesto sobre la condición de la migración en el sistema jurídico cubano en general y en especial en el orden constitucional, sea nuevo o reformado.
En el contexto de la reforma constitucional anunciada, y pensando además en los cambios previamente realizados en la regulación migratoria, habría que tener en cuenta que la valoración integral del escenario normativo no debería ser el resultado de la emisión de normas y modificaciones a manera de parches formales. En general, se trata de una concepción que por razones identificables en términos históricos, atraviesa el ordenamiento jurídico de manera sistémica, y que supone una forma específica de pensar la relación entre la ciudadanía y la nación. Es en este sentido que puede afirmarse que una discusión coherente sobre los derechos de la población migrante cubana, debe primeramente asumir la cuestión del reconocimiento cabal, que no nominal, de la condición de ciudadanos de su población migrante. Lógicamente, este es un ejercicio peliagudo, que más que discutir un «afuera» supone pensar un «adentro», y cuestionar las formas legales de la producción de esas distancias.
La ciudadanía nunca ha sido un lugar neutral. En el cuerpo de dicha institución puede encontrarse la historia de las luchas sociales, las victorias y derrotas de movimientos sociales, y el accionar político por la hegemonía. Para diversos autores es a partir de los 80 que factores como la globalización, las condicionantes de las políticas neoliberales, y los reclamos asociados con las poblaciones migrantes, generan una modificación en la concepción moderna de la ciudadanía descrita por Thomas Marshall, anclada al territorio nacional. En este sentido debe tenerse en cuenta para la condición de la migración cubana, que uno de los elementos básicos para el ejercicio efectivo de la ciudadanía, es el derecho a retornar, y a residir. La figura de la «salida definitiva» era la confirmación normativa de la imposibilidad del retorno; condicionante asumida desde posturas ideológicas extremas, ubicadas entre la expulsión o la fuga, pero con las mismas implicaciones prácticas. Aunque para algunos esta noción fue eliminada con la reforma migratoria, la pervivencia de la salida definitiva puede rastrearse en el accionar de varios elementos de la legislación migratoria vigente. Por ejemplo, es posible ubicarle en la autorización de 24 meses para residir en el exterior (artículo 9.1 apartado 2 de la modificada Ley de Migración de 1976). La existencia de límites temporales para residir en el exterior, fuesen 11 meses y 29 días, o 24 meses, evidencian que lejos de comprender la decisión de migrar como un derecho, esta continúa siendo percibida como un permiso, resultado de una autorización.
Otro elemento en el que puede encontrarse esta noción de ida, es en el proceso para la autorización de la repatriación (Artículo 48.1). El proceso de repatriación confirma aún más la pérdida de la ciudadanía para quienes sobrepasan los límites temporales de residencia en el exterior autorizados, ya que solo tiene sentido hablar de repatriación si ha existido previamente una expatriación (sobre el procedimiento para resolver las solicitudes de residencia, ver Resolución No. 44 del Ministerio del Interior publicada en Gaceta Oficial Ordinaria, el 16 de Octubre de 2012).
Sobrevive también a la reforma migratoria un entendimiento de la migración en términos lineales como proceso unívoco, con un origen y un destino. En contraste con esta visión, los estudios de las migraciones internacionales dan cuenta, de manera diversa, de la existencia en la actualidad de procesos migratorios complejos con dinámicas de circularidad, migraciones temporales, retornos, y re-migraciones. La mentalidad de la gestión institucional de la migración cubana, así como las formas de representación de la misma, no han superado tal noción lineal. Todavía seguimos escuchando la expresión «se quedó», lo cual constituye la traducción vernácula de la negación institucional del retorno.
Existen además circunstancias en las que la limitación del retorno es utilizada explícitamente como medida punitiva. Se trata de la prohibición de retorno que es aplicada a las personas que abandonan misiones (principalmente de programas de colaboración).
En este sentido, es ilustrativa la reciente declaración del Ministerio de Salud Pública (MINSAP), como reacción a la eliminación por Obama del programa de parole para médicos cubanos. Al respecto «el MINSAP reitera la disposición de permitir que los profesionales del sector que abandonen sus misiones de colaboración regresen a Cuba y se reincorporen al Sistema Nacional de Salud…» (Ver Nota del MINSAP del 2 de febrero de 2017 en Granma). Sin pretender analizar en su totalidad las implicaciones de dicho pronunciamiento, un elemental análisis del discurso de la declaración confirma el argumento que se ha venido exponiendo. En función de razones utilitarias, el MINSAP generosamente «permite» el retorno de quien, por tanto, es entendido como desertor. Mediante el gesto generoso del perdón, se reitera la naturaleza punitiva de la limitación del regreso.
En la práctica esta prohibición ha supuesto la imposibilidad de retornar al país durante ciertos períodos de tiempo. Si el argumento de dicha prohibición es el perjuicio (en principio patrimonial) causado por el abandono de misiones, habría que pensar en la existencia de procedimientos judiciales existentes para reclamar daños causados al Estado. Junto a lo anterior, habría que pensar además en la necesidad de fortalecer el rol del personal profesional en la negociación de las condiciones de los contratos de prestación de servicios en el exterior. No obstante, más allá de las posibilidades que pueden plantearse en este sentido, no hay justificación alguna para impedir que un profesional que «abandonó su misión» pueda asistir al sepelio de un familiar fallecido en Cuba. El perjuicio causado, se podrá argüir, es también político. Pero el costo de negar el retorno, en especial para situaciones de calamidad familiar, es mucho más perjudicial para el proyecto de la Revolución en términos de horizonte ético y libertario.
Junto a lo anterior, el reconocimiento de la migración como derecho, supondría la adopción de medidas para la reducción de costos y la agilización de trámites. En términos generales, es posible reconocer que los costos asociados a la emisión del pasaporte y sus llamadas «prórrogas», funcionan como mecanismos de recaudación que terminan limitando el ejercicio del derecho a migrar.
Existen diversas razones para justificar la necesidad de asumir la discusión en torno a nuestra historia migrante y su regulación dentro del ordenamiento jurídico nacional. A los efectos del presente contexto, resulta pertinente mencionar al menos dos razones fundamentales, con implicaciones nacionales y globales. En primer lugar, se trata de normativas y políticas que inciden directamente en la experiencia vital de la familia cubana, que a pesar de la historia de la(s) distancia(s) no ha dejado de sostener sus vínculos afectivos de manera transnacional. En segundo lugar, porque la articulación de las fronteras y la producción legal de la ilegalidad de migrantes y refugiados, es uno de los frentes decisivos de las asimetrías del capitalismo global contemporáneo. Un proyecto político-económico como el cubano, que pretende reinventarse de manera crítica, sin dejar de reconocer las formas de enajenación del individuo en la propuesta de mundo del capitalismo, no puede plantearse de espalda a estos hechos.
De lo dicho hasta acá, podemos comprender que el calificativo de «ex-cubanos» no constituye una descolocada invención en el imaginario de un periodista. No se trata de una opinión aislada, sino de la síntesis de una comprensión excluyente de la migración, que legitima sus efectos discriminatorios en un particular proyecto de nación. Es necesario dejar atrás el entendimiento de la migración como traición, y pasar a comprenderla como derecho, al menos en la parte que de dicho derecho corresponde a Cuba. Lo cual, además, incluiría promover la defensa de los derechos de los ciudadanos cubanos, frente al galopante incremento de prácticas discriminatorias a nivel global. Tal comprensión supone asumir una realidad impostergable: que la nación cubana vive y respira fuera de los bordes naturales de nuestro archipiélago.