Los incesantes ataques contra Cuba de los últimos meses, tanto los de la derecha como los de la seudoizquierda, insisten en la necesidad de «democratizar» la isla (del mismo modo, y por los mismos motivos, que los Reyes Católicos insistían en cristianizar América). En Cuba no hay democracia, dicen unos y otros. En Cuba, dicen, […]
Los incesantes ataques contra Cuba de los últimos meses, tanto los de la derecha como los de la seudoizquierda, insisten en la necesidad de «democratizar» la isla (del mismo modo, y por los mismos motivos, que los Reyes Católicos insistían en cristianizar América). En Cuba no hay democracia, dicen unos y otros. En Cuba, dicen, no hay libertad de expresión. En Cuba hay corrupción, prostitución, machismo, racismo, presos políticos… Pues claro, es la única réplica posible. Y además hay tabaquismo, alcoholismo, cafeinomanía, carnivorismo, filatelia y cualquier otro vicio que podamos imaginar.
Claro que hay machismo en Cuba. Vivimos, desde hace milenios, en un mundo brutalmente patriarcal, que apenas ha conseguido serlo un poco menos en las últimas décadas. Y en Cuba, como en todas partes, sigue habiendo machismo. Pero, ¿por qué será?, los machitos cubanos son algo más comedidos que sus homólogos de la «España democrática» y no matan a una cubana cada cinco días.
Claro que hay racismo en Cuba. Vivimos en un mundo obcecadamente racista. El mero hecho de hablar de «razas» humanas es puro racismo. En uno de los museos del holocausto montados por los judíos, hay dos puertas de salida con sendas leyendas: en una pone «racistas» y en la otra «no racistas»; la segunda puerta está cerrada con llave, y a quienes intentan salir por ella (que son la mayoría de los visitantes, pues casi nadie reconoce abiertamente su racismo) se les explica que esa puerta está cerrada por la sencilla razón de que los «no racistas» no existen. Todos somos racistas, en alguna medida, del mismo modo que todos los hombres (y la mayoría de las mujeres) somos machistas. En Cuba sigue habiendo racismo, sí, como en todo el mundo; pero los «prietos» no son explotados ni agredidos por el color de su piel, como ocurre a diario en la «España democrática».
Por supuesto que en Cuba no hay plena libertad de expresión. ¿Acaso la hay en algún sitio? ¿Acaso puede uno, en la «España democrática», decir lo que piensa de un rey ursicida impuesto por Franco, o expresar con respecto a ETA una opinión distinta de la oficial? ¿Por qué habría que permitirles a los «disidentes» cubanos difundir las consignas de los infames terroristas estadounidenses, que no han dejado de acosar a Cuba por todos los medios desde el triunfo de la revolución? ¿Por qué habría que permitirle la entrada en la isla a un diputado del PP disfrazado de turista, a un agente de la derecha más retrógrada comisionado para entrevistarse con los esbirros de la CIA? ¿Con qué autoridad moral se le pide libertad de expresión a Cuba desde un Estado en el que ni siquiera hay libertad de silencio, puesto que se ha llegado al extremo de ilegalizar a un partido por no «condenar» públicamente lo que al Gobierno le interesa que se condene?
Claro que hay presos políticos en Cuba. ¿Cómo no va a haberlos en un país sometido a un cerco numantino y hostigado sin tregua por la mayor y más despiadada potencia militar de todos los tiempos, una de cuyas estrategias básicas es y ha sido siempre la infiltración de quintacolumnistas y la compra de traidores? ¿Hay que dejar que los espías, los saboteadores y los sicarios hagan su trabajo sin ser importunados? En Cuba hay presos políticos, sí. Aunque muchísimos menos que en la «España democrática», donde ahora mismo hay más de setecientos (casi todos vascos), donde ni siquiera se reconoce su existencia, donde son dispersados de forma sistemática, anticonstitucionalmente alejados de su país y de sus familiares. Y donde son torturados impunemente por terroristas de uniforme, como han denunciado una y otra vez la ONU, Amnistía Internacional, la Asociación Contra la Tortura, el TAT y otras organizaciones.
En Cuba no hay democracia, dicen. Pues claro que no. La democracia no existe ni ha existido nunca, ni siquiera en la Grecia de Pericles. La democracia realmente participativa, única digna de ese nombre, es un desiderátum, una meta hacia la que algunos se encaminan mientras otros pretenden haberla alcanzado ya para no tener que alcanzarla nunca. La democracia es una utopía (en el sentido de proyecto «no imposible sino imposibilitado» que Alfonso Sastre reivindica para el término). Una utopía que gracias a la revolución cubana, gracias a sus extraordinarios logros sociales y a su heroica resistencia frente al imperialismo, está un poco más cerca cada día. Por eso Cuba tiene tantos y tan poderosos enemigos. Por eso tiene tantos amigos, y tan leales.