Hace meses que el debate sobre la reforma de Bolonia me provoca malestar, por la sensación de que en él predomina la confusión y de que cada bando busca ampliar sus aliados, más que aportar argumentos. I La actual reforma es muy criticable en el fondo y en la forma. De hecho, salvo los profesionales […]
Hace meses que el debate sobre la reforma de Bolonia me provoca malestar, por la sensación de que en él predomina la confusión y de que cada bando busca ampliar sus aliados, más que aportar argumentos.
I
La actual reforma es muy criticable en el fondo y en la forma. De hecho, salvo los profesionales de la gestión universitaria que medran con la reforma, no conozco a nadie más que se encuentre entusiasmado con la misma. Sobre todo porque el cambio pedagógico que se plantea es un mero brindis al sol. Teóricamente, el paso a sistemas pedagógicos distintos, con menos clases magistrales y más interacción es una buena idea. Pero casi nadie cree que ello se vaya a aplicar cuando seguimos con grupos de 100 alumnos. Y cuando la búsqueda de la «excelencia investigadora» ha convertido a los profesores jóvenes en meros productores de artículos para ser enviados a las revistas anglosajonas donde, se supone, competimos. Ni la carga de alumnos, ni la estructura física ni, sobre todo, el modelo de carrera profesoral es la adecuada. Si nadie del profesorado ha protestado es básicamente por dos razones: a) porque se sigue pensando que al final esto no es más que teatro político. Y que el modelo educativo seguirá con pocos cambios siendo el mismo que el actual; y b) porque para una gran mayoría de profesores con vocación investigadora la docencia seguirá constituyendo el pequeño tributo a pagar por su plaza universitaria. De hecho, al menos en mi universidad, ya se están creando mecanismos para que algunos de ellos simplemente eludan la docencia. Todo apunta a que finalmente ésta puede ser obra de profesores- docentes, socialmente demediados, difícilmente entregados a una docencia de alta calidad. Bolonia simplemente viene a reforzar una deriva clara de la Universidad más preocupada por la actividad investigadora que por la labor educativa.
Es también criticable que la conversión de las antiguas licenciaturas en la doble escala de Grados y Masters implique en la práctica un aumento del coste privado de estos últimos. Hay que señalar sin embargo que esto no es necesariamente aplicable a «Bolonia». En primer lugar porque el diseño de los curriculums en la mayoría de países europeos es un esquema de 3+2, más o menos el mismo modelo universitario de carreras de cinco años tradicionales, aunque partidas en dos ciclos. Si en España se ha aprobado un esquema de grados de 4 cursos no es por exigencia comunitaria. Es por la mera presión corporativa de las Universidades españolas temerosas de que el cambio de modelo signifique una pérdida de recursos públicos. En lugar de plantearse abiertamente la reforma en serio de la Universidad, se ha preferido, una vez más, optar por la solución corporativa y aprobar ciclos educativos más largos (y más costosos) que los de nuestros países vecinos. Tampoco el tema del coste privado de la carrera es una derivación directa de Bolonia. Es más bien el resultado de las preocupaciones presupuestarias de nuestras universidades. Y del subdesarrollo de nuestro sector público. Hay buenas razones para exigir que se amplíen los recursos dedicados a becas o se reduzca el coste de los Masters (aunque ahora una parte sustancial de los mismos se pagará a precio público). Una de las razones que explica el bajo rendimiento en muchas facultades se debe al gran número de alumnos que combina estudios con trabajo mercantil. Si lo que se pretende es un modelo pedagógico que implique una dedicación más intensiva al estudio, lo lógico es introducir un sistema más generoso de becas. La pretendida reforma sin recursos, tanto para el profesorado como para los estudiantes, es una de las contradicciones de la reforma y exige una demanda clara en este sentido.
II
Menos evidente me parece la asimilación de Bolonia con la privatización de la Universidad. Evidentemente me preocupa el control del capital privado sobre la misma. Simplemente que no soy capaz de captar cuál es el cambio radical que pretendidamente genera Bolonia. Desde mi punto de vista, en la Universidad hay desde hace mucho tiempo derivas preocupantes que en parte pueden considerarse privatizadoras y en parte obedecen a lógicas estamentales igualmente perversas.
En primer lugar, indicar que cuando se piensa que la privatización es la supeditación de la actividad universitaria al capital se pasa por alto que esta supeditación puede tener muchas variantes. Las cuales expresan no sólo una enorme variedad de determinaciones sino también los propios intereses contradictorios de los mismos capitalistas. Por ejemplo, algunas voces plantean simplemente que la Universidad sea un mero centro de formación profesional superior. Una pretensión inaceptable y totalmente desenfocada: ninguna institución escolar va a ser nunca un mero centro de formación ocupacional ni podrá eliminar la importancia del aprendizaje en la propia actividad laboral. El propio funcionamiento de las economías capitalistas reales exige por otra parte actividades y saberes que caen fuera de la actividad privada: gestores públicos, creación intelectual, servicios asistenciales…. Y los mismos sectores capitalistas más interesados en el desarrollo tecnológico saben que éste depende tanto de la ciencia aplicada como de la ciencia fundamental. Una ciencia que prefieren financiar con fondos públicos y que requiere aprendizajes no directamente orientados a la vida mercantil. Las formas como el capital controla el desarrollo científico son diversas y, en muchos casos, requieren espacios de autonomía que difícilmente van a ser cuestionados.
En segundo lugar, es cierto que hay una presión creciente en las universidades por la obtención de recursos externos que pueden generar tendencias privatizadoras. Pero se trata de un proceso con muchas caras y en el que el profesorado es tan actor como víctima. De entrada recordar que el estatuto del profesor universitario permite realizar actividades remuneradas complementarias siempre que se realicen en forma de convenios y se pague un canon a la propia Universidad. En parte se trata de la continuidad de una vieja tradición de los profesionales liberales de combinar docencia universitaria con ejercicio profesional liberal (algo que también se da en buena parte de los médicos de la Seguridad Social). En parte se trata de un mecanismo por el que se obtienen fondos públicos complementarios (de Ayuntamientos, Diputaciones etc.) cuyo contenido puede oscilar entre la investigación genuina y la mera justificación académica de decisiones políticas tomadas en otras áreas. En parte se trata de verdadera transferencia de conocimiento al sector privado, por la que se reciben emolumentos. La proliferación de instituciones intermedias (Institutos Universitarios, spin off, etc.) puede estar indicando que estamos efectivamente ante una mayor influencia del capital. Pero responde también a la propia demanda del profesorado para reducir la parte de ingresos que dejan en la Universidad. Más que de una privatización «desde fuera» es a menudo una privatización «desde dentro» de la que participa sin rubor buena parte de la comunidad.
Además, hay que indicar que una parte de esos fondos externos se obtienen directamente de los fondos públicos de investigación (Europeos, nacionales). En teoría se trata de verdadera investigación científica, orientada por la calidad del proyecto. En la práctica es evidente que las cosas son más complejas y que se trata de un espacio donde influyen las estructuras de poder en cada disciplina académica, los juegos políticos entre facciones universitarias, el peso de escuelas de pensamiento. Sin duda ahí es donde pueden influir grandes intereses políticos y económicos (por ejemplo si se priman investigaciones sobre energía nuclear en detrimento de las energías renovables), presentes en la definición de los grandes planes de investigación europeos o nacionales. Pero esta cuestión, a todas luces crucial, no forma parte del actual programa de reforma de los estudios universitarios.
Y tampoco puede perderse de vista que a menudo el problema más grave de sumisión al capital no es sólo el de la «mercantilización» de la labor investigadora sino el del propio contenido de la ciencia normal. Pienso en mi especialidad, la economía, donde es el núcleo central del paradigma dominante el que constituye directamente una legitimación gratuita del capitalismo. Y donde gran parte del trabajo de investigación «normal» que se exige a los profesores universitarios pasa por escribir artículos científicos que oscilan a menudo entre el esoterismo matemático y el panegírico del mercado, partiendo de hipótesis tan poco realistas, pero grupalmente asumidas, como la de la competencia perfecta o la racionalidad autista de los individuos.
Luchar contra estas derivas requiere intervenir en ámbitos muy diferentes del que se ha planteado en el debate boloñés. Requiere discutir en serio el estatuto del profesorado universitario, su función social, sus condiciones de trabajo. Requiere discutir los criterios y los procedimientos que deciden las líneas básicas de investigación y los mecanismos de control social. Sin duda requieren dar más voz en estos procesos a las organizaciones que representan intereses colectivos y reducir la de los minoritarios intereses privados. Y requieren también un debate en el seno del propio colectivo profesoral, en gran parte protagonista activo de estas derivas.
III
Llevan razón los estudiantes en cuestionar un cambio de modelo educativo. Y en exigir un debate. Pero me temo que ésta es una oportunidad que ya se ha perdido. Sus líderes optaron por una crítica estructural en el que «Bolonia era el gran proyecto privatizador» y al mismo tiempo no se sabía nada. En lugar de movilizar por los efectos concretos del modelo, y dejar abiertos los otros campos de debate, se ha optado por un planteamiento totalizador que al final se convierte en un mero elemento aglutinador de convencidos. Quizás cada generación está abocada a tropezar con los mismos errores que las anteriores. Forma parte de un aprendizaje imposible de saltarse. Pero es una pena que un tema tan necesitado de debate racional se haya convertido en un mero espantajo que ni va a paralizar las reformas en marcha (entre otras cosas porque cuando empiece a aplicarse Bolonia el próximo curso es discutible que se vaya a percibir una ruptura con el pasado) ni posiblemente va a permitir avanzar en cuestiones sustanciales como la de las becas.
Y si los contenidos son discutibles, algunas de las prácticas han sido peores. Sobre todo cuando se han practicado iniciativas vanguardistas (como la de «cerrar» una Facultad, impidiendo totalmente entradas y salidas, dos días antes de una convocatoria de huelga) y, demasiadas veces el recurso al insulto y la amenaza ha primado sobre el debate y el respeto a gente que no compartía sus puntos de vista. Se percibe demasiada preferencia por el recurso a la fuerza en lugar de la búsqueda de la legitimidad, quizás porque el plano discurso «teórico» se traduce en un autoconvencimiento de superioridad moral que no requiere contención. Una recaída en viejos vicios que han hecho más daño que otra cosa a los movimientos emancipatorios.
La incapacidad política y el radicalismo huero de este movimiento no justifican en absoluto la brutal acción policial del 18 de marzo en Barcelona. Ni legitima a unas autoridades académicas que han sido responsables de la inanidad de una reforma sin duda mal planteada. Hace mucho tiempo, si es que alguna vez lo hubo, que las universidades están dirigidas por carreristas universitarios incapaces de generar buenos debates democráticos. Hay mucho autoritarismo encubierto en las actitudes de buena parte del profesorado. A veces contrapesado por el paternalismo de algunos bienpensantes que dan por buena cualquier propuesta radical sin tamizar que provenga del alumnado. Si algo ha fallado es que nadie se ha preocupado en serio, y ahí muchos tenemos responsabilidad, en la creación de un debate franco sobre la reforma. Y en abrir canales reales de participación cuando ha resultado patente (por ejemplo en el referéndum de la Universitat de Barcelona) que la opinión anti-Bolonia está claramente extendida entre los estudiantes.
Se corre ahora el peligro de un enquistamiento de la situación y de quedar atrapados en el círculo vicioso de la lucha antirrepresiva. Un bucle sin salida que se alimenta del recurso al autoritarismo de ambas partes. En este sentido, la pacífica manifestación del día 26 en Barcelona es una buena noticia. Aunque convendría aprovecharla para generar una dinámica que saliera del techo actual: el de una reforma mal planteada y el de una impugnación sin capacidad de obtener cambios.
La educación y la política científica merecen planteamientos menos simplistas y formas de acción más variadas. Por ello uno piensa que estamos ante otra ocasión pérdida. Y por ello persiste el sentimiento de malestar.