El escritor José Ovejero, ganador de la última edición del Premio Dulce Chachón, escribe sobre la nueva vida del galardón después de los intentos del Partido Popular de Zafra por desvirtuarlo.
Yo había escrito otro artículo. Lo tenía listo para enviar, pero no conseguía quitarme de encima el malestar que me provocaba. Mi artículo explicaba en detalle cómo el alcalde de Zafra (PP) había desfigurado el Premio Dulce Chacón; desmontaba sus argumentos populistas, sus medias verdades, su prepotencia. Y me sentía mordaz, incisivo, cargado de razón. Me iba ya a la cama con la sensación de deber cumplido, pero con una insatisfacción muy desagradable. De pronto caí en el porqué de mi incomodidad: ese es el mundo hacia el que nos arrastran, un mundo de discusiones imposibles porque no buscan la verdad, de debates de colmillo retorcido, de manipulaciones. Diálogos en los que no hay comunicación sino un ejercicio de poder. Un mundo que no quiero que sea el mío.
Así que abro otra vez el ordenador y os cuento. Cuando leáis este artículo se habrá celebrado una rueda de prensa anunciando las bases del nuevo Premio Dulce Chacón, que se concede al mejor libro publicado el año anterior en opinión del jurado. Hasta ahora se concedía en Zafra, lugar de origen de Dulce y su familia, pero tras los intentos del alcalde de desvirtuarlo y tras cancelar el premio al no poder salirse con la suya (no voy a abundar en la historia) se entregará ahora cada año en una ciudad distinta de Extremadura, sin la participación del Ayuntamiento de Zafra.
Lo que quiero en este breve artículo es celebrar que el premio haya sobrevivido, gracias al compromiso y el tesón de sus defensores, también de la memoria de Dulce Chacón. Porque es un premio muy especial, al menos por dos motivos.
Primero, porque una de sus bases -que quiso eliminar el alcalde- señalaba que el jurado tendría en cuenta la aportación de la obra a valores como, entre otros, «la dignidad, la justicia y la solidaridad», aunque también se indicaba que «el valor fundamental de la obra premiada será la calidad literaria». Es muy difícil evaluar la aportación a la dignidad o a la justicia de una obra de ficción -yo no sé si mis obras contribuyen a ellas y confieso que no me preocupa mientras las escribo-, y por eso está claro que esa parte de las bases tiene más peso simbólico que práctico: pretende vincular el premio a la trayectoria y pensamiento de Dulce Chacón, es un homenaje a la escritora que nos recuerda el coraje y el compromiso de libros como La voz dormida o Un amor que no mate; también el coraje y el compromiso de su propia vida.
Entiendo de todas formas las reticencias a introducir criterios no literarios en un premio de narrativa. Pero, habiendo en España, literalmente, cientos de premios literarios, cuando casi no hay ayuntamiento, ciudad y autonomía que no tenga el suyo, ¿es tan pernicioso que se mencionen en uno? ¿No estamos necesitados tanto de buena literatura como de símbolos que nos enriquezcan la vida?
El segundo rasgo que hacía el Premio Dulce Chacón particularmente entrañable era la costumbre –no incluida en las bases y que también quería cargarse el alcalde–, de que uno de los siete votos del jurado lo emitiese un jurado popular. Lectoras y lectores de Zafra votaban por una de las cuatro obras seleccionados por el jurado profesional como finalistas, tras un acto público en el que cuatro personas defendían sendos libros. Procedimientos como este crean comunidad, alientan la participación ciudadana, establecen un vínculo entre la literatura y la gente. A mí, que habitantes de Zafra, miembros de sus clubes de lectura y asociaciones culturales, y también personas no adscritas a organización alguna, discutiesen públicamente la calidad de tal o cual libro y eligiesen su favorito, me parece una forma de fomentar la lectura mucho más hermosa que las campañas institucionales que nos prometen que leer es bueno y bonito.
Hay premios de más renombre que el Dulce Chacón, con mejor dotación económica, también con mayor repercusión mediática, aunque solo sea porque se organizan en una gran ciudad y no en una pequeña como Zafra y en una autonomía tan mal comunicada como Extremadura. Pero hay pocos que, como este, te hagan sentir que la cultura no es un asunto de relumbrón y de postín, sino de la gente corriente.
Yo lo gané el año pasado y si os lo cuento no es para presumir -aunque es algo de lo que se puede presumir- sino para que entendáis que hablo de primera mano. Me conmovió estar allí, me conmovió el entusiasmo con que se vive el premio. Cuando antes venía a decir que no dejemos envenenar nuestras vidas con discusiones con quien no lo merece no era mi intención promover una renuncia a la lucha. Al contrario. Gracias a quienes han luchado para no dejarse arrollar por el ordeno y mando, encabezados por una parte considerable de la familia Chacón, el premio obtiene ahora una nueva vida, en la que se mantienen las dos características que señalaba más arriba, y una de ellas reforzada: no habrá un jurado popular, sino dos: el de Zafra, cuna del premio, y el de la ciudad en la que se falle cada año.
Ojalá el Premio Dulce Chacón, obtenido a lo largo de los años por autores tan dispares como Luis Landero, Cristina Fernández Cubas, Ignacio Martínez de Pisón o Andrea Abreu, se reponga de esta etapa turbulenta y siga creando ese difícil espacio en el que se encuentran la literatura de calidad y la participación ciudadana, es decir, la cultura y la democracia.
Fuente: https://www.lamarea.com/2024/07/19/cultura-democracia-y-el-premio-dulce-chacon/