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Cyborgs

Fuentes: Rebelión y Tlaxcala

Un día de 1997 me encontraba navegando en un pequeño barco de madera en el océano Índico. Iba con Joseph Hanlon, un viejo lobo norteamericano nacionalizado británico, reconocido escritor y periodista de la BBC y reconocido opositor al apartheid en Sud África. También iba su esposa y un nativo makua que conocía aquellas aguas. Después […]

Un día de 1997 me encontraba navegando en un pequeño barco de madera en el océano Índico. Iba con Joseph Hanlon, un viejo lobo norteamericano nacionalizado británico, reconocido escritor y periodista de la BBC y reconocido opositor al apartheid en Sud África. También iba su esposa y un nativo makua que conocía aquellas aguas.

Después de haber recorrido cuarenta países, mi capacidad de sorpresa y ensoñación se habían renovado. Era el fin del mundo, el lugar donde se unían el cielo y el mar, el paraíso y el infierno. Nada más parecido que volar en un barco de madera. Allí las aguas son tan trasparentes que uno puede andar horas viendo pasar los corales en el fondo del mar como si fuesen países vistos desde un avión. Con frecuencia los delfines seguían nuestro vuelo jugando como niños y los peces voladores planeaban sobre la superficie del agua como si fuesen pájaros de cristal brillando bajo el sol.

Una tarde llegamos a una isla poblada por kimwanis. Nos alojamos en un antiguo edificio portugués. En Mozambique, después de la revolución de independencia y a pesar de que el gobierno era marxista, cualquiera podía comprar un extenso pedazo del paraíso por cincuenta dólares. El problema era habitar aquello.

Nosotros estábamos de paso y nos quedamos una o dos noches allí.

Esa noche los jóvenes kimwanis me invitaron a una fiesta que tendrían en un local cerca del mar. Un remedo torpe de los bailes en el mundo moderno. De alguna forma alguien había conseguido un disco viejo de Madonna y unas pocas lámparas que eran alimentadas por un generador de barco que hacía más ruido que el pasadiscos. Las jóvenes salvaban la originalidad de su pueblo con la belleza de sus capulanas.

Al regresar a la villa atravesamos el centro de la antigua ciudad colonial, totalmente abandonada. La avenida principal estaba cubierta de una arena blanca que reflejaba con intensidad la luz de la luna. Entonces recordé el relato de uno de los jefes de cuadrilla del astillero donde trabajábamos. El jefe lo había enviado unos meses a Alemania para aprender carpintería y al entrar en un shopping center se mareó con las luces y se perdió en el alucinante laberinto del consumo. Finalmente lo encontró la policía, temblando escondido en un baño, no sé si de hombres o de mujeres.

Para mí la experiencia era la contraria. Sumergido en ese cuadro surrealista casi no podía distinguir si caminaba sobre una avenida de arena o nadaba sobre las transparentes aguas del océano de corales. Las casas de aquella ciudad abandonada en una isla tropical fuera de todos los circuitos turísticos estaban ciegas y mudas, apretadas unas contra otras. Las sombras de los árboles y de los balcones eran de un negro impenetrable. Todo el paisaje era irreal, el silencio y los olores. Todo poseía una intensidad existencial imposible de encontrar en las ciudades modernas donde la sobreexcitación ha anestesiado toda sensibilidad.

Uno de los defectos de nuestro mundo desarrollado es el haberse convertido en eso: una jaula de luces y sonidos cada vez más repetidos y anestesiantes. Las luminarias enceguecen, los ruidos ensordecen, las comunicaciones incomunican.

No hace mucho un estudiante llamó a la puerta de mi oficina porque quería hablar conmigo sobre un curso. Venía hablando solo, por lo que pensé que debía llevar uno de esos teléfonos que muchos llevan incrustados en su cerebro por el lado del oído derecho. Un nuevo cyborg.

Por un momento dudé si realmente estaba hablando con alguien más al tiempo que me preguntaba por unos textos que debía leer para la semana. Llegando al límite de mi paciencia le pregunté si estaba hablando conmigo o con alguien más.

«Con los dos», me dijo.

Traté de no perder las normas de civilidad y le dije que se desconectara o saliera de mi oficina. A lo cual se justificó con el cuento de la generación multiple-task.

«Oh, la Generación de Tareas Múltiples. Muy bien. Ahora, ¿podrías resumirme la conversación que acabamos te tener?

«Emm, so… Sí, usted me hablaba de un texto».

«¿De qué texto?»

«Emm… I mean…»

Prolongué el silencio a propósito.

Desde el siglo pasado vengo argumentando acerca de las oportunidades históricas de una radicalización del humanismo en la expansión de la educación, la cultura y el poder político e ideológico de las clases populares a través de los nuevos sistemas interactivos de comunicación. Cada vez con más frecuencia debo desilusionarme ante estos groseros desvíos de una supuesta conscientização de la que hablaba Paulo Freire, de esa dulce utopía de la liberación de los hombres y mujeres sin poder a través de su independencia laboral y educativa. Cada vez con más frecuencia experimento esa frustración de que esta liberación es tan ilusoria como el conocimiento de alguien a través de una «sociedad virtual» como Facebook, donde hasta las emociones vienen prefabricadas y empaquetadas. Los viejos vicios de las grandes cadenas de televisión, como el adoctrinamiento a través de la propaganda, se reproducen también en Internet. Con el agravante de que ahora la dependencia no tiene horario ni barreras económicas. Basta con estar conectado.

Con el agravante de que ahora la alineación se confirma a sí misma con la orgullosa superstición de un individuo finalmente liberado.

Sólo queda una esperanza: que esos torpes balbuceos, que toda esa alienación no sea otra cosa que la expresión de una etapa infantil en preparación de otra más madura.

«OK, ¿podrías al menos decirme de qué hablabas con tu amigo?», pregunté.

«Asuntos personales», contestó. Otra frase prefabricada.

«Para asuntos personales está la cafetería. No me hagas perder el tiempo con teorías del Pato Donald. La Generación de las Tareas Múltiples no es otra cosa que el nombre elegante de una Generación de Mutilaciones Múltiples. Vaya, haga algo por la humanidad. Arroje ese anzuelo a la basura. Agarre un libro, un diario, una manzana, algo que sientan sus manos. Salga a mirar la luna. Apague las luces de su apartamento. Por favor, haga sign out, log off, shut down and turn off. Desconéctese. Escuche ciento cincuenta veces el silencio antes de volver».

Cuando el muchacho se fue, probablemente manejando su Ford Explorer y escribiendo en su iPod con el pulgar derecho a algún otro cyborg en Japón o en España sobre lo que le acababa de ocurrir con su profesor, comprendí que mi fastidio se había multiplicado por otra razón adicional. El muchacho era una caricatura de mí mismo, de todos nosotros, de la nueva sociedad anónima de ciegos insectos que van a morir abrazados por el fuego de las luminarias.

Entonces me desconecté y salí a respirar.

Jorge Majfudes profesor en la Lincoln University (USA). Su último libro es La ciudad de la Luna (novela, 2009.