Las cosas no desaparecen, sólo se esconden o se recuerdan, se buscan o se olvidan. O, cuando caen en malas manos, se oculta una de sus mitades y se enseña la otra, como si eso fuera todo. La realidad es un iceberg, piensan los cínicos y suponen los desmemoriados; pero un iceberg es una trampa, […]
Las cosas no desaparecen, sólo se esconden o se recuerdan, se buscan o se olvidan. O, cuando caen en malas manos, se oculta una de sus mitades y se enseña la otra, como si eso fuera todo. La realidad es un iceberg, piensan los cínicos y suponen los desmemoriados; pero un iceberg es una trampa, y una trampa es una mentira. Así de fácil.
Una buena muestra de todo eso es el modo en que se está presentando el centenario del pintor Salvador Dalí, un artista que apoyó con nitidez la dictadura de Franco; que vivió en las cercanías del general sedicioso y obtuvo todas las ventajas posibles de aquel régimen corrompido al que sirvió de coartada y sobre el que jamás hizo pública la más mínima crítica. Aquel régimen que había derribado el Gobierno legítimo de la República y exterminado toda la política cultural de la que tanto se benefició en su juventud el propio Dalí, desde la Institución Libre de Enseñanza a la Residencia de Estudiantes; el mismo régimen que había ejecutado a su íntimo amigo García Lorca; el mismo que había obligado al destierro a su otro camarada inseparable de la Residencia de Estudiantes, el director de cine Buñuel, y a la mayoría de sus contemporáneos, gente que le había sido cercana, como Alberti; poetas como Cernuda, Salinas o Guillén; pintores como Gaya, o maestros suyos como Picasso, Mallo y el escultor Alberto Sánchez. El mismo régimen que, tras causar cientos de miles de muertos con su golpe de Estado, siguió asesinando a tantos miles de personas tras acabar la Guerra Civil que aún hoy quedan alrededor de 35.000 republicanos sin tumba, vergonzosamente tirados en fosas comunes. Dalí nunca dijo nada de todo eso y vivió en la España de Franco como un auténtico rey.
En uno de los primeros actos montados para celebrar los 100 años de su nacimiento, cinco reputados especialistas coincidieron en una sola cosa: Dalí no fue franquista. El Museo Reina Sofía acaba de inaugurar una exposición, Huellas dalinianas, en la que se rúnen obras de 40 creadores en los que la influencia de Dalí es evidente. La muestra se refiere a los ecos que produjo su obra entre 1927 y 1939: el problema ideológico queda solucionado por omisión.
Y lo primero que se encuentra el visitante es una serie de dibujos de García Lorca, empezando por un Retrato de Dalí, que parece querer recordar la gran relación de Lorca y Dalí, quien después de la guerra hizo comentarios detestables sobre su antiguo compinche de tantas cosas, fue más que comprensivo con su fusilamiento y llegó a airear supuestas aficiones sexuales del autor del Romancero gitano, una indiscreción que delató, sin duda, una falta de respeto extraordinaria por su memoria. Para la posteridad, sin embargo, parece que sólo ha quedado un Dalí cuyas virtudes y pecados quedan resumidos por la palabra «excéntrico». Eso, al parecer, lo justifica todo. Y, por si no fuera así, los gestores de esta exposición se han curado en salud acotando las fechas, 1927 y 1939, lo que va de la camaradería a la traición, pero sin entrar en las arenas movedizas del franquismo.
Aunque, la verdad, si ni Dalí era franquista, lo que habría que preguntarse es: ¿existió el franquismo? Yo empiezo a creer que no, después de oír 800.000 veces -una por muerto- que Cela no era franquista, ni Diego, ni Rosales, ni Panero, ni Torrente, ni González Ruano, ni Vivanco, ni siquiera el propio Dalí, ése que se ríe con el Funeralísimo en tantas fotos de la época. Aquí hubo monárquicos o falangistas críticos, pero franquista no lo fue ni doña Carmen. Resulta preocupante que, cada vez más, así se escriba la historia, dulcificándola o, directamente, tergiversándola a base de hacerla selectiva: lo que no interesa, se quita, y asunto resuelto. La Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales es especialista en eso: si se celebra el centenario de Alberti -a los 101 años, para no coincidir con el de Cernuda-, pues se elimina toda referencia a la militancia comunista del autor de Sobre los ángeles. Si el centenario es el de Dalí, se le lima el franquismo y problema solucionado. Quizá haya quien considere esta visión de la cultura y la historia apropiada para los tiempos que corren.
Otros consideramos una pena desaprovechar la oportunidad que brindan esta clase de celebraciones para hacer una verdadera reflexión ideológica que ayude a esclarecer los hechos más significativos de una parte de nuestra historia y sirva para lo que deberían servir estas conmemoraciones: para poner a cada uno en su sitio a base de decir la verdad. Dalí no sería peor ni mejor pintor por eso.