Para Charles Robert Darwin el 27 de diciembre de 1831 fue «el día de mi auténtico nacimiento», a pesar de que entonces contaba 21 años. El científico más influyente de la Historia vino al mundo el 12 de febrero de 1809, hace ya dos siglos, pero en su madurez concluyó que su «vida real» había […]
Para Charles Robert Darwin el 27 de diciembre de 1831 fue «el día de mi auténtico nacimiento», a pesar de que entonces contaba 21 años. El científico más influyente de la Historia vino al mundo el 12 de febrero de 1809, hace ya dos siglos, pero en su madurez concluyó que su «vida real» había empezado el día en que zarpó como naturalista «sin derecho a paga» a bordo del «Beagle», un bergantín de 10 cañones al mando del capitán Robert FitzRoy, que se hizo a la mar desde el puerto de Plymouth con la misión de cartografiar las costas de Patagonia, Tierra de Fuego, Chile y Perú, además de realizar numerosas pruebas cronométricas.
El Darwin recién embarcado y aquejado de terribles mareos estaba muy lejos de ofrecer la imagen de sabio anciano de larga barba blanca, venerable padre de la teoría de la evolución por la selección natural, con la que se le identifica hoy. Entonces era sólo un joven naturalista aficionado, nacido en una familia de prósperos médicos rurales, que había aceptado a regañadientes cursar la carrera en la que habían triunfado su abuelo Erasmus y su padre, Robert. Puesto que era evidente que no iba a ejercer la medicina, su padre le convenció para que se formara como clérigo, un oficio que le permitiría pasear a gusto por el campo. Como primer paso, se matriculó en el Christ»s College de Cambridge, donde leyó la «Teología Natural» de William Paley y dependió de la tutela informal del botánico, geólogo y reverendo John Steven Henslow.
Mientras esperaba para iniciar estudios de Teología, Darwin recibió una carta de Henslow en la que le hablaba de la expedición del «Beagle» y le animaba a embarcarse. Al principio, el padre del joven estudiante se opuso a la idea, pero no tuvo más remedio que dar su bendición y costear el viaje.
El mando del «Beagle» estaba a cargo del capitán Robert FitzRoy, de 24 años, un oficial severo, estricto y de carácter reflexivo y reservado, pero culto e inteligente. La leyenda lo ha transformado poco menos que en un ogro, pero en realidad era un marino ilustrado que diseñó un nuevo tipo de barómetro y fue pionero en la publicación de pronósticos y mapas del tiempo en la prensa diaria. Darwin quedó vivamente impresionado por la personalidad del aristocrático oficial, al que definió como «mi ideal perfecto de capitán».
En 1831 el naturalista era un creyente que no tenía dudas acerca de la veracidad de la Biblia y que veía en el diseño de la naturaleza la prueba de la presencia de Dios. Su relación con FitzRoy, también creyente y «fijista», pasó por momentos de tensión, pero por motivos ajenos a la biología: FitzRoy era partidario de la esclavitud y Darwin abominaba de ella, por lo que las discusiones entre ambos sobre la cuestión fueron frecuentes.
A su regreso, Darwin publicó el «Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo» (1839. Espasa Clásicos 2008) como volumen complementario de los tomos sobre la expedición escritos por FitzRoy. El libro del científico tuvo tanto éxito que se reeditó como obra independiente.
Darwin había llevado un diario durante el viaje, pero no concluyó la preparación del texto para su edición hasta un año después de su regreso. En el original, el autor anota todo tipo de opiniones personales más o menos espontáneas, desde los mareos que sufre a los sermones que le han resultado aburridos cuando acude a la iglesia. La versión definitiva, que terminó hacia el 20 de junio de 1837, fecha de ascensión al trono de la reina Victoria, es mucho más formal, pero no deja de ser todo un libro de aventuras.
Observador minucioso
En su «Diario», Darwin se muestra como un viajero extremadamente observador, que lo anota y mide todo. Por ejemplo, en Cabo Verde se entretiene con un pulpo, cuyas evoluciones examina en un charco de agua marina: «Mucho me divirtieron los varios artificios empleados para hacerse invisible por un individuo (el pulpo), que parecía saber perfectamente que le estaba observando». Obviamente, la naturaleza en todas sus manifestaciones es su principal objeto de atención y la obra recoge una cantidad asombrosa de descripciones de especies. Pero el libro también está repleto de observaciones antropológicas.
La esclavitud es una cuestión a la que da mucha importancia. En Brasil, Darwin se adentra en el interior acompañando a un hacendado inglés. La expedición pasa por los restos de un poblado de esclavos fugitivos. «Con el tiempo fueron descubiertos. Todos fueron hechos prisioneros, excepto una vieja, que antes de volver a la esclavitud, prefirió arrojarse a un precipicio desde lo alto de una montaña, y quedó hecha pedazos. En una matrona romana, este rasgo se hubiera llamado el noble amor a la libertad; en una pobre negra, se califica de brutal obstinación». El trato inhumano que reciben los esclavos despierta su indignación y las conclusiones del libro incluyen un furibundo alegato antiesclavista. «Doy gracias a Dios porque nunca he de volver a visitar un país de esclavos», escribe. «Hace hervir la sangre y estremecer el corazón pensar que nosotros los ingleses, y nuestros descendientes de América, en medio de nuestros jactanciosos alardes de libertad, hemos sido y somos tan culpables».
En Maldonado (Uruguay) le sorprende la gran incultura de la gente, incluida la de los grandes propietarios. Les asombra que sea capaz de orientarse con una brújula. «Si grande fue su sorpresa, no fue menos la mía al descubrir tanta ignorancia entre personas que poseían millares de vacas y estancias de considerable extensión».Y más adelante, anota: «Me preguntaron cuál era lo que se movía, si la Tierra o el Sol, y si en el Norte hacía más calor o más frío; dónde estaba España, y otras cosas por el estilo».
Sus observaciones no son nada amables cuando se refieren a ciertos individuos. Sobre las tropas al mando del general argentino Juan Manuel de Rosas se inclina «a creer que jamás se reclutó en el pasado un ejército semejante de villanos seudobandidos. La mayor parte de los soldados eran mestizos de negro, indio y español».
Pero Darwin sabe disfrutar de los buenos momentos. Al llegar a Chile desde Tierra del Fuego, cuyo paisaje encuentra desolador, escribe: «¡Qué influencia tan poderosa ejerce el clima en la alegría de vivir! ¡Cuán contrarias eran las sensaciones experimentadas al ver las negras montañas del Sur medio envueltas en nubes, a las que ahora producían las nuevas alturas proyectándose sobre el azulado cielo de un brillante día! Unas, por un tiempo, pueden ser realmente sublimes; otras son todo alegría y vida».
Como parte de su trabajo geológico pero también por azar, Darwin tiene la oportunidad de contemplar varias erupciones volcánicas y hasta sufre un terremoto en Valdivia (Chile), «el más terrible de cuantos han visto los habitantes más ancianos. Por casualidad me hallaba en tierra tendido en el bosque descansando, cuando ocurrió el horroroso cataclismo. Se presentó de repente, y duró dos minutos, que se hicieron larguísimos. La oscilación del suelo fue muy sensible». Como buen científico, anota la dirección de los temblores. «En el interior del bosque fue sin duda un fenómeno interesante, pero de ningún modo terrorífico», concluye.
En el diario no faltan las referencias a los célebres pinzones de las Islas Galápagos, que en la mitología darwiniana interpretan el papel que juega la manzana en la historia de Newton. «Nunca pude figurarme que unas islas separadas por 50 ó 60 millas de distancia, y la mayor parte a la vista unas de otras, formadas precisamente de las mismas rocas, gozando de un clima idéntico, y que se levantan casi a la misma altura, estuvieron pobladas por seres orgánicos diferentes», apunta.
Durante los cinco años que duró el viaje, Darwin empaquetó toneladas de material que remitió a Londres. Los miles de especímenes recogidos supusieron años de trabajo de clasificación para los naturalistas del Museo Británico. A los 27 años había acumulado más experiencia y conocimiento que la mayoría de sus coetáneos durante toda su vida. De vuelta en Inglaterra, Darwin llevó una tranquila vida rural consagrada al estudio durante 40 años.
(Artículo publicado originalmente en el suplemento cultural «Territorios» del diario El Correo y publicado en El escéptico por cortesía de su autor).