Coordinadora Feministas en Lucha
A propósito de noticias escandalosas en nuestra memoria feminista: año 2006, llantos de bebés abandonados en tarros basureros, la promesa de la Ministra de salud de la época y la entrega generalizada de la anticoncepción de emergencia; la circulación del dato que informa que Chile es uno de los países con una legalidad despótica en este ámbito. A propósito del pasado más pasado: el derecho al aborto terapéutico desde el año 1931, vetado el año 1989 por la Dictadura militar; del aborto legal de breve aplicación en tiempos de Allende. Por último, a propósito de hoy, mayo del año 2015, incitada por las reflexiones elaboradas desde Taller «Maternidades críticas» organizado por la Coordinadora Feministas en Lucha (CFL), instancia feminista radical, que ha movilizado marchas en favor del Aborto, Libre Seguro y Gratuito y persigue, desde el año 2013, múltiples estrategias políticas para instalar la reflexión y el debate en torno al aborto y sus derivas de revuelta cultural. Por lo tanto, escribo esta columna a modo de posición activa.
Afirmo que las mujeres podemos desear ser madres. Forma parte de una pulsión, ¿por qué no entenderlo así? Sin embargo, esta afirmación porta un reverso candente: también podemos no desearlo. Quiero partir de estas premisas para asediar al demonizado «aborto», envés censurado de la maternidad. Ese que nuestras madres, abuelas y bisabuelas populares llamaban, en su sabiduría cómplice, «hacerse remedio» (expresión que incuba mil bellas lecturas/escrituras, una de ellas, podría ser, la del embarazo como enfermedad indeseada). El no que destaco se inscribe desde un límite posible. Sí y no nos sitúan en la afirmación y la negación frente al mundo, frente a las experiencias que ofrece la vida en su anchura. Ambas posturas nos constituyen desde lo humano universal y pueden ser sustentadas desde razones y emociones particulares. Sin embargo, cuando hablo del deseo de la maternidad se hace imperioso pensar en la construcción cultural que designa una singularidad. Experiencia nuestra, experiencia de mujeres: lo que pasa allí nos acontece. Nuestra experiencia: diversa, plural, disímil, como lo somos también las mujeres, pero, en definitiva, profundamente nuestra. Julia Kristeva la nombra como pasión, una que nos puede enloquecer, pero también, dice la psicoanalista feminista, puede sanarnos si arribamos a la sublimación a través de procesos complejos desde esta energía pulsional. Ergo: hay un saber que nos pertenece, en consecuencia, hay quienes quedan fuera de él. La apropiación que expongo también es un derecho. Desde esta pertenencia, me atrevo a dejar fuera a quienes, en un alcance mísero, mezquino y en nombre de ideologemas religiosos, patriarcales, nacionalistas, morales, o de cualquier otra índole, imponen el silencio respecto de no desear ser madres. No les otorgo la palabra porque están lejos de comprender nuestra singularidad y diversidad, porque nos imponen una afirmación (sí) sin límites acerca de una experiencia de la cual ellos/ellas no se harán cargo nunca porque se encuentran imposibilitados, por lo menos en esta cultura de corte binario, androcéntrica, neoliberal y capitalista salvaje. Así, definitiva, no les cedo la palabra sino a condición de que construyamos una base cultural común que dé lugar a la comprensión de que la maternidad, la reproducción humana, ha sido un fenómeno cargado de signos culturales, de huellas normativas (legales, económicas, políticas, médicas, discursivas) que tienen su asiento en binarismos implicados en la categoría de género, jerárquicos, dicotómicos, ciegos a las diferencias plurales y a nuestras experiencias de mujeres sitiadas. Esta posición se puede nombrar como una ética de los límites. Es así, como feminista, que expongo estas ideaciones. Quiero desplegar, desde este borde, la necesidad de escuchar las emociones y razones de mujeres que deciden que no es tiempo aún, ni el lugar, para construir maternidad(es). Mujeres que hemos abortado la maternidad de modo consciente, voluntarioso y afirmativo desde una vida (im)posible. La impuesta, esa que nos llegó de mil modos inesperados, casuales, muy desvinculada de nuestro apetito sexual, o porque falló un método, porque no era el momento, porque nos equivocamos, porque nuestra pareja rehusó el condón y nos confiamos; porque nos encendió un erotismo irrefrenable, porque hace tanto que no nos veíamos; porque no me tomé la pastilla, porque él no quiso hacerse la vasectomía, porque me olvidé de la fecha, porque pensé que no pasaría nada; porque no estoy preparada, porque no me interesa, porque no es mi propósito, porque quise, pero me arrepentí; porque me violaron, porque sería una prisión, porque temo…, en fin. No estoy apelando al derecho al aborto terapéutico porque ese es otro registro, el de la salud pública y por ende, desde mi opinión, el de la ley del Padre. Este que expongo tiene que ver con la (no)maternidad posicionada desde la palabra de mujeres deseantes y con la posibilidad, tan radicalmente política, de reconstruir los sentidos que esta experiencia-vocablo entona desde otros lugares, desde los sonidos mujeriles más disímiles, desde sus palpitantes cuerpos y emociones, habitados como territorios de una ciudadanía muy otra, tal vez radicalmente bárbara, salvajemente desasida de las normativas reguladoras del sexo-género.
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