Antes que nada, quiero advertir al posible lector de este artículo que si busca objetividad, imparcialidad, diplomacia o mesura en las sucesivas líneas que lo componen, haría bien en dejar inmediatamente de leer para dedicarse a otros menesteres. Lo que más abajo expondré pretende prescindir de cualquier tipo de actitud conciliadora o moderada. Vaya por […]
Antes que nada, quiero advertir al posible lector de este artículo que si busca objetividad, imparcialidad, diplomacia o mesura en las sucesivas líneas que lo componen, haría bien en dejar inmediatamente de leer para dedicarse a otros menesteres. Lo que más abajo expondré pretende prescindir de cualquier tipo de actitud conciliadora o moderada. Vaya por tanto la subjetividad de este que escribe por delante para que nadie se rasgue las vestiduras o ponga el grito en el cielo por el celo y la perspectiva con que el autor aborda el tema, pues este persigue reconocerse a sí mismo y a sus intereses frente a los de esa derecha y sus gentes a los que quiere derribar, vencer y borrar.
De un tiempo a esta parte asisto a debates y conversaciones que hace no mucho tiempo me parecía inverosímil que se pudieran mantener, al menos en los círculos comunes en los que un simple mortal como yo se mueve y en los términos en que se producen. Trabajo, familia, amigos o mercado se han convertido hoy en lugares en los que ya se habla abiertamente y sin rubor sobre inmigración, derechos laborales, feminismo o economía, por citar algunos temas, en términos involutivos. Así, aquel que nunca había abierto la boca o que de puntillas pasaba por tales temas aduciendo su desinterés, diplomacia o falta de opinión, hoy resulta mostrar una postura férrea de la que hace alarde defendiendo la supresión de la Ley de Violencia de Género, la deportación de inmigrantes, el endurecimiento de las políticas migratorias (perdón por el eufemismo), la defensa de lo privado frente a lo público o la importancia y necesidad de la Iglesia Católica, comprando fervientemente el todo por la parte. Pareciera como si de buenas a primeras la derecha hubiera conseguido en tan corto espacio de tiempo (apenas unos pocos años) «educar y adoctrinar» en su ideario a toda esa masa amorfa que hoy rebuzna con total desparpajo tropelías que creíamos superadas. Desafortunadamente, la experiencia nos muestra lo contrario. El españolito facha ha vuelto, la derecha rancia revive, y los señoritos con o sin cortijo de nuevo pasean la plaza con la chulería y el desdén que siempre los caracterizó.
Pero que hayan vuelto, revivan o paseen de nuevo no significa que se fueron o que dejaron de estar. Estos, y no sólo hablo por los voxtantes, siempre estuvieron con nosotros y entre nosotros. Vestidos de moderados, conservadores o centristas, hicieron sus vidas confundidos en la maleza, camuflándose al calor de las mayorías que se imponían y alzando la voz sólo para reivindicar lo que negaron o prohibieron poco tiempo atrás. Aunque se den palmadas en el pecho al defender la Constitución o la Democracia y hagan gala verbal del respeto hacia los Derechos Humanos, de los trabajadores o de las mujeres, esta derecha siempre es y será lo que fue. Conviviendo con el miedo del que se siente a disgusto ante una mayoría con la que no puede, ideológica o materialmente, compartir nada, pero de la que depende su coexistencia, tuvieron que tragar a regañadientes con lo que se les daba, acechantes a cualquier cambio en los tiempos. Y los tiempos han cambiado. Cada crisis económica viene precedida por una crisis sistémica que afecta en su raíz a la sociedad, a sus instituciones y a las relaciones que en esta se producen. Por ello, hablar de crisis económica en abstracto es absurdo, como lo es la concepción «pura y casta» de la Virgen María o la banderita española como solución a nuestros males, por mucho que guste y por muchos devotos que desfilen tras la imagen, pues la imagen es un trozo de madera o de tela «made in China», ninguna María fue virgen, y la crisis económica fue el mito que tapó las crisis sistémicas que asolan a Europa y a su sur, España. Así, en plena crisis de sistema y de identidad, parece que la polarización derechizante está en camino, viento en popa y a toda vela.
Pero nuestra sociedad estaba ya de viejo enferma, viciada por un franquismo galopante, un tardofranquismo resucitado y una monarquía lampante que la correlación de fuerzas favorable no pudo erradicar de raíz por la traición socialdemócrata, que a su vez contribuyó con toda su pléyade de arribistas y mercenarios ideológicos a este cóctel putrefacto, dejando un caldo de cultivo propicio para el crecimiento de estas malas yerbas. Y ahora, cuanto más ignorante, cuanto más miserable y simple el argumento, cuanto más visceral la argucia, mayor grado de impacto y mayor poder de seducción poseen estas para transformar al pequeño burgués apático, tímido y reprimido, que así mismo se llama moderado, apolítico o conservador, en un derechón de rancia capa. Lo que fue potencia se convierte en producto evolucionado. No nos engañemos, pues con las mismas fuerzas con que este abrazó unos ideales ayer, con el mismo pudor con el que hoy todavía tapa a media voz las vergüenzas de su ralea, mañana demandará y justificará un Franco, un Mussolini o un Hitler, señalará con el dedo a su enemigo y aplaudirá o silenciará cárceles, censura, presos y campos de concentración, atropellando con complicidad aquello que tanto costó conquistar. Su concepción del mundo se encierra entre cuatro hueras paredes: nacionalismo, catolicismo, clasismo y conservadurismo, todo ello pobremente amueblado con la espuma del odio y de la inquina que le dan el sentirse superior. Da igual que tenga cortijo o viva de alquiler, da igual que sea parado, simple currela o hacendado, da igual que su hija trabaje y viva en un suburbio de Londres o en la empresa de papá. Sólo en ese reducido y miserable espacio se desenvuelve con soltura. Y ya se reconoce con sus iguales, entendiéndose más y más fuerte con la fuerza que le da «su» identidad nacional, «su» bandera, «su» estatus, «su» país. No importan las incongruencias, porque en su planteamiento -que ni siquiera es de clase, pobre de él- cualquier atisbo de razón o lógica que se oponga al soniquete machacón que le suena, deben aniquilarse. Y como digo son muchos, muchos más de los voxtantes radicales, pues también son los populares «conservadores», los ciudadanos «centristas», los moderados apáticos quienes demandan estar a la altura del discurso, necesitan demostrar que ellos aman y representan a España más que nadie, pues de ese molde sale el español de una pieza; que son duros como la piedra frente al inmigrante, que ya no es ser humano sino invasor; necesitan empuñar la espada de la tradición, las costumbres, el macho y la familia y a la mujer en su casa, ¡como Dios manda, coño!; deben ensalzar y gloriar el catolicismo, los toros y la caza, la economía especulativa, al señorito y su cortijo, a las inmensas fortunas, a la gran industria y sus industriales, a la gran banca y sus banqueros, a las desigualdades, porque siempre hubo clases oiga, y el «muy español, mucho español». Y todo esto frente al comunista quema iglesias y viola mujeres, frente al bolchevique Satanás, con el cuchillo todavía hoy entre los dientes pero ya presto a blandirlo.
Así, que nadie se engañe ni lleve o pretenda llevar a engaño a nadie. Quien hoy defiende, ampara o justifica ese ideario, quien hoy se polariza bajo ese grito, quien se llama conservador, moderado, centrista o cualquier otra zarandaja eufemística, quien acude con ese voto (oxímoron democrático) tóxico a las urnas, quien se arropa al calor de los miserables que propalan la injusticia, la desigualdad y el odio en defensa de la patria y de Dios, ayer fue franquista redomado, silente o hablante, activo o pasivo, por omisión o por acción, para volver a mostrarse hoy derechón en vías de fascista, arcilla de nazis y franquistas, sedimento del peor trozo de historia reciente. Por ello, mientras el enemigo se arma, mientras se ensancha y expande, más necesario que nunca es nuestra polarización al otro lado de la trinchera, más necesaria nuestra capacidad de organizarnos y hacer masa, nuestro valor de resistir para golpear y aniquilar, pues de ahí dependerá nuestra supervivencia futura. Ha llegado el momento pues de alinearse: o conmigo o contra mí. Que cada uno ocupe su lugar y a por ellos. A galopar hasta enterrarlos en el mar.
Jorge Alcázar. Colectivo Prometeo
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