Escribir, leer, hablar, debería siempre partir de un pacto con el lenguaje que nos envuelve, nos precede y nos supera, para comunicar y dejarse arrastrarse por la vida y no para hacerla olvidadiza. Pocas estatuas hay dedicadas a María Moliner, la filóloga que tuvo a bien dar a luz al Diccionario que lleva su nombre, […]
Escribir, leer, hablar, debería siempre partir de un pacto con el lenguaje que nos envuelve, nos precede y nos supera, para comunicar y dejarse arrastrarse por la vida y no para hacerla olvidadiza.
Pocas estatuas hay dedicadas a María Moliner, la filóloga que tuvo a bien dar a luz al Diccionario que lleva su nombre, una figura que, a pesar de su trascendencia, en gran medida sigue siendo desconocida y en cierto modo invisible. Si bien, su nombre da vida a diversos espacios urbanos que recorren España, es en Aragón donde estos proliferan encontrándose dispersos por toda su geografía desde la avenida de Huesca o la plaza en Monzón, a la calle de Teruel o Andorra, pasando por los colegios de Enseñanza Primaria, la calle o el colegio de Zaragoza. Especialmente significativo es el espacio de la glorieta en Paniza, el pueblo que la viera nacer un 30 de marzo, en la que se alza el busto que desde su inauguración invita al paseante a recorrer su ciudad interior para aprender de los relatos que la pueblan, sus autores y los valores que representan en relación a su espacio personal, su identidad y su propia existencia. Pero quizá de entre todos los lugares el más paradigmático sea la biblioteca -la de la Universidad de Filosofía y Letras o su hermana pequeña, la municipal de la Magdalena- la que permite evocar mejor que ningún otro el ingente trabajo de la filóloga llevó a cabo para poder ordenar el uso del español. Quince años de su vida tardó en escribir si diccionario, un trabajo elaborado desde la soledad en los años siguientes a la depuración a la que la sometió el franquismo, degrada laboralmente y que, en esencia, pervive en el interior de esas bibliotecas como edificios repletos de voces olvidadas y lugares comunes en los que se aprende lo que los profesores, en su momento, tenían miedo a enseñar.
En cualquier modo, tras el aniversario de su nacimiento, es probable que el lector tenga a bien activar los mecanismos de memoria/olvido, identidades individuales/colectivas y en el conjunto de rivalidades memorísticas, organizadas, impuestas y elegidas, termine por atreverse a mirar al espejo que María Moliner ofrece y en el contemplar de su imagen acabé por confundirse con el de ella. En ese caso valgan estas líneas para invitarle a no ceder en su empeño, bucee por el pasado de nuestra geografía, sin banderas ni telas que empañen el juicio, para alcanzar la isla memorística de María Moliner y, por ende, la historia de una mujer que atraviesa el siglo XX e interpela al XXI. Quién sabe si así, en el mar relatos impuestos y el tsunami de la exhibición de «símbolos patrios» que tienden a adornar las gradas del respetable, alcancemos espacios disidentes en los que el concepto de patria, nación y Estado, no generen la pretendida confusión que tanto conviene a los defensores de fabulaciones igual de románticas que peligrosas. Y es que cuando la sociedad se paraliza ante la zancadilla de la sinrazón y la retahíla de palabras huecas que se vierten en contra de la Memoria Histórica, es cuando más se precisa hacer acopio de palabras sosegadas, repletas de significado, para esgrimir discursos que permitan reencontrarnos en relatos coherentes, valientes y honestos. Solo con ellas, con las palabras con las que uno siente, se viste y se desnuda, vive, convive y muere, podremos reconstruir la voz de quien supo susurrar desde el silencio impuesto y prevalecer al mundanal ruido de los que siguen empeñados en exiliar. Hijas de la lexicógrafa condenada a vivir en el exilio interior trascienden siempre que transgreden al silencio, al abismo de la página en blanco y la denuncia prohibida. Las más de 190.000 definiciones vertidas en su diccionario sirvieron para rescatar a muchas del limbo de su pretendida indefinición, para constituirse como unidad de la lengua capaz de servir a la mentira siempre injusta, pero también de señalarla. Hágame caso, merece la pena quedarse un rato ante el destello de la panicensa y antes de pasar página deténgase por un momento a ordenar de nuevo las palabras que configuran su relato. Reconstruida su imagen podrá recoger los vocablos desperdigados y las voces rotas de los que promulgan la muerte de Cronos y mientras fingen considerar que volver la vista atrás solo sirve para reabrir heridas y nos tildan de «abuelos cebolletas» a los que no olvidan, aunque probablemente nunca hayan oído hablar del célebre personaje de la familia de Manuel Vázquez. De este modo, tras la pausa, frente a los que se empeñan en vaciar las palabras quizá seamos capaces de hacerlas lengua y cuerpo y volver a significarlas de razón… mucha razón, esa misma que siempre acaba por rememorar el diccionario de María Moliner.
José Antonio Mérida Donoso, profesor, historiador y doctor en filología.
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