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Entrevista a Javier Arrúe

De jesuita a militante revolucionario del campo popular

Fuentes: Argenpress

    «La cruz, de arma de dominación se transformó en arma de liberación. ¿Cuándo? Cuando no son los curas los que leen el Evangelio».     Javier Arrúe, 62 años, vasco nacido en San Sebastián, España, en 1964 llegó a Venezuela como novicio jesuita. Estudió filosofía en Ecuador y desarrollando su magisterio, en 1971 […]

 

 

«La cruz, de arma de dominación se transformó en arma de liberación. ¿Cuándo? Cuando no son los curas los que leen el Evangelio».

 

 

Javier Arrúe, 62 años, vasco nacido en San Sebastián, España, en 1964 llegó a Venezuela como novicio jesuita. Estudió filosofía en Ecuador y desarrollando su magisterio, en 1971 descubrió la contradicción existente entre «el pueblo más necesitado y su condición de privilegiado dentro de la Compañía de Jesús», lo cual le llevó a abandonar su carrera eclesiástica para dedicarse, como uno más de la base, al trabajo comunitario en el campo popular. Vivió 30 años en comunidades campesinas en la zona de Guayana, en el oriente de Venezuela. Luego de ese tiempo, por voluntad de sus mismos compañeros de ruta, fue elegido diputado a la Asamblea Nacional no como candidato partidista sino por su incansable vocación de luchador social representando al movimiento popular. Hoy día reparte su tiempo entre el trabajo legislativo -con tres días a la semana en Caracas-, más el trabajo comunitario, su militancia política de base y su familia, en Guayana.

Argenpress dialogó con él, producto de lo cual presentamos aquí estas emotivas y, al mismo tiempo, razonadas y profundas respuestas.

 

Argenpress: ¿Por qué te instalaste en esta zona rural de Venezuela?

 

Javier Arrúe: Desde que ingresé a la Compañía de Jesús mi búsqueda siempre fue el servir a los que menos tenían; pero luego de años de magisterio descubrí contradicciones muy profundas entre la población a quien intentaba servir y mi condición de jesuita a quien no le faltaba nada. Con toda la buena voluntad que se pueda tener, con una generosidad sin límites que se quiera ofrecer, evidentemente la Compañía de Jesús me arropaba con estudio, con casa, con trabajo, recreación, servicio médico, etc., todo lo cual me hizo dar cuenta un día de julio de 1971 que había una contradicción intrínseca entre lo que yo buscaba, que era el pueblo más necesitado, y mi condición de no necesitar nada, de privilegiado. Aunque me vinculé con las zonas más marginales, con basureros, yo siempre regresaba a mi reducto de seguridad, de tenerlo todo resuelto. Pero fue ahí que me di cuenta que el problema de mi búsqueda no estaba fuera sino dentro, y en ese momento decidí dejar todo. Fue una especie de «quemar las naves», y el 31 de enero de 1972 me fui a vivir en una comunidad campesina. Llegué a una comunidad llamada Boquerón, donde me recibieron unos campesinos que tenían un problema grave de tierras, que estaban en lucha en ese momento. Busqué el medio campesino para no utilizar mis recovecos de hombre urbano. Elegí un espacio donde mi desventaja por conocimiento fuera esencial, para no utilizar mis ventajas académicas y distorsionar la realidad. Como dato interesante: en esos primeros 6 meses perdí 10 kilos de peso. Era tal mi angustia al ver que se derrumbaba todo lo que había sido mi andamiaje -económico, social, religioso, afectivo- que me dio un gran terror. Iniciaba un camino en el que, por primera vez en mi vida, no controlaba mi futuro. Cuando llegué a Boquerón se me quitó ese miedo hasta el día de hoy; nunca más me volvió a dar miedo; sin dudas tenía más años de estudio que todos los campesinos juntos cuando llegué allá, pero cuando vi esa gente sencilla compartiendo sus propias carencias, con un desprendimiento increíble, encontré lo que siempre había estado buscando. Inicialmente el trabajo físico fue tan exigente para mí que mi voluntad tenía que acompañar a mi cuerpo para no claudicar, porque una cosa es ser deportista y otra cosa es el trabajo con machete bajo el sol. Tardé varios años en acomodar mi cuerpo a esa nueva forma de vida y a nuevos patrones de alimentación. Durante 15 años fui un campesino más halando machete y hacha, sembrando y cultivando. Tenía las manos ampolladas, pero todos hacían trabajo físico, y no era nada excepcional que yo también lo hiciera como uno más. Considero que cuando mi cuerpo se adecuó a esas nuevas condiciones comencé a disponer de muchas horas de pensamiento libre, porque podía pensar mientras trabajaba. Fueron infinitas horas de diálogo con campesinos que me retroalimentaban permanentemente, y también fueron horas infinitas de reflexión y de construcción teórica de todo lo que estaba viviendo.

De alguna manera había bloqueado mi cerebro dejando a un lado valores y conocimientos previamente adquiridos, para dejar así un terreno virgen para todo lo nuevo que empezaba a descubrir, buscando darle un soporte teórico a toda esa nueva realidad que se me abría. Cuando empecé a reflexionar y a echar mano de mi acervo teórico-académico, entre las mayores sorpresas que me encontré fue que para describir lo que estaba viendo con aquellos campesinos en su lucha contra los latifundistas, el instrumento que más se adecuaba teóricamente era el Evangelio. Pero el Evangelio en su esencia; porque hasta ese momento yo había entendido y visto dentro de la iglesia que cuando una persona o un grupo de personas se comportaban de determinado modo, la iglesia veía si eso se adecuaba al Evangelio, y si consideraba que había sintonía, bendecían esa conducta. A mí me sucedió todo lo contrario: cuando caí en la cuenta que el Evangelio se ajustaba al comportamiento de aquellas personas en su proceso de permanente liberación y lucha por la tierra, entonces bendije al Evangelio. Creo que el proceso es esencialmente diferente.

En aquel tiempo de alguna manera perdí la fe, porque comencé a vivir de la esperanza. Porque fe se tiene y se cree en relación a lo que no se conoce; pero yo vi dónde estaba el camino. Por eso el momento actual que está viviendo Venezuela no me sorprende. Lo sorpresivo es que yo nunca pensé vivirlo, pero lo vi prefigurado en la vida y la esencia comunitaria de aquella gente tan sencilla. Pensé que lo vivirían mis nietos, mis bisnietos; pero lo sorprendente del caso es cómo se aceleraron los procesos, por un sinnúmero de causas. La misma globalización ha ayudado, pues así como nos machaca en algunos aspectos del comercio, también nos sirve y nos puede ayudar en la información, en la transferencia de pensamiento. Los procesos nunca son casuales. El hecho que haya surgido en Venezuela un líder de la talla del presidente Chávez evidentemente llegó en el momento en que tenía que llegar, como llegan los grandes personajes de la historia. Miranda pudo ser el mejor, quizá de una talla mayor que Simón Bolívar, pero no llegó en el momento que era. Los líderes responden a un momento histórico. El presidente Chávez está respondiendo a ese momento histórico, acelerando los sueños que yo tenía hace 30 años, haciendo que una generación pueda vivir lo que muy poca gente vive: quienes aguantamos soles, y lluvias, y palos de todo tipo por ese proceso de siembre y espera de un fruto, resulta que ahora estamos cosechándolo. En ese sentido somos una generación absolutamente privilegiada, porque se están cumpliendo esos sueños que teníamos desde joven.

 

Argenpress: Perdiste la fe pero comenzaste a vivir de la esperanza, nos decías. ¿Tiene que ver esto con la «opción por los pobres» que levantaba la Teología de la Liberación?

 

Javier Arrúe: Sí. Pero sucede que la Teología de la Liberación, como toda ideología, cuando surge de la sistematización de la realidad, es muy rica, es muy transformadora. Pero esa misma sistematización, si no la vives, no la compartes, si no interactúas con esa realidad a la que se está ayudando a construir en términos teóricos, termina siendo algo separado. Pienso que la Teología de la Liberación, por las circunstancias históricas que ha vivido Latinoamérica, tuvo su vigencia extraordinaria en los años 50, 60, cuando grandes contingentes del pueblo comenzaron a aprender a leer. En ese entonces no había sacerdote. Cuando llegan los europeos aquí, hace 500 años, traían dos armas esenciales de dominación: una era la espada, y la otra era la cruz. Lo tremendamente asombroso, y en apariencia contradictorio, es que una arma de dominación como fue la cruz se haya luego convertido en un arma de liberación. ¿Y cuándo? Cuando no son los curas los que leen el Evangelio. Cuando los curas, cuando la estructura de poder de la iglesia asociada a la espada predicaban el Evangelio, tenían secuestrado el espíritu de ese Evangelio. Lo tenían secuestrado porque lo leían y lo interpretaban a su modo. Cuando en la década del 50 comienzan los procesos de alfabetización, cuando mucha gente va aprendiendo a leer pero no habiendo curas suficientes, surgen las comunidades eclesiales de base -que no son otra cosa que un conjunto de hombres y mujeres que se reúnen-; y son esas comunidades recién alfabetizadas que comienzan a leer, entre otras cosas, el Evangelio. Comienzan así a ver en el mismo una herramienta de verdadera cohesión en sus procesos de liberación. Así, esa herramienta que sirvió por más de 400 años para la opresión en manos de los curas, que hablaban mucho de caridad pero muy poco de justicia, puede pasar a servir para la liberación del pueblo. Es de esas estructuras populares que surge la Teología de la Liberación, donde no hay curas. Cuando comienzan los teóricos, los teólogos de la liberación a elaborar y sistematizar esas experiencias y conclusiones que el pueblo en miles de espacios de Latinoamérica venía desarrollando, surge así una línea teórica fuerte. A partir de esas primeras experiencias vienen luego los teólogos europeos, los alemanes fuertemente, los que nunca han vivido en su vida una carencia como las que a diario viven los pueblos; pero son esos pueblos los que en realidad construyeron esa teología.

Luego la Teología de la Liberación en cierta forma se paraliza; comienza a haber exponentes, y surgen así un Helder Camera, o un Monseñor Romero, que son individualidades; pero no hay una retroalimentación permanente entre esas vivencias extraordinarias del pueblo y quienes la sistematizaban. Creo que era Mao quien decía que «el intelectual debe devolverle al pueblo ordenado lo que el pueblo desordenadamente le da con su experiencia». Pues algo así fue la Teología de la Liberación; por eso durante muchos años la iglesia institucional, el Vaticano, la persigue, porque una teología liberadora va en contra del poder constituido y se opone no sólo al capitalismo sino a la estructura absurda de una iglesia que se ha construido no al margen, sino en contra de la esencia del Evangelio. El poder de la iglesia institucional es absolutamente incoherente. Que el capitalismo señale su afán de poseer y acumular, de apropiarse del sudor ajeno, todo eso se entiende en el marco de su lógica inicua de un individualismo enfermizo y feroz. Pero construir una estructura de poder como es la iglesia -de todas las iglesias, y la católica en particular- sobre una doctrina del desprendimiento donde hasta el dar la vida por los demás es la esencia misma, y luego en la práctica hacer lo contrario, me parece una perversión. Creo, entonces, que la Teología de la Liberación así como el socialismo, comienza a tomar de nuevo vigencia en la historia cuando hay un pueblo como el venezolano, o el boliviano, o los pueblos latinoamericanos en lucha, que comienzan a despertar con un sueño diferente a esta sociedad que ha marginado al 80 % de la población.

Por tanto es importante saber que ese sueño del socialismo del siglo XXI como una actualización de la Teología de la Liberación, si no queremos que se quede en un puro ideologismo, tiene que comenzar a ser como una especie de pautas de comportamiento dentro de lo que nuestra vida como revolucionarios, y como políticos y como ciudadanos. Porque hablar de revolución sin revolucionar nuestras entrañas es absurdo. Hablar de un socialismo utópico, de cómo debe ser el nuevo socialismo del siglo XXI sin renunciar a ninguno de nuestros privilegios, a ninguno de nuestros intereses, eso es un absurdo tremendo.

Hace poco, hablando en la Mesa convocada por la Asamblea Nacional en contra del crimen y la violencia a raíz de los crímenes recién pasados -que no son nuevos en Venezuela sino que por el manejo mediático aparecen como la única realidad del país-, mesa en la que participan diversos sectores además del Estado, cuando se habla de la crisis de valores, de la crisis moral, estamos ante términos tan abstractos que, en realidad, no sirven para nada. Con esos términos tan abstractos no se puede construir un cambio real en lo moral, en los valores reales de la vida cotidiana. Pues bien, ante esto a mí se me ocurrió decir que sólo hay un aspecto: el criterio de felicidad de este sistema. Y ese criterio está cifrado en la cantidad de dinero que uno tenga; si tienes mucho dinero eres muy feliz, si tienes poco dinero eres poco feliz y si no tienes dinero eres infeliz. Sabiendo cómo es la esencia del ser humano, que busca la felicidad -lo cual es genético, está en nuestro ADN construyéndose desde millones de años-, anteriormente esto no era un gran problema, porque los pobres no sabían cómo vivían los ricos al otro lado de sus muros. Pero en este momento merced a la televisión, ese instrumento penetrante e impertinente que hace que todos los días los pobres sepan de los ricos a través de la pantalla, y sepan qué bien viven con todo el dinero que tienen, merced a ese estímulo permanente se le está diciendo todos los días a quien no tiene dinero que no puede ser feliz. Por lo tanto es ésa una causa estructural y permanente de violencia. Nadie va a renegar de la búsqueda de la felicidad; y si la felicidad está puesta en el dinero, mientras no se lo tenga los pobres van a dar esa pelea. Entonces yo planteé antes los diputados y ministros que estaban en esa mesa de trabajo de qué éramos capaces de renunciar cada uno de nosotros, para demostrar así que nuestro criterio de felicidad no está en el dinero. Si de verdad somos referentes de moralidad para nuestro pueblo, en tanto que somos dirigentes, tenemos que demostrar con nuestro testimonio que nuestra felicidad no está en la cantidad de dinero que tengamos. Porque si ahí está nuestra esencia, siempre va a haber una torta en la que el más fuerte se va a comer la parte del más débil sin importarle que se muera de hambre, importándome sólo acumular parte de esa torta. Digo esto porque la Teología de la Liberación, como una respuesta liberadora de una religión que siempre oprimió pero que ahora puede convertirse en una extraordinaria herramienta de liberación, no es algo teórico y conceptual; es algo estructuralmente vital. Y los mismos revolucionarios que hablen de socialismo tienen que dar como un indicador básico, su real capacidad de desprendimiento.

Si algo uno puede aportar en este mundo es esa voluntad de servicio. Y ello sin necesidad de estar vinculado a partido político alguno. Yo nunca he pertenecido a ningún partido político ni estuve vinculado a la política partidista; pero la política, entendida como un área esencial del servicio a la comunidad, ha sido mi vida. Creo que el aporte que se puede hacer a este mundo de la política es algo más que una bandera política. Yo hago parte de ese 11 % que está en la Asamblea Nacional porque el presidente pidió que entre los candidatos a diputados propuestos por el Bloque de Cambio, liderizado por el MVR, hubiera gente que no viniera de partidos, y que vinieran de luchas sociales, de organizaciones populares, de comunidades eclesiales de base, etc.

Mucho de lo que podemos aportar en el parlamento es este elemento diferenciador, donde lo importante no es mi partido, ni mi cargo, ni mi puesto, mi poder, mi ascenso, sino todo lo contrario: es el espacio para poder servir, para poder desprenderte cada día más de todo lo que a uno lo rodea. Ese es un testimonio diario. El reto de ese pueblo extraordinario que tenemos es que ahora nos ve, y ellos sí son un verdadero referente. Cuando oigo a la iglesia institucional, a través de sacerdotes u obispos, el quererse atribuir la moralidad de una sociedad, a mí eso me indigna. Pero me indigna porque así se está desvalorizando lo que el pueblo es capaz de dar. Por eso, hace un par de semanas cuando a las dos y media de la madrugada aprobamos la Ley de los Consejos Comunales, para mí eso es algo como una revelación divina: una ley que fortalece la participación de aquel pueblo que a mí me recibió hace 35 años, y que me enseñó a ser gente. En ese entonces yo podía tener estructuras con una gran generosidad mamada en la casa y en la familia, y también en la misma Compañía de Jesús -entorno donde uno puede ser generoso en términos individuales-, pero faltaba la generosidad en términos sociales. Por ese motivo la iglesia nunca afecta las estructuras de base. Puede admitir personas generosas, como un San Francisco de Asís que lo deja todo y comienza a compartir su vida con los animales del campo; pero el Evangelio es algo mucho más profundo: no es una teoría de moralidad individual sino una profunda visión de la moralidad social, de la moralidad colectiva. Por eso mismo es tan peligroso y se lo ha querido destruir. Por eso mismo, también, los papas de los primeros 300 años de la iglesia fueron martirizados. Cuando la comunidad se reunía para elegir al nuevo papa porque al anterior o se lo comieron los leones o lo quemaron, al que le tocaba ser el sucesor de San Pedro por voluntad popular, sabía que estaba condenado a muerte. Pero cuando Constantino cayó en la cuenta que a pesar de la persecución que se tenía contra los cristianos, había indicadores permanentes de crecimiento, de fortalecimiento, de que no sólo aumentaban en número sino en estructura; porque se decía en aquellos tiempos que los cristianos se amaban. Eso era un referente histórico. Para ubicarlos en una sociedad tan violenta como la de aquel momento histórico, la nota distintiva era el amarse entre ellos y el compartir. Todo lo cual era algo sorprendente. Cuando Constantino se da cuenta de eso y se da cuenta que su imperio puede asegurar su perpetuidad sobre la espalda de los cristianos, entonces cambia: en vez de perseguirlos, comenzó a perseguir a quienes no lo eran. Entonces al papa, a quien habían martirizado en los primeros 300 años de iglesia, lo hizo casi de su rango dándole poder. Y le dio poder económico, y lo llenó de joyas, y de ropas, y de construcciones, de tierras, de mucho poder temporal sobre las personas, con mucho poder decisorio. De esa manera, entonces, una religión que había nacido de un predicador loco que ponía como lo máximo el servir a los demás incluso dando la propia vida por los otros, ahora se convertía en algo distinto, tratándose de tú a tú con la autoridad política del imperio. En ese momento comienza la iglesia, como estructura, a perder su razón de ser. Todas las desviaciones que ha tenido la iglesia ajustándose a la historia ha sido una separación de sus causes iniciales de vocación de servicio, de desprendimiento, de auténtica pobreza en el sentido de la libertad que ello confiere para poder volar.

 

Argenpress: Sin dudas esa actitud de servicio, de apertura hacia el otro, es una actitud revolucionaria. Esa actitud se esperaría de los diputados de un parlamento revolucionario en un país donde se están revolucionado las cosas, las estructuras profundas. ¿Es el actual parlamentarismo de calle de la Asamblea Nacional una revolución en ese sentido?

 

Javier Arrúe: La construcción del Estado que actualmente vivimos en Venezuela está hecha en función de intereses particulares muy claros: es el interés del poder; del interés económico, del interés político. Todo está construido para afianzar ese poder. En el proceso que estamos viviendo ahora, de reconstruir nuestra república con la construcción de una nueva constitución, hecha en 1999, que nos ayudara a canalizar nuestros esfuerzos en la búsqueda de una nueva sociedad, lo participativo, lo solidario, la paz basada en la justicia, todo ello comienzan a ser no sólo valores opcionales sino mandatos constitucionales de un pueblo que ha querido ponerse esa normativa. Puede haber gente que diga que la constitución de la República Bolivariana de Venezuela son puras palabras, visto que el papel aguanta todo. Pero yo diría que es como el Evangelio: sirvió para quemar gente en la hoguera -claro que violando su espíritu y su letra. Pero dependiendo en manos de quién esté el Evangelio, así es como se usa. Cuando estuvo en manos de la iglesia institucional fue un instrumento de opresión, aunque se cansaran de hablar de evangelización y de enseñar virtudes. Pero eran virtudes en función de privilegiar intereses de unos pocos que se beneficiaban del trabajo de muchos. En Potosí, Bolivia, por ejemplo se construyeron 30 o 40 iglesias extraordinariamente bellas; quien tuviera una mina de plata ahí, por concesión de la corona española, sin dudas podía hacer iglesias con la fabulosa riqueza que tenía en sus manos. Pero en 150 años de explotación murieron 6 millones de indígenas en esas minas. Ni 40 ni 40 mil iglesias podrían limpiar ese genocidio. Pero de hecho eso fue avalado por la iglesia. En este momento la constitución de la República Bolivariana puede ser considerada como un Evangelio, ya que está construida sobre una ética cristiana de base. Pero también estoy totalmente de acuerdo con que esta constitución puede servir a fines perversos, para quemar gente en la hoguera así como liberar a todo un pueblo. ¿Cuál fue la diferencia entre ese Evangelio en manos de la iglesia, que lo leía e interpretaba desde el poder, y ese mismo Evangelio en manos de las comunidades eclesiales de base que lo usan como elemento liberador? De la misma manera la actual constitución debe ser puesta en manos del pueblo; tenemos la responsabilidad de hacerlo, como diputados, para que sea ese pueblo el que la utilice como arma liberadora. Es ese pueblo, el que me rescató a mí en Boquerón, el único que puede rescatar a la sociedad. Entonces ¿qué es el parlamentarismo de calle? Es destruir la lectura que ha interpretado y ejecutado la constitución anterior del año 61. O incluso es impedir que la actual constitución bolivariana pueda ser reinterpretada al modo que la misma oposición lo pide según sus intereses antipopulares. ¿Cuál es el verdadero valor de esta constitución? Pues que está construida sobre los valores esenciales del pueblo venezolano, los mismos valores que yo fui descubriendo cuando me fui a vivir con los campesinos. Pero por supuesto hay en todo esto una pelea tremenda, dado que tenemos clavado en el cerebro no sólo la constitución del 61 sino, esto es lo más grave, todos los antivalores sembrados desde hace 500 años aquí en Latinoamérica, y desde hace 2000, o 1700 años, cuando el Evangelio del Nazareno fue pervertido y fue entregado a los poderes olvidándose del pueblo. La construcción de una nueva religiosidad o como le queramos llamar, de un nuevo orden moral, no está en la cruz ni en el martirio sino, todo lo contrario, en la vida, en las bases.

 

Argenpress: Definitivamente en Venezuela se ha comenzado a mover algo; la Revolución Bolivariana es un hecho y está produciendo importantes cambios. Ahora bien: ¿hacia dónde va todo este proceso?

 

Javier Arrúe: Todavía este proceso está en pocas manos. Aunque la participación popular está creciendo en forma fenomenal -y la historia reciente de Venezuela en los últimos años es un testimonio elocuente de ello-, todavía debe impulsársela mucho más. Esa es quizá nuestra tarea actual más importante como dirigentes, como parlamentarios, como revolucionarios. Creo que la razón de ser fundamental del parlamentarismo de calle es la transferencia de poder al pueblo. Es decir: la construcción de un nuevo poder no debe depender de una ética personal, de que yo sea bueno, desprendido, buena gente, bonito o servicial, sino que debe depender de la conciencia colectiva de un pueblo que asuma su propia liberación y la construcción de su desarrollo con nuevos modelos. Esa es nuestra tarea. Hay gente que se aflige y habla de la corrupción poniendo el grito en el cielo por ello; pero si comparamos el proceso actual con la Venezuela que yo conocí hace 40 años, vemos que la transformación es bárbara, es tremenda, es verdaderamente revolucionaria. Sin negar que nos falta todavía un camino inmenso en esta transformación que tardaremos generaciones en recorrer, estamos ya en una proceso de cambio fabuloso. Claro que falta mucho todavía, sin dudas: debemos romper aún infinidad de estructuras reales, operativas, relaciones de producción, de distribución de la riqueza, pero también falta romper ese andamiaje bestial que nos han metido en la cabeza donde, por un lado nos dicen «hermanos», y por otro no importa el hambre de un hambriento. Romper esos esquemas, entender lo que verdaderamente es inicuo en la vida y en las relaciones entre los hombres, entender lo que es la fraternidad, el amor, entender que la felicidad no se ata sólo al dinero, es un proceso dificilísimo. Pero no niego que aunque todo eso es arduo, complejo, difícil, está empezando a construirse con la participación real del pueblo. Y quienes estamos aquí, puestos por voluntad de ese pueblo, tenemos una responsabilidad tremenda en esa construcción. Pero no para conducirlo, sino fundamentalmente en desnudarnos ante nuestro pueblo. El parlamentarismo de calle es un proceso de desnudarse, para que nos vean tal como somos. No podemos engañarle en la cara; podremos hacerlo encerrados en un hemiciclo, pero un parlamentarismo revolucionario como el que buscamos nos obliga a ser confrontados día a día con el pueblo a quien servimos. Creo que de eso se trata en definitiva: ¿cómo hacer que la estructura de la Asamblea llegue en verdad a las manos del pueblo? El poder no debe estar en los parlamentarios sino en la expresión de la voluntad popular, en ese grito permanente de la gente, de ese pueblo que se angustia desde hace siglos.

Mientras el poder siga estando en manos de quienes no estamos pisados, mientras esté en manos de quienes no tienen urgencia para que cambien las cosas porque no les ha tocado estar abajo, mientras eso siga siendo así, el proceso va a ser muy lento. Solamente cuando tenga el poder en sus manos quien está pisado, solamente ahí acelerará el proceso para cambiar la situación.

En un grupo al que pertenezco, Ecuvives -llamado así en memoria del padre Juan Vives muerto hace ya dos años, hombre ecuménico y solidario que apoyaba esta revolución- estamos organizando un evento internacional, calculamos que para octubre, al que llamaremos «Violencia opresora versus violencia liberadora». Es importante señalar que en este proceso que vivimos, una de las falacias con que se ha mantenido oprimido al pueblo es que cuando intenta levantar la cabeza para quitarse de encima a su opresor, se le dice que eso es pecado, porque es violencia. Pero esa violencia estructural del que muere de hambre o muere en un hospital donde no hay medicinas porque los dueños del país así lo decidieron ¿eso no es violencia? Lo que queremos decir es que la violencia opresora tiene una contraparte que es la violencia liberadora. Hay gente que se asusta de esos términos, se dice que la violencia engendra violencia; pero no necesariamente. Pongamos un ejemplo: la pedrada que da David a Goliat en la frente era una violencia liberadora. Pues bien, la violencia no la imponemos nosotros. Aquí en Venezuela: ¿quién impone la violencia? ¿El pueblo? No; la imponen quienes tienen privilegios y no están dispuestos a ceder nada. Privilegios construidos sobre la base de la explotación y la marginación de la mayoría del pueblo. El lenguaje de la oposición es no sólo el golpe de Estado, o los francotiradores que matan para exacerbar una confrontación social y generar una guerra civil que justifique una invasión para ponerle la mano al petróleo. Ha sido también, y sigue siendo día a día: el sabotaje, el paro, las guarimbas, los asesinatos selectivos, la muerte de los dirigentes campesinos por sicarios, la incitación al odio permanente por los medios de comunicación. Ahí es donde está la verdadera violencia. Yo podré tener la disposición de amar, pero si alguien me agrede, me agarraré a golpes con quien arremete contra mí, y eso no quiere decir que sea violento ni que me guíe por el odio.

Definitivamente construir algo nuevo no es fácil; implica cambios que pueden ser dolorosos.

 

Argenpress: Se están construyendo grandes cambios en la Venezuela actual, por cierto. Se habla del socialismo del siglo XXI. ¿Cómo entender esto? ¿Qué es el socialismo del siglo XXI?

 

Javier Arrúe: No sé si llamarle socialismo del siglo XXI, aunque este término está agarrando valor. Cada palabra, cada término, tiene toda una construcción simbólica en el transcurso de la historia. Depende de nosotros cómo lo llenamos de sentido. Quizá en un principio esto de socialismo del siglo XXI podía sonar como un intento de regreso a lo que fue con anterioridad, pero básicamente hace alusión al compartir, al que haya justicia. Esas banderas son las que fundaron el socialismo, en el siglo XIX y luego en el XX; pero sabemos que luego hubo desviaciones. Cuando ahora el presidente Chávez habla de un socialismo del siglo XXI, retoma esas banderas históricas y adjetiva un proceso para actualizarlo, para adecuarlo a la realidad contemporánea. Creo que en este momento nadie, ni el presidente ni ninguno de nosotros, tenemos aún claros los esquemas de cómo va a ser ese nuevo socialismo. Lo que sí es claro es que tiene que estar construido sobre nuevos valores y principios, y evidentemente eso va a dar conclusiones diferentes. Debemos apuntar a una sociedad donde se construyen las relaciones sin basarlas en el poder sino en el servir; no basada en el criterio de felicidad como el tener en términos materiales sino en el compartir. Todo eso, sin dudas, nos lleva a una sociedad totalmente diferente.

Esto que es muy bonito y que quizá lo podrían estar hablando San Juan de la Cruz y Santa Teresa en el siglo XVII, ¿en qué se diferencia? Es que ahora la mayoría de nuestro pueblo tiene elementos de información y de conciencia que permite que esto no sea sólo una conversación de minorías privilegiadas; ahora esto comienza a ser una moneda cotidiana en la mayoría de la población. Claro que con diversos niveles de conciencia, de compromiso, con diferentes niveles de organización, pero sin dudas moneda corriente en inmensas capas de la sociedad. Eso es lo que tiene de revolucionario y de innovador este proceso. Cuando hablamos de socialismo del siglo XXI no son Marx y Engels reflexionando y escribiendo: somos pueblos enteros que estamos construyendo una nueva teoría política y una nueva teoría económica. Por supuesto que nos va a costar mucho, porque aún tenemos plomo en el ala de tantos siglos de opresión. Pero no es un error equivocarnos; es casi necesario que nos equivoquemos en la construcción de esa nueva sociedad que queremos donde quepamos todos. ¿Cómo poder avalar una sociedad donde grandes mayorías pasan hambre todos los días? Cinco millones de niños mueren por hambre en el mundo, es decir: más de 15.000 cada día. Eso no es posible, no podemos aceptarlo. Construir una sociedad donde eso no pase es el socialismo del siglo XXI. Si vemos que cosas como esas no pasan en Cuba, eso hace soñar y pensar que hay de donde nutrirnos.

 

Argenpress: Por lo tanto, la esperanza sigue estando presente como motor de los cambios ¿verdad?

 

Javier Arrúe: Por supuesto. En todas estas cosas la vida de uno está comprometida. Creo que la conciencia de un pueblo, como dice el presiente, se alimenta de conocimientos; nadie puede ser conciente si es ignorante. Esa conciencia del pueblo que día a día va creciendo, tiene ante sí una tarea tremenda: rescatar lo que tiene por dentro, que es la verdadera esencia de esta revolución. Eso no está en los libros, está en las estructuras familiares, comunitarias, que no pudieron ser relegadas al olvido a pesar de 500 años de sistemática persecución. La verdadera fuerza del pueblo está ahí, y el éxito de todo este proceso es rescatar esos valores, los que en muchos casos, sin haber desaparecido, se mantuvieron inconscientes. Mi maestro principal, que fue un campesino sucrense semi analfabeto llamado Virgilio Ruiz, muerto ya, me hizo entender, cuando él mismo lo entendió, dónde estaba su verdadero liderazgo. Cuando lo entendió, comenzó a repartirlo, y comenzó a perder poder. Pero al mismo tiempo en que perdía poder aumentaba su autoridad, y se hizo así el principal dirigente campesino del Estado Bolívar. Creo que ese proceso, que fue un testimonio espectacular de Virgilio, que es el rescate de eso que tiene el pueblo en cantidades industriales y que es el desprendimiento absoluto por servir a otros, esa es la verdadera esencia revolucionaria, tanto de esa sociedad diferente a la que aspiramos como de la tarea diaria de la construcción de nuevas relaciones. Por eso mantengo la esperanza.

Para terminar quiero leer unas líneas de una reflexión que hice sin saber que iba a ser diputado, y dicen así: «Verdaderamente no encuentro otro camino válido ni otro dios que el pueblo que cada día lucha, y sufre, y se levanta, y espera, y triunfa y ama. A veces hemos renunciado a un verdadero compromiso con los hombres amparados en concepciones espiritualistas que alienan profundamente. Me siento cada día más cristiano, pero al mismo tiempo más separado de esa estructura formal que es la iglesia católica en su jerarquía de poder. Siento que me encuentro mucho más cerca de cantidad de personas que no se problematizan sobre la existencia de dios, pero que dan cada día su vida por la vida de los demás; y eso, con alegría». Fechado en Caracas, 21 de noviembre de 1971. Eso es lo que podemos dar: nuestro testimonio y nuestra vida. Demostrar dónde está nuestro criterio de felicidad; y ese es el reto que cada uno de nosotros tenemos, buscando esos grandes maestros que vamos a encontrar en el pueblo.