¿Es posible coquetear con el mercado ¿y seguir haciendo «arte útil»? El escritor Kiko Amat tiene claro que la respuesta es ‘no’.
Le empequeñece a uno el estar rodeado de firmas tan insignes como las que rubrican los espléndidos análisis sobre la Cultura de Transición y las aguas del mamoneo ’80s; aguas que descargaron en nuestras puertas muchos de los barros que pringan nuestros presentes zapatos espirituales. Desearía atinar de una forma tan preclara y certera, pero -tras rebuscar con desesperación en mi bolsa de armamento dialéctico- me siento incapaz de siquiera rozar tales cúspides. No, lectores: en el presente artículo hallarán solo exabruptos, denuncias, berridos y acusaciones furibundas. Y un par de panegíricos enloquecidos. Pues, aquí donde me ven, yo soy de pueblo y muy bruto, y vengo de una época en que las desavenencias se saldaban a sillazos.
Los protagonistas de esa cultura eran lo peor de cada casa, los advenedizos, los farsantes, los charlatanes
Pues bien: existe una razón -perfectamente explicada por los pensadores antes mencionados- por la cual tantos jóvenes ochenteros ignoraron y despreciaron de manera augusta la cultura oficial de la post-movida y la Cultura de la Transición, los fastos achampañados de las concejalías de cultura y las inauguraciones de otra birria informe esculpida en latón para la enésima plaza de pueblo de ayuntamiento sociata: era BASURA. Basura subvencionada, inútil, inane, sin alma ni coraje alguno, mercantilista y clientelista, que no representaba otra cosa que el afán de lucro y la celebración de la fiesta-por-la-fiesta de sus adalides. La confusión entre «espiritual y espirituoso», que diría Sánchez-Ferlosio. Los participantes en dicho circo no eran grandes músicos, escritores ni pintores, sino lo peor de cada casa, los advenedizos, los farsantes, los charlatanes apolíticos y los miserables. Por consiguiente, la cultura resultante de su «trabajo», aquella cultura que reposaba sobre demenciadas subvenciones e inauguraciones fastuosas, era muy parecida al arte que generó el III Reich: estéril, rectilíneo, desprovisto de toda emoción o valentía, banal, muerto. Arte cuya única función era la propaganda, y que no obedecía al menor impulso humano de compasión, emoción, empatía o entusiasmo.
No es extraño que tanta gente de mi generación creciera considerando que toda colaboración con el establishment era un beso de la muerte en cuanto a actitud y principios, y tampoco sorprende que de 1979 a 1990 Barcelona estuviese infestada de fanzines autopublicados, grupos que ni rozaron las publicaciones musicales mayoritarias, subculturas que proliferaron furiosamente sin el menor contacto con la industria o el comercio. Fue aquella educación (ergo: que el cheque en blanco que nos tendía el imbécil de turno con traje bolsudo, peinado acaracolado a lo Simply Red y carné del PSC era el mayor suicidio emocional y espiritual que podíamos llegar a practicar) la que nos mostró los peligros inherentes con que trajinaba la «cultura oficial». Y gracias a lo fraudulento, feo, pasajero y mezquino de la «Cultura de la Transición» y sus discos/revistas/ exposiciones/estatuas inmundísimos hoy insistimos en seguir arrugando la nariz cuando nos enfrentamos a un nuevo showcase esponsorizado, un festival con marca colosal adherida a sus pasquines y escenarios o cualquier otro repugnante ejemplo de cultura mercantil. Y nos preguntamos, tan azorados como furiosos, ¿cómo puede no parecerles obsceno y asqueroso a estos cretinos con guitarras el hecho de que todos los carteles de su gira lleven el logotipo gigante de una empresa de gafas o pantalones cursis? ¿Cómo puede ser que nadie de ellos vea que esto es -no hay otra forma de decirlo- poner el culo, o -déjenme ser más bestia aún- «chuparle la polla a Satán» (lo dijo Bill Hicks), y que no hay manera humana de emerger digno de algo así, sino manchado para siempre, tras haber mancillado de forma irreversible algo tan elevado y maravilloso como es la música pop?
Seguimos arrugando la nariz cuando nos enfrentamos a un nuevo showcase esponsorizado
Francisco Casavella vio esto, y jamás colaboró con El Mal. Y como él, muchos otros artistas (escritores, músicos, lo que sea) seguimos firmemente convencidos de que cualquier tipo de colaboración con el mercado, las empresas privadas de ocio, las marcas de ropita y cachivaches sónico-automovilísticos, son la definitiva muerte del arte puro y útil. Asimismo, del mismo modo que unos cuantos majaras opinamos esto, otros muchos minimizan tal claudicación, considerando de forma algo estulta que no sucede nada si uno se deja comprar una pizca por las corporaciones y los empresarios, y que al fin y al cabo el fin último es vender más discos. No les hagan caso: venderse es morir, y todos ellos (y el putrefacto arte que hayan producido en su tiempo) descenderán un día u otro al más flamígero y chamuscante de los infiernos. Se lo prometo.
Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/De-mamoneo-ochentero-y.html