El pasado día 2 de marzo el diario de mayor tirada en Aragón resaltaba en su edición digital tres titulares que me llamaron la atención: por una parte, «Oleada de solidaridad con Ucrania en Zaragoza» y a menos de tres centímetros de plasma «Más de dos mil inmigrantes intentan entrar en Melilla en el asalto más numeroso en años».
Algo más «abajo» comparecía como lenitivo entre tanta calamidad, un tercero bien explícito: “La gente ha vuelto a la discoteca con ganas de salir, desfasar y sentirse libre…” que recogía el decir alborozado del presidente de la patronal de eso que el gremio hostelero llama locales de «ocio nocturno». Me centraré en los dos primeros, aunque de sobra sé que el tercero no deja de ser un explícito productor del sin sentido que nos adormece y acuna en nuestro cada vez más precario y enfermizo bienestar.
Este Aragón tan solidario y esta Huesca tan acogedora que abre puertas y corazones a las familias refugiadas ucranias muestra, con su actitud y hechos, valores admirables, pero también una suerte de doble moral que duele y avergüenza. Con toda razón, la escritora y militante feminista Najat el Hachmi, no ha mucho, se preguntaba en su semanal espacio radiofónico de la SER, cómo podríamos contarle esto a una siria, por ejemplo. Con qué cara podemos sacar pecho y ondear bandera de superioridad moral cuando hace, como quien dice, cuatro días —2015— dejábamos sin pestañear a cuatro millones de sirias abandonadas a su suerte a las puertas de la frontera de la UE. Frágil memoria. ¿Quién recuerda hoy a aquella periodista húngara zancadilleando a un hombre que quería cruzar la frontera?, ¿nadie se acuerda ya del bochornoso espectáculo de las «subastas de refugiados sirios» que protagonizaron los líderes de la UE y de las vergonzosas actitudes que mantuvo al respecto el entonces presidente del gobierno español, el infame Rajoy? Conviene recordar que España se comprometió entonces a acoger 17.337 personas refugiadas sirias entre 2016 y 2017…, y que en 2019 el número de acogidas por España no superaba las 1.328 personas; que huían de una guerra —que por cierto aún continúa—, exactamente igual que hoy se ven obligados a hacer las familias ucranias.
Llegados a este punto, es muy pertinente (y lacerante) pensar en la otra pregunta que se hacía Najat y que hago mía enteramente, aunque no soy mujer ni marroquí como ella: ¿qué diferencia hay entre un sirio y un ucranio? Como ella, soy de los que piensan que no existe absolutamente ninguna y que sólo cabe afirmar lo contrario desde el racismo; puro y duro. Quienes entienden, aplauden, jalean y empatizan sin ambages con esta solidaridad selectiva, que es capaz de cerrar sus puertas y corazones a quienes tienen un tono de piel demasiado oscuro —sean sirias, palestinas, saharauis o nigerianas…—, nos están recordando lo viva que está esa Europa que vota a Santiago Abascal, a Víktor Orban o a Andrzej Duda. Esa Europa que estúpidamente creíamos enterrada en la vergüenza de la historia de nuestro «pasado» siglo XX.
Grande, Najat el Hachmi: «¿Acaso no eran madres las madres sirias a pesar de no ser rubias ni tener los ojos azules?» Cuántas preguntas y qué poca voluntad de responderlas.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.