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Sobre la lucha final en Podemos

De tiempos, cambios y traiciones

Fuentes: Rebelión

La autodestrucción de gran parte de la izquierda española entre 1977 y 1982 sigue teniendo capacidad narrativa para causar desconsuelo entre personas de diferentes generaciones, la vivieran o no. En estos días se cumplen cinco años desde la fundación de Podemos, el mismo periodo de tiempo que medió entre la legalización de los de la […]

La autodestrucción de gran parte de la izquierda española entre 1977 y 1982 sigue teniendo capacidad narrativa para causar desconsuelo entre personas de diferentes generaciones, la vivieran o no. En estos días se cumplen cinco años desde la fundación de Podemos, el mismo periodo de tiempo que medió entre la legalización de los de la hoz y el martillo y el hundimiento que culminó en aquél otoño del «cambio».

La penúltima entrega de esta indigesta serie (no tengan la menor duda de que se emitirán más capítulos) ha supuesto un salto al vacío indudablemente cualitativo respecto a anteriores episodios (Cantabria, La Rioja, Navarra, Galicia, Catalunya…) por la entidad de los actores protagonistas. Haber acabado trazando similitudes con la trama de cualquier telenovela supone una paradoja para unos aparatos crecidos en torno a la -presumían- infalible técnica de formular sofisticados discursos desde las pantallas del televisor. La autonomía de la política se devora a sí misma.

Pese a que en el fragor y la inmediatez de los teletipos y apresurados comentarios en las redes sociales cueste hacerlo oir, hay una verdad incómoda en los orígenes de este marasmo. Tanto Pablo Iglesias como Íñigo Errejón erigieron con denuedo, mano a mano, el tipo de organización cesarista digital y el modelo de política ansiosa por la presurosa integración en los respetables marcos del -visto como inevitable- orden capitalista. Un partido postmoderno y líquido (en la peor de las acepciones de ambos términos) desde casi el principio, que cuando la marea social remite carece de raíces, militancia o tradición que lo resista. Nadie escapa a las temibles garras de la historia.

Un altar donde se sacrificaron los contenidos programáticos de aquél Mover ficha que Errejón se negó a firmar. Un crematorio donde ya solo son cenizas las esperanzas depositadas en organizaciones territoriales de base (llamadas «círculos») y candidaturas municipalistas (llamadas «de unidad popular») con militantes, debates, recursos y vidas propias. Es decir, también con potencialidad para oponerse a los designios de Íñigo o Pablo. Pablo o Íñigo. O, como diría el inefable Monedero, dar «golpes de Estado» internos. Que es como se le ocurrió llamar a los intentos de coordinación de algunos círculos y de Izquierda Anticapitalista para que la democracia interna en Podemos fuese más allá de algunos pequeños despachos y domicilios particulares.

De hecho, llama poderosamente la atención que ninguno de ambos bandos haya mostrado la más mínima diferencia política con el hipotético epicentro espacial e institucional de la crisis: la alcaldía de Madrid ocupada por la entrañable repostera Manuela Carmena. Una amable magistrada que ha amparado con una sonrisa el acatamiento de los dictados presupuestarios de Montoro, desarrollos urbanísticos propios de Ruiz-Gallardón y el mantenimiento de servicios esenciales privatizados que permiten a Villacís patearse Villaverde denunciando el abandono de barrios que ni sabía que existían. Han hecho un poco como con las renuncias de Tsipras en Grecia, ¿o recuerdan alguna diferencia crítica ante el proceso más decisivo de la última década en Europa para la transformación social?

Que donde ha habido fuertes diferencias políticas como estas, derivadas de la acción de gobierno, se acate en principio una candidatura única (con la honrosa excepción de la Bancada Municipalista y la de momento incógnita de los de Sánchez Mato) y donde se ha sido oposición y se vislumbran escasas opciones de ganar, las embestidas resuenen hasta en Australia, denota de qué va, en última instancia, todo esto.

No obstante, si la historia conoce todo tipo de transformaciones, en estos acelerados tiempos los cambios podrían ser constantes incluso hasta la misma mañana en que tengamos que depositar la papeleta. ¿Forjará el conjunto de la izquierda madrileña una sólida candidatura crítica con la alcaldesa? ¿Qué repercusión tendrá eso en cambiar el discurso de cierto líder bonapartista? Y es que cargar a cuestas con la enésima contradicción que supone hacer campaña a favor de Más Madrid en la ciudad de Madrid y en contra en Rivas-Vaciamadrid o Las Rozas de Madrid puede ser lo más parecido a un suicidio político. A parte de forzosamente esquizofrénico para el sufrido electorado del «cambio». No se muevan de sus pantallas ni toquen el mando.

El resultado es, a corto plazo, doloroso: al profundizarse el problema por antonomasia de Podemos (su creciente falta de credibilidad derivada en buena parte de sus continuos giros estratégicos, tácticos y discursivos) toda la izquierda se ve arrastrada incluso aunque no haya compartido su política. Un poco como cuando cayó el Muro de Berlín, que bajo los cascotes nos encontramos tanto los que justificaban su existencia en nombre de las bondades del socialismo real como quienes criticaban consecuentemente la falta de realidad del socialismo por tan orientales lares.

Aunque reflejase ciertas resistencias por la izquierda de una menguante base social -algo que también hay que tener en cuenta- ver en Iglesias una «izquierda» que resiste a los peligros de la «derecha» de Errejón es, desgraciadamente, creerse los trucos dialécticos del primero para mantenerse en las mieles del poder. Dulces que amargaron a miles de personas que, no habiendo cambiado de barrio, sufrieron sonrojándose cuando al desayunarse el asunto de Galapagar no tenían argumentos que oponer en las charlas de bar y grupos de whatsapp a las embestidas de los parroquianos ahora entusiasmados con Vox.

Pocos días después de las elecciones europeas en las que Podemos cosechó sus primeros votos, el presidente del Banco Sabadell afirmó con convencimiento que hacía falta un «Podemos de derechas». El resultado fue el agente naranja y su capacidad para contribuir al apuntalamiento de un régimen que los morados aún decían por entonces querer superar mediante un proceso constituyente. Sin duda, tanta apelación a la meritocracia, los liderazgos carismáticos, el sentido común y las clases medias supusieron una pista de aterrizaje en mejores condiciones para los de Rivera.

El resultado de estos cinco años culmina en el espectáculo de unos y otros acusándose de querer animar un «PSOE 2.0″ o una «IU 2.0″, haciendo de paso como que ignoran-una vez más, en su terca soberbia- la capacidad de supervivencia del primero (espina dorsal del régimen) y las redes territoriales y comunitarias aún en pie gracias a la segunda. Junto a una frágil y destartalada memoria histórica que, pese a los duros embates que sufre, sigue permeando en un conjunto nada desdeñable de millones de personas que, instintivamente, se perciben a sí mismas como pueblo de izquierdas mientras pasean desde las urnas a la abstención. ¿Cuándo volveremos a votar con ilusión?

Lo trágico del asunto es que sí hay espacio electoral y social a la izquierda de un edificio en llamas del que solo se puede desear que salgan huyendo y se salven todas las buenas personas que permanecen en él tragando humo mientras se abrasan. Y ese espacio podría ocuparlo un «Vox de izquierdas».

Una fuerza alejada del sentido común dominante. Sin pelos en la lengua para defender lo que somos y lo que queremos. Que recupere y actualice viejas (y correctas) definiciones, programas e identidades, esas teclas que tan acertadamente tocó el pasado año el autor de La trampa de la diversidad. Pero sobre todo que genere una experiencia común, conflictiva (con el verdadero enemigo) y de base sin la cual lo anterior suele mostrarse inmaculadamente incapaz. Que sea vista como «políticamente incorrecta», «antisistema», «rompedora». Y que desde ese espacio que -no se nos vengan arriba- será necesariamente en sus inicios bastante minoritario, acumule fuerzas para el siguiente ciclo.

Si los aspirantes a peronistas han justificado su giro con la idea de que la irrupción de Vox y los resultados electorales de Andalucía exigen un nuevo proyecto ilusionante, se vuelve a equivocar buscando esa revitalización en más de lo ya experimentado. La esperanza no se recobrará con más orden, más moderación y más defensa acrítica de una gestión como la del consistorio madrileño.

Amplios sectores de la clase trabajadora están huérfanos de una fuerza que, como hace Vox en la derecha, mediatice el discurso y condicione la acción política rompiendo los esquemas de lo previsible. Que eleve su mirada hacia el Estado y su carácter de clase como problema. Así lo indican la sentencia del Tribunal Supremo sobre una banca todopoderosa que se permite el lujo de espiar al presidente del Gobierno o la necesidad de depurar de sádicos y reaccionarios los aparatos estatales. El propósito irrenunciable es por tanto tomar el poder para tumbar al régimen y abrir procesos constituyentes.

Hacer realidad el programa de transformación social que las Marchas de la Dignidad (qué tiempos aquellos) resumían en «pan, techo, trabajo y dignidad» exige activar el mecanismo quirúrgico de la expropiación y hacerle un sonoro corte de mangas a la Unión Europea y la deuda ilegítima cuyos ecos retumben en todo el continente.

Ante la ofensiva sin complejos de los que mandan por salir de la crisis de régimen con más autoritarismo, centralización y nacionalismo español, es ridículo levantar la rojigualda como ya hace Echenique y pronto hará a quien ahora dedica extemporáneas invectivas (¿ven como no se diferencian en lo esencial?). Mejor erguir la enseña del respaldo sin fisuras al derecho de todos los pueblos a la autodeterminación, sin dobles juegos ni supeditación a imposibles acuerdos con un aparato estatal mafioso heredado directamente del franquismo.

Lo jodido es que para levantar una casa así hacen falta cimientos, pero quienes más saben cómo construirlos parecen estar a otras cosas. ¿Será porque, aunque sin tanto cinismo y falta de la más mínima ética, se impone también la «ley de hierro» de Michels incluso en los márgenes más izquierdos del tablero? Esperemos equivocarnos. Estamos (y están) a tiempo para ello.

Mientras tanto, muchos buscan guarecerse del desamparo en las irracionales coordenadas mentales de la «traición». Convenientemente jaleados desde algunos periódicos, ya sean digitales o de papel, en un sentido o en otro. Será la enésima y cómoda «traición» que contar a los nietos como sustitutivo barato de la ardua tarea de intentar explicar el proceso político e histórico.

Así, a la terrible nómina formada por la «traición» de los trotskistas, la «traición» de la CNT, la «traición» de Casado, la «traición» de Carrillo o la «traición» de González, pronto se añadirá la «traición» de Errejón. O la de Iglesias. O la de ambos. Y será la misma cultura política (tan nefasta como dominante entre la izquierda en el corto siglo XX) la que influya en todas ellas.

Y esto último no es un problema de pedantería o erudición, sino imprescindible para aprender de lo sucedido. Comprar cualquiera de los dos tramposos discursos que ya circulan sobre la «traición» de Errejón o la de Iglesias solo profundizará en tropezar en el futuro con la misma piedra. Lo que ha sucedido a la etapa en la que algunos decían prepararse para «asaltar los cielos» es una fase atravesada por el desencanto, el escepticismo y la desazón. Pero los finales siempre traen aparejados principios.

Por tanto, nos adentramos en tiempos propicios para superar aquello en lo que erramos o que nos impusieron. Fuera de los nefandos focos mediáticos seguirá discurriendo una lucha de clases que, tarde o temprano, desembocará en nuevos combates con hambre de transformaciones políticas. Que de las cenizas del «cambio» surja la revolución.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.